Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo. Columna EL
PUEBLO
El devenir del conflicto armado
interno y las circunstancias objetivas que hicieron posible, viable y legítimo
el levantamiento armado y la vigencia hasta hoy, de los grupos subversivos,
están íntimamente relacionadas con el comportamiento de las élites, bogotana y
sus ‘pares’ regionales, que operan como
una suerte de espejos.
De esas élites se puede decir que
no han sido los referentes éticos y políticos para el diseño y consolidación de
un proyecto de nación que reconozca la diversidad cultural del país. Por el
contrario, dichas élites, con su actuar, históricamente han profundizado la
idea de un país de regiones, con el
claro propósito de entronizar las prácticas feudales
asociadas a las formas como han ejercido el poder político y económico. Desde
sus feudos se han opuesto al desarrollo de un Estado-nación moderno. Desde
allí, desde sus territorios y enclaves económicos, han solidificado prácticas
endogámicas con las que lograron reproducirse en el tiempo.
La mirada premoderna,
conservadora, rentista y precapitalista de dichas élites, ha coadyuvado al
fortalecimiento de esa idea de país de regiones con la que fácilmente evitamos
explicar las enormes dificultades que ha enfrentado la sociedad colombiana para
pensarse como un solo cuerpo. Esto es, una colectividad capaz de confrontar el
orden social, político y económico, representado en un Estado precario que
deviene capturado por familias
tradicionales y grupos de poder ilegal, con los que las primeras han negociado
y cohabitado en el ejercicio del poder político. El contubernio entre lo legal
y lo ilegal en Colombia tiene en sus élites a las mayores responsables, de allí
que sea tan difícil imaginar escenarios de posconflicto y una paz duradera,
mientras ese connubio persista y siga siendo determinante en las relaciones
entre el Estado y la sociedad.
Sin una revolución política,
cultural y social transformadora y con evidentes procesos civilizatorios
fallidos, el país se ha construido bajo la idea clara de que es posible cambiar para que todo siga igual, en
especial en lo que concierne a las formas tradicionales y hegemónicas en el
ejercicio del poder.
Es, en ese contexto, en el que
hay que entender la reciente y polémica propuesta del ex presidente Gaviria
Trujillo, de pensar, diseñar e implementar una justicia transicional para
aquellos grupos de poder económico y político (políticos, disímiles empresarios
y ganaderos y otros agentes de la sociedad civil) que hayan patrocinado, por
ejemplo, el paramilitarismo.
La propuesta de César Gaviria
demandaría, por ejemplo, de una gran Comisión de la Verdad y de una generosa
justicia transicional para militares, subversivos, paramilitares y civiles
(empresarios y políticos) que desde diversas prácticas azuzaron el conflicto
armado interno. Al respecto, vale preguntarse: ¿qué vamos a hacer los
colombianos con esa verdad que resulte de esa Comisión de la Verdad? O de
varias comisiones de la verdad.
Si se logran develar las finas
relaciones económicas, políticas, sociales y culturales que los paramilitares
establecieron con la clase política y empresarial (banqueros, ganaderos y
agroindustriales), con el claro propósito de echar a andar el proyecto
paramilitar, la sociedad colombiana deberá reclamar no solo procesos de
justicia, verdad, reparación y compromisos de no repetición, sino que deberá
exigirles, a esas mismas élites y familias tradicionales, que den un paso al
costado, para poder reconstruir culturalmente la Nación. Y ese dar un paso al
costado implica que abandonen la vida pública (política) y que liberen al
Estado de sus mezquinos intereses. Ese será el costo que deberán pagar las
élites que patrocinaron la “exitosa” empresa criminal llamada paramilitarismo,
a cambio de total impunidad por los delitos cometidos.
Así entonces, mas que fallos
judiciales condenatorios, lo que el país necesita es una reconfiguración de
esas correlaciones de fuerza en las que unas élites de poder se han distinguido
por su incapacidad para guiar las aspiraciones de una sociedad fragmentada, que
deambula sin un norte ético-político, pensado bajo principios de un Buen Vivir
para todos.
El problema no está en que haya
una gran dosis de impunidad (que la habrá). Por el contrario, el asunto de
fondo está en la reconstrucción moral y ética de una sociedad que deviene
enferma, atomizada, segmentada, en el contexto de una nación que ha girado en
torno a la pobreza de criterio de unas élites formadas mas para someter el
Estado a sus caprichos e intereses, que a forjar un orden político, social y
económico que apunte a la profundización de la democracia.
Así entonces, bienvenida una
generosa y ampliada justicia transicional, siempre y cuando las élites de poder
tradicional acepten su responsabilidad no solo en el nacimiento y extensión en el tiempo del conflicto armado
interno, sino en la incapacidad que exhiben millones de colombianos de pensarse
como ciudadanos, de consolidar una sociedad políticamente formada y de trabajar
en torno a una idea consensuada de un Estado al que debemos exigirle que brinde
bienestar a todos los colombianos.
A las élites de poder, el país
también deberá reclamar que su riqueza se redistribuya, en especial aquella
cuyo origen esté asociado a actividades ilícitas, desvío de dineros públicos, o
se haya logrado sobre la base del éxito del paramilitarismo como empresa
criminal. Pero ese mismo país deberá decir no más a esa élite como referente
ético y político. Es claro que ese lugar simbólico jamás lo ganaron en franca lid. Fue impuesto, con el
concurso de los medios de comunicación y de la acción política (electoral). Es
hora de refundar liderazgos y para ello, esas élites de poder deben dar, inexorablemente,
un paso al costado.
Esos nuevos liderazgos deben
salir de un proceso de cambio cultural que modifique ese ethos mafioso que comparten agentes y actores de la sociedad civil
y que ha sido convalidado por las élites tradicionales de poder. Y ese cambio
cultural deben liderarlo los sectores más liberales de la Iglesia Católica, de
la Universidad, de los Partidos Políticos y de algunos gremios que crean
seriamente en que este país debe transformarse, si de verdad creemos en que es
posible alcanzar una paz justa y duradera. Y esa transformación debe partir de
una revisión del modelo de desarrollo. Por ejemplo, desde una perspectiva
ambiental, el país va por mal camino, debido a una incontrolada mega minería
que avanza sobre frágiles, valiosos y estratégicos ecosistemas.
Eso sí, no caigamos en la trampa
de pensar en que lo propuesto por el expresidente Gaviria beneficiará
exclusivamente a Uribe Vélez. Como líder
emergente, Uribe también deberá decir la verdad sobre sus presuntos vínculos
con mafias y paramilitares. Y cuando ello suceda, y explique a las autoridades
y al país el monto de su riqueza y sus orígenes, entonces la sociedad
colombiana deberá exigirle, también, que dé un paso al costado. Quizás así sea
posible sacar adelante este país, a la luz de unos escenarios de posacuerdos
que hay que empezar a diseñar, soportados sobre una nueva ética.
Nota: el 04 de junio de 2015, desde La Habana se anuncia que las partes que negocian acordaron la creación de una Comisión de la Verdad, una vez se haya puesto fin al conflicto armado y las Farc hayan hecho dejación de armas. Los criterios y mecanismos para la conformación de dicha Comisión, generaron dudas en un sector de la opinión pública
Nota: el 04 de junio de 2015, desde La Habana se anuncia que las partes que negocian acordaron la creación de una Comisión de la Verdad, una vez se haya puesto fin al conflicto armado y las Farc hayan hecho dejación de armas. Los criterios y mecanismos para la conformación de dicha Comisión, generaron dudas en un sector de la opinión pública
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