jueves, 30 de abril de 2015

COLOMBIA TIENE MIEDO

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo

Sí, Colombia tiene miedo. La clase dirigente tradicional, las élites que jamás supieron liderar un proyecto de Estado-nación que incluyera, reivindicara y aceptara las diferencias regionales, culturales y étnicas, tienen miedo. Lo mismo sucede con los grupos emergentes que hoy ostentan algún poder económico y político: tienen miedo. ¿A qué le temen? A la democracia, a reconocer que se equivocaron y que jamás han sido referentes políticos, éticos y/o culturales, capaces de guiar a una sociedad confundida en su historia.

Como sociedad conservadora, machista y patriarcal, el miedo al cambio, a lo diferente y a tener que reconocer a Otros, adquirió un talante político. De allí que el miedo a permitir que el Estado y la sociedad se transformen, sea, de tiempo atrás, un asunto político.

Insisto en esta tesis: la Derecha se siente cómoda con el conflicto armado interno, porque le facilita la tarea de continuar saqueando las arcas del Estado. Nunca sintió amenazado el poder. Pero ahora esa misma Derecha tiene miedo de perderlo en las urnas del posconflicto. Le da pánico, terror y miedo. 

Varios hechos así lo indican. Cuando nace la Unión Patriótica, a la Derecha, a las élites, a la ultraderecha, a la burguesía y a las fuerzas tradicionales, les dio miedo el respaldo social  y la fuerza política y electoral que dicho partido alcanzó en poco tiempo. Terror profundo cundió en las huestes de viejas instituciones sociales, militares, religiosas y políticas: la izquierda tomaba fuerza y buscaba el poder político.  Se asustaron tanto, que la reacción violenta que exhibieron, legitimó el genocidio del que fue objeto la UP. Una reacción propia de un ser humano atormentado por su propio devenir. Y asesinaron a más de 4.000 militantes de la UP. Los asesinos, pero sobre todo, sus patrocinadores, lograron un estadio de tranquilidad, sosiego y paz,  cuando se dieron cuenta de que la sociedad entendió el mensaje: no es posible proponer cambios. El miedo, entonces, se filtró a la sociedad, se naturalizó aún más. Desaparecieron a aquellos que, por la vía electoral, buscaron profundizar y ampliar la democracia. No les dieron la oportunidad de equivocarse. Parece ser, que fallar o equivocarse es exclusivo de las élites y del poder tradicional.

El miedo, como elemento natural de la especie humana, al ir de la mano de la cultura, se convierte en ideología. De allí que se encubra y se asocie ese miedo al cambio, con la tradición, y por esa vía, se naturalice el poder que unas pocas familias han acumulado a través del despojo, la violencia, la tramoya, la mentira, la perfidia y la captura del Estado.

La férrea oposición al proceso de negociación que se adelanta en La Habana, bien se puede explicar desde el miedo. Hay miedo a la historia y a reconocer que, en las circunstancias objetivas que legitimaron el levantamiento armado interno, subsisten máximas responsabilidades en las clases dirigente, empresarial, política, eclesiástica y militar; las mismas que han hecho todo para mantener en la completa oscuridad, a millones de colombianos, confundidos en una naturalizada ignorancia e incapacidad para comprender su propio contexto.

En el fondo, quienes se oponen a la firma de un armisticio que le ponga fin al conflicto, exhiben un  miedo profundo a escuchar los discursos de los líderes de las Farc, pues reconocen la posibilidad que hay de que terminen por darles la razón, a quienes osaron levantarse en armas. Y eso resulta inaceptable, porque la tradición, el linaje y la experiencia, son factores sustanciales sobre los que las élites fincan su poder. Ese poder, así expuesto, se torna terco, obstinado, obtuso, arisco y huraño.

Si bien el miedo hace parte de la política, esa característica se intenta ocultar detrás de  discursos que insisten en viejas dicotomías e, incluso, nos recuerdan episodios propios de la guerra fría. Esos discursos que ocultan el miedo al cambio, claramente desestiman la posibilidad de probar otros modelos de Estado, mercado, sociedad y ciudadanos. De pensar y probar otras posibilidades de vida, a pesar de los riesgos que siempre conllevará tratar de vivir juntos en un territorio.

Somos, entonces, una sociedad con miedo. Miedo a vivir sin el sonido de las armas. Nos hemos acostumbrado tanto al olor de la muerte y al aturdidor canto de los cañones, que no somos capaces de imaginar cómo sería tratar de vivir, sin que medie el poder de las armas y la belicosidad de los combatientes. Como sucede con animales domesticados, nos acostumbramos a los “comandos” que nos entregan unos Amos, que fungen como verdaderas deidades.

Nos aterra dialogar y dar la oportunidad para que otros se expresen. Nos da terror la posibilidad de que nos convenzan y de que erosionen nuestras creencias y certezas. Por ello, es mejor alejarnos de esos Otros que sacaron tiempo para cuestionar el poder e intentar, por la vía de la lucha armada, tomárselo para que sirviera a todos y no a unos pocos. Por lo menos, ese fue su sueño.


En el fondo, nos hemos acostumbrado a la vida que unos pocos nos propusieron e impusieron. Y claro, nos da miedo que aquellos que dedicaron su vida a combatir ese orden al que nos hemos aferrado, resulten peor a quienes por tradición, poder y linaje, han sometido a una nación a vivir en medio de un excremental orden social, político y económico, que para muchos, deviene justo y legítimo.




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