Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Sí, Colombia tiene miedo. La clase dirigente tradicional,
las élites que jamás supieron liderar un proyecto de Estado-nación que
incluyera, reivindicara y aceptara las diferencias regionales, culturales y
étnicas, tienen miedo. Lo mismo
sucede con los grupos emergentes que hoy ostentan algún poder económico y
político: tienen miedo. ¿A qué le
temen? A la democracia, a reconocer que se equivocaron y que jamás han sido
referentes políticos, éticos y/o culturales, capaces de guiar a una sociedad
confundida en su historia.
Como sociedad conservadora,
machista y patriarcal, el miedo al
cambio, a lo diferente y a tener que reconocer a Otros, adquirió un talante
político. De allí que el miedo a
permitir que el Estado y la sociedad se transformen, sea, de tiempo atrás, un
asunto político.
Insisto en esta tesis: la Derecha se siente cómoda con el conflicto armado interno, porque le facilita la tarea de continuar saqueando las arcas del Estado. Nunca sintió amenazado el poder. Pero ahora esa misma Derecha tiene miedo de perderlo en las urnas del posconflicto. Le da pánico, terror y miedo.
Insisto en esta tesis: la Derecha se siente cómoda con el conflicto armado interno, porque le facilita la tarea de continuar saqueando las arcas del Estado. Nunca sintió amenazado el poder. Pero ahora esa misma Derecha tiene miedo de perderlo en las urnas del posconflicto. Le da pánico, terror y miedo.
Varios hechos así lo indican.
Cuando nace la Unión Patriótica, a la Derecha, a las élites, a la ultraderecha, a la burguesía y a las fuerzas tradicionales, les dio miedo
el respaldo social y la fuerza política
y electoral que dicho partido alcanzó en poco tiempo. Terror profundo cundió en
las huestes de viejas instituciones sociales, militares, religiosas y políticas:
la izquierda
tomaba fuerza y buscaba el poder político. Se asustaron tanto, que la reacción violenta
que exhibieron, legitimó el genocidio del que fue objeto la UP. Una reacción
propia de un ser humano atormentado por su propio devenir. Y asesinaron a más
de 4.000 militantes de la UP. Los asesinos, pero sobre todo, sus
patrocinadores, lograron un estadio de tranquilidad, sosiego y paz, cuando se dieron cuenta de que la sociedad
entendió el mensaje: no es posible proponer cambios.
El miedo, entonces, se filtró a la sociedad, se naturalizó aún más. Desaparecieron
a aquellos que, por la vía electoral, buscaron profundizar y ampliar la
democracia. No les dieron la oportunidad de equivocarse. Parece ser, que fallar
o equivocarse es exclusivo de las élites y del poder tradicional.
El miedo, como elemento natural de la especie humana, al ir de la mano
de la cultura, se convierte en ideología. De allí que se encubra y se asocie ese
miedo al cambio, con la tradición, y por esa vía, se naturalice el poder que
unas pocas familias han acumulado a través del despojo, la violencia, la
tramoya, la mentira, la perfidia y la captura del Estado.
La férrea oposición al proceso de
negociación que se adelanta en La Habana, bien se puede explicar desde el miedo. Hay miedo a la historia y a reconocer que, en las circunstancias
objetivas que legitimaron el levantamiento armado interno, subsisten máximas
responsabilidades en las clases dirigente, empresarial, política, eclesiástica
y militar; las mismas que han hecho todo para mantener en la completa
oscuridad, a millones de colombianos, confundidos en una naturalizada ignorancia e incapacidad para comprender su propio
contexto.
En el fondo, quienes se oponen a
la firma de un armisticio que le ponga fin al conflicto, exhiben un miedo
profundo a escuchar los discursos de los líderes de las Farc, pues reconocen la
posibilidad que hay de que terminen por darles la razón, a quienes osaron
levantarse en armas. Y eso resulta inaceptable, porque la tradición, el linaje
y la experiencia, son factores sustanciales sobre los que las élites fincan su
poder. Ese poder, así expuesto, se torna terco, obstinado, obtuso, arisco y
huraño.
Si bien el miedo hace parte de la política, esa característica se intenta ocultar
detrás de discursos que insisten en
viejas dicotomías e, incluso, nos recuerdan episodios propios de la guerra fría. Esos discursos que ocultan
el miedo al cambio, claramente
desestiman la posibilidad de probar otros modelos de Estado, mercado, sociedad
y ciudadanos. De pensar y probar otras posibilidades de vida, a pesar de los riesgos
que siempre conllevará tratar de vivir juntos en un territorio.
Somos, entonces, una sociedad con
miedo. Miedo a vivir sin el sonido de las armas. Nos hemos acostumbrado
tanto al olor de la muerte y al aturdidor canto de los cañones, que no somos
capaces de imaginar cómo sería tratar de vivir, sin que medie el poder de las
armas y la belicosidad de los combatientes. Como sucede con animales
domesticados, nos acostumbramos a los “comandos” que nos entregan unos Amos,
que fungen como verdaderas deidades.
Nos aterra dialogar y dar la
oportunidad para que otros se expresen. Nos da terror la posibilidad de que nos
convenzan y de que erosionen nuestras creencias y certezas. Por ello, es mejor
alejarnos de esos Otros que sacaron tiempo para cuestionar el poder e intentar,
por la vía de la lucha armada, tomárselo para que sirviera a todos y no a unos
pocos. Por lo menos, ese fue su sueño.
En el fondo, nos hemos
acostumbrado a la vida que unos pocos nos propusieron e impusieron. Y claro,
nos da miedo que aquellos que
dedicaron su vida a combatir ese orden al que nos hemos aferrado, resulten peor
a quienes por tradición, poder y linaje, han sometido a una nación a vivir en
medio de un excremental orden social, político y económico, que para muchos,
deviene justo y legítimo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario