lunes, 2 de mayo de 2016

LA PALABRA DEL GRAN ANIMAL

Es el hombre el que tiene que decidir cuánto espacio les va a dejar a las otras especies[1]

En la discusión sobre si los animales deberían ser o no sujetos de derecho hay un elemento sustancial y definitivo que poco aflora en la apasionada discusión: el proyecto humano y los disímiles discursos que históricamente han servido para que el mismo Hombre[2] justifique las transformaciones a las que viene sometiendo los ecosistemas naturales, hasta el punto de poner en riesgo de desaparecer a especies vegetales y animales. Y por ese camino, afectar en gran medida la calidad de vida de las presentes y futuras generaciones de hombres y mujeres.

En su inmensa arrogancia y capacidad transformadora, el Hombre a través de la historia ha definido qué, quién vive y en qué condiciones. Como especie dominante, el ser humano, a través de la técnica, la tecnología y la ciencia, se arrogó el derecho de decidir sobre todo lo que habita en el planeta e incluso, fuera de la órbita de lo que se conoce como la Tierra.

A través del uso del lenguaje, el ser humano se diferenció de todo lo que lo rodea, incluyendo, por supuesto, a los otros animales. Con el lenguaje reconoció el mundo y por ese camino dio sentido a su propia existencia y relativizó el valor de la vida de todo lo demás. Con el poder de nombrar a lo que lo rodea, el Hombre pudo reinar sobre los ecosistemas naturales y por supuesto, sobre su misma condición. Incluso, con el poder discursivo, ha podido “justificar” la muerte y el sometimiento de sus propios congéneres. El ser humano es una especie que compite consigo misma. Quizás allí esté su más perversa condición.

Diversos discursos le han permitido organizar el mundo de acuerdo con las circunstancias vividas o con las necesidades que cada etapa del “desarrollo” le ha demandado. Estamos, entonces, ante una compleja especie humana que al parecer no tiene límites en su poder de someter y transformar lo que previamente definió bien como obstáculo para el “desarrollo” y el “progreso”, o como elemento o factor estratégico para el crecimiento de lo humano.

Los discursos jurídico, político, religioso, económico y filosófico son muestras claras de la inteligencia humana, pero también de su inconmensurable jactancia frente a lo que no habla, es decir, frente a toda expresión de vida que no sea capaz de entablar un diálogo en el que sea posible reconocer códigos comunes que faciliten la comunicación con otras especies.

Por la fuerza de esos discursos, las plantas y los animales no pueden ser “sujetos” de derecho porque “estos” no pueden entablar con los seres humanos una conversación, un diálogo o un intercambio más o menos fluido de ideas. Como creación humana, esos y otros discursos solo sirven para guiar en clave de dominación lo que bien se puede llamar un histórico proyecto humano que suele superar límites y obstáculos apelando a su capacidad nominativa. Lejos estamos de reconocer que el no poder sostener un “diálogo” con perros y gatos, entre otros animales, pasa por nuestra incapacidad para descifrar los códigos a los que apelan aquellos cuando a diario sostienen encuentros afectivos con seres humanos. 

Por estos días, en medios masivos y redes sociales la polémica gira en torno a si se debe o no reconocer derechos a los animales, por cuenta de un funcionario que demandó[3], ante la Corte Constitucional un par de artículos del Código Civil en los que justamente los animales, por extensión, son reconocidos como cosas inanimadas.

En el asunto entró a terciar el Procurador Ordóñez Maldonado, quien armado del discurso religioso y jurídico, insistió en que los animales no son personas y que por lo tanto no podrían ser sujetos de derecho, sino objetos de derecho[4]. La discusión deviene jurídica y se ancla en el valor de los discursos arriba expuestos, con los que el Hombre no solo ordena su existencia, sino con los que justifica su poder transformador.

Y razón le cabe al Procurador: los animales, no son personas[5]. Le agregaría: menos mal no son personas. Si lo fueran, entonces la discusión se enrarecería aún más por cuanto estaríamos “evaluando” el origen étnico-racial, el poder adquisitivo, nivel académico y discursivo, y la capacidad de incidir en una decisión judicial, si es el caso.

Vuelvo sobre la idea de la jactancia, la vanidad y la pedantería de ese ser humano que no es capaz de reconocer que a pesar de su inteligencia, jamás pudo o quiso emular el comportamiento “no excesivo” de los animales más fieros, capaces de disputarse a dentelladas una presa o un territorio. Contrario a esa manera “mesurada” de actuar  de lobos y de otros animales salvajes, anclados a la relación presa- depredador, el Hombre, el Gran Animal, se regodea y se deleita, en escenarios de guerra y paz, de sus enemigos, víctimas, detractores o de quienes simplemente perdieron una apuesta o sobre los cuales recayó un estigma.

Más allá de la discusión de si los animales deben ser sujetos u objetos de derecho, lo importante es reconocer que es el lenguaje la poderosa herramienta con la que el Hombre continúa justificando su poder universal y tratando de ocultar su inmensa insolencia al posarse, disponer y poner en riesgo, como lo ha hecho, los ecosistemas naturales incluyendo por supuesto la vida de los animales y la suya propia.

Quizás al reconocer que todo pasa por el lenguaje y los discursos organizados y validados por el poder hegemónico que hoy guía el proyecto humano, entonces sea posible señalar que muy poco perdemos como sociedad al reconocerles derechos a aquellas especies que comparten sus vidas con nosotros e insistir en ponerle límites a la reproducción humana y al crecimiento de las ciudades, con el firme propósito de proteger a los animales “salvajes” que habitan en selvas y bosques. Mientras ello se da,  la última palabra siempre la tendrá el Gran Animal: el ser humano.




Imagen tomada de Taringa.net


[1] Augusto Ángel Maya. La diosa Némesis, desarrollo sostenible o cambio cultural. UAO, 2009. p. 177.

[2] Desde una perspectiva antropológica.

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