Es el hombre el que tiene que decidir cuánto espacio les va a dejar a
las otras especies[1]
En la discusión sobre si los
animales deberían ser o no sujetos de
derecho hay un elemento sustancial y definitivo que poco aflora en la
apasionada discusión: el proyecto humano y los disímiles discursos que
históricamente han servido para que el mismo Hombre[2]
justifique las transformaciones a las que viene sometiendo los ecosistemas
naturales, hasta el punto de poner en riesgo de desaparecer a especies
vegetales y animales. Y por ese camino, afectar en gran medida la calidad de
vida de las presentes y futuras generaciones de hombres y mujeres.
En su inmensa arrogancia y
capacidad transformadora, el Hombre a través de la historia ha definido qué,
quién vive y en qué condiciones. Como especie dominante, el ser humano, a
través de la técnica, la tecnología y la ciencia, se arrogó el derecho de
decidir sobre todo lo que habita en el planeta e incluso, fuera de la órbita de
lo que se conoce como la Tierra.
A través del uso del lenguaje, el
ser humano se diferenció de todo lo que lo rodea, incluyendo, por supuesto, a
los otros animales. Con el lenguaje reconoció el mundo y por ese camino dio
sentido a su propia existencia y relativizó el valor de la vida de todo lo
demás. Con el poder de nombrar a lo que lo rodea, el Hombre pudo reinar sobre
los ecosistemas naturales y por supuesto, sobre su misma condición. Incluso,
con el poder discursivo, ha podido “justificar” la muerte y el sometimiento de
sus propios congéneres. El ser humano es una especie que compite consigo misma.
Quizás allí esté su más perversa condición.
Diversos discursos le han
permitido organizar el mundo de acuerdo con las circunstancias vividas o con
las necesidades que cada etapa del “desarrollo” le ha demandado. Estamos,
entonces, ante una compleja especie humana que al parecer no tiene límites en
su poder de someter y transformar lo que previamente definió bien como
obstáculo para el “desarrollo” y el “progreso”, o como elemento o factor estratégico
para el crecimiento de lo humano.
Los discursos jurídico, político,
religioso, económico y filosófico son muestras claras de la inteligencia humana, pero también de su inconmensurable jactancia frente a lo que no habla,
es decir, frente a toda expresión de vida que no sea capaz de entablar un
diálogo en el que sea posible reconocer códigos comunes que faciliten la
comunicación con otras especies.
Por la fuerza de esos discursos, las
plantas y los animales no pueden ser “sujetos” de derecho porque “estos” no pueden
entablar con los seres humanos una conversación, un diálogo o un intercambio
más o menos fluido de ideas. Como creación humana, esos y otros discursos solo
sirven para guiar en clave de dominación lo que bien se puede llamar un histórico
proyecto humano que suele superar límites y obstáculos apelando a su capacidad
nominativa. Lejos estamos de reconocer que el no poder sostener un “diálogo”
con perros y gatos, entre otros animales, pasa por nuestra incapacidad para descifrar los códigos a los que apelan aquellos cuando a diario
sostienen encuentros afectivos con
seres humanos.
Por estos días, en medios masivos
y redes sociales la polémica gira en torno a si se debe o no reconocer derechos
a los animales, por cuenta de un funcionario que demandó[3], ante
la Corte Constitucional un par de artículos del Código Civil en los que
justamente los animales, por extensión, son reconocidos como cosas inanimadas.
En el asunto entró a terciar el
Procurador Ordóñez Maldonado, quien armado del discurso religioso y jurídico,
insistió en que los animales no son
personas y que por lo tanto no podrían ser sujetos de derecho, sino objetos de derecho[4]. La discusión
deviene jurídica y se ancla en el valor de los discursos arriba expuestos, con
los que el Hombre no solo ordena su existencia, sino con los que justifica su
poder transformador.
Y razón le cabe al Procurador: los animales, no son personas[5]. Le agregaría:
menos mal no son personas. Si lo fueran, entonces la discusión se enrarecería
aún más por cuanto estaríamos “evaluando” el origen étnico-racial, el poder
adquisitivo, nivel académico y discursivo, y la capacidad de incidir en una
decisión judicial, si es el caso.
Vuelvo sobre la idea de la
jactancia, la vanidad y la pedantería de ese ser humano que no es capaz de
reconocer que a pesar de su inteligencia, jamás pudo o quiso emular el
comportamiento “no excesivo” de los animales más fieros, capaces de disputarse
a dentelladas una presa o un territorio. Contrario a esa manera “mesurada” de
actuar de lobos y de otros animales
salvajes, anclados a la relación presa- depredador, el Hombre, el Gran Animal,
se regodea y se deleita, en escenarios de guerra y paz, de sus enemigos,
víctimas, detractores o de quienes simplemente perdieron una apuesta o sobre
los cuales recayó un estigma.
Más allá de la discusión de si
los animales deben ser sujetos u objetos
de derecho, lo importante es reconocer que es el lenguaje la poderosa
herramienta con la que el Hombre continúa justificando
su poder universal y tratando de ocultar su inmensa insolencia al posarse,
disponer y poner en riesgo, como lo ha hecho, los ecosistemas naturales incluyendo por supuesto la vida de los animales y la suya propia.
Quizás al reconocer que todo pasa
por el lenguaje y los discursos organizados y validados por el poder hegemónico
que hoy guía el proyecto humano, entonces sea posible señalar que muy poco
perdemos como sociedad al reconocerles derechos a aquellas especies que
comparten sus vidas con nosotros e insistir en ponerle límites a la reproducción humana y al crecimiento de las ciudades, con el firme propósito de proteger a los animales “salvajes”
que habitan en selvas y bosques. Mientras ello se da, la última palabra siempre la
tendrá el Gran Animal: el ser humano.
Imagen tomada de Taringa.net
[1] Augusto Ángel Maya. La diosa
Némesis, desarrollo sostenible o cambio cultural. UAO, 2009. p. 177.
[2] Desde una perspectiva antropológica.
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