Después de la alocución y rueda de prensa del Presidente Uribe, el pasado 19 de Abril, no queda la menor duda de que todos los colombianos somos rehenes de un pasado criminal. También que vivimos un presente ignominioso, donde los verdugos son tratados con toda consideración y las víctimas con total desprecio
También que vivimos un presente ignominioso, donde los verdugos son tratados con toda consideración y las víctimas con total desprecio. Y parece que estamos resignados a heredar, una vez más en nombre de la paz y la reconciliación, un futuro de impunidad y olvido. Quizá por ello los comandantes de las autodefensas celebran desde Itagüi la propuesta de Petro de un “acuerdo nacional por la verdad”. No gratuitamente los protagonistas políticos de la semana pasada fueron el Senador Petro y el Presidente Uribe.
Ambos deambulan extraviados en el laberinto del pasado, como si la política fuera un ajuste de cuentas personal con los crímenes de ayer, y no una ardua lucha contra la ignominia del presente por un futuro menos indigno y vergonzoso para todos. La política es mucho más que un asunto de honorabilidad personal o familiar, que trasciende los insultos y los desafíos altisonantes. No puede ser reducida por la oposición a una búsqueda insensata de culpabilidad personal de Uribe o sus familiares en su cruzada contra las FARC por el execrable asesinato de su padre en la Hacienda de Guacharacas. La política es, antes que nada, un asunto de responsabilidad pública, donde se deben examinar las conductas de los gobernantes, antes que los duelos y reacciones de orden personal y familiar.
Del otro lado, es deplorable escuchar a un jefe de Estado, que simboliza la unidad nacional, descalificar a su oponente por haber sido en el pasado un “guerrillero mediocre”. Peor aún, haber afirmado en tono irónico que en su caso personal “habría sido buen guerrillero y habría buscado tener éxito militar en lugar de buscar éxito como calumniador.” Con semejante belicosidad, terminó el Presidente Uribe rindiéndole un tributo a las FARC y su presente obcecación criminal, empeñada en demostrar con atentados como el de Cali que la política de seguridad democrática es más un éxito mediático que una realidad tranquilizadora. A tal extremo se dejó arrastrar el Presidente Uribe en la defensa apasionada de su cruzada contra las FARC, que terminó confesando que de “haber sido yo paramilitar, habría sido paramilitar de frente, no de corbata y de escritorio. Con fusil al hombro, buscando éxito militar”.
Semejante declaración, apenas comprensible en los labios de un terrorista en transición a la vida civil, es absolutamente desconcertante en la alocución pública de un Presidente, pues así demuestra su total desprecio con los familiares de más de 10.000 víctimas de los paramilitares. De alguna manera, se constituye en la prueba reina que permite comprender el trato benigno que la llamada ley de Justicia y Paz, de iniciativa gubernamental, da a los comandantes paramilitares, auténticos criminales de lesa humanidad, que bajo la coartada de su lucha contrainsurgente no estarán ni siquiera ocho años privados de la libertad. Poco importa que hayan forjado la máquina criminal más cruel y despiadada de todo el continente y de nuestra historia reciente, según los testimonios de sus propios integrantes, quienes se entrenaban descuartizando campesinos vivos para así ganar la confianza de sus comandantes. Dicha declaración del Presidente también permite comprender porque los reconoce como interlocutores políticos de un supuesto proceso de paz, pues en el pasado, cuando estuvo como Gobernador de Antioquia, fueron los pacificadores, a sangre y fuego de Urabá.
En efecto, apenas a seis meses de iniciada su Gobernación en Antioquia, el entonces Senador Fabio Valencia Cossio, denunciaba que la política de orden público de Uribe había generado un “incremento de los homicidios en un 387% en el Urabá, y está auspiciando el paramilitarismo con las cooperativas de seguridad Convivir” (El Tiempo, 30 de Agosto de 1995, p.6A). “El número de asesinatos llegaría a 1.200 en la zona bananera en 1996, la cifra más alta de toda su historia, y la tasa de promedio por 100.000 habitantes alcanzaría proporciones trágicas, con un registro superior a 500 (Dávila, Escobedo, Gaviria y Vargas 2001)”.[1] Como si lo anterior no comprometiera la responsabilidad política del entonces gobernador Uribe, un año después en un comunicado de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), señalaban: “La tranquilidad que hoy se respira en Urabá, y la entrada en funcionamiento de las Convivir, crea un clima para que retornen los empresarios y ganaderos, nosotros por nuestra parte, cumplida nuestra misión en la región buscaremos abrir nuevos frentes de trabajo, en otros lugares donde la guerrilla asola la población con el secuestro, la extorsión y el boleteo.”[2]
Pero mucho más grave que ese horror del pasado, donde las Convivir hicieron parte de esa gesta pacificadora, es que el Presidente Uribe sea incapaz de reconocer que ellas fueron un error bajo cuya mampara legal iniciaron o continuaron sus acciones criminales muchos de los actuales comandantes paramilitares, como el propio Mancuso y el ya indultado Chepe Barrera, sin que en este último caso hayamos conocido verdad, reparación o justicia alguna. Error en el que persiste tercamente el Presidente, asumiendo toda la responsabilidad política, como se desprende de su apasionado discurso en el Consejo Comunitario de Aracataca, el pasado 14 de Abril, cuando en tono de arenga militar ordenó: “General Padilla: que critiquen lo que critiquen, que se venga el mundo encima, pero bajo mi responsabilidad política, acabe con lo que queda de las FARC, que es la hora de hacerlo. General Padilla: que se venga el mundo encima, que critiquen lo que critiquen, pero bajo mi responsabilidad política, proteja a Cali, saturando a Anchicaya y el área de influencia de comunidad rural en construcción de confianza con la Fuerza Pública. Proteja a Urabá, saturando ese corazón de montaña entre Tierradentro y Mutatá con Fuerza Pública y con comunidades rurales, cooperantes con la Fuerza Pública, recibiendo una periódica bonificación económica. Hágalo cuanto antes, General, que el proyecto de la Sierra Nevada nos respalda, porque ha mostrado que es un proyecto de recuperación”. Proyecto de recuperación que se debe, también, a la gesta “pacificadora” de Jorge 40 y Hernán Giraldo, como ambos lo reconocen ahora ante la Fiscalía. Es por todo lo anterior que nuestro futuro tiene tan graves visos de impunidad, pues el Presidente está empeñado en reeditar la tercera generación de las Convivir, para que reemplacen rápidamente las huestes paramilitares recién desmovilizadas.
Lo que está pasando por alto el Presidente es que su orden al general Padilla constituye una grave infracción al DIH, que prohíbe mandatos de tierra arrasada y guerra sin cuartel como los de Aracataca, además de involucrar a la población civil en el desarrollo de las hostilidades. Orden que puede convertir mañana en realidad la exageración de García Márquez sobre las miles de víctimas de la masacre de las bananeras. Con la pequeña diferencia que hoy existe la Corte Penal Internacional. Toda la razón le asistía a Don Miguel de Unamuno, cuando advertía, en medio de la guerra civil española, que “Es más fácil civilizar un militar que desmilitarizar un civil”. Seguramente por ello Doña Lina de Uribe, hace apenas un año, terminaba su entrevista con María Isabel Rueda en la revista Semana (Edición 1.259) diciendo: “Uribe es un personaje muy extraño. Uno de los más extraños que haya conocido en mi vida.”
Sin duda, un personaje incapaz de reconocer, como Manuel Marulanda, que no hay peor error que el horror de la guerra, pues tiende a ocultar con el manto de la impunidad los más atroces crímenes de lesa humanidad. Nuestro ignominioso presente es como un espejo donde se reflejan simultáneamente los protagonistas del terror, pero ellos son incapaces de reconocerse. Llevan tantos años apostando a la muerte, que todavía creen que pueden derrotar al enemigo en el campo de batalla. Las FARC han degradado la política a una estratagema criminal de secuestros y narcotráfico, en lugar de convertirla en una estrategia revolucionaria de orden social. Ambas partes, Uribe y Marulanda, le temen tanto a la vida y la paz, que no tienen el valor de apostarle a la política. Confían tan poco en la justeza de sus ideas y en la decencia de sus intereses que sólo creen en el “éxito militar”. No conciben la política sin las armas, sin una red de cooperantes remunerados o de alianzas tácitas y hasta explícitas con organizaciones criminales, en virtud de las cuales ganan las elecciones o impiden que otros las ganen. Y todo ello en nombre de la “seguridad democrática” y la defensa del Estado de derecho.
Mientras en la otra orilla de esta insólita “democracia”, las FARC y el ELN, secuestran en nombre de la libertad y asesinan bajo la coartada de la justicia social. Tal es el tiempo de tenebrosa oscuridad que estamos viviendo. La nación se está apagando, no por problemas de interconexión eléctrica, como ayer, sino por finas y sofisticadas redes de complicidad institucional con el crimen. De alguna forma, todos somos rehenes de un pasado criminal. Unos pocos, los más privilegiados, son espectadores jubilosos de este presente ignominioso, que acrecienta sus ganancias y lo reconocen en un comunicado de solidaridad incondicional con el pasado y el presente de Uribe, como el publicado por el Consejo Gremial Nacional. Entre tanto, la mayoría se resigna indolente a heredar un futuro de impunidad, pues apenas sobrevive antes de la hora del juicio final. Ya lo sentenciaba San Agustín en “La ciudad de Dios”: “Un gobierno sin justicia es un gran robo”, la peor de las ignominias.
[1] - Romero Mauricio, “Paramilitares y autodefensas 1982-2003”, p 211.Bogotá IEPRI, Editorial Planeta 2003.
[2] - Ibidem, p. 219
También que vivimos un presente ignominioso, donde los verdugos son tratados con toda consideración y las víctimas con total desprecio. Y parece que estamos resignados a heredar, una vez más en nombre de la paz y la reconciliación, un futuro de impunidad y olvido. Quizá por ello los comandantes de las autodefensas celebran desde Itagüi la propuesta de Petro de un “acuerdo nacional por la verdad”. No gratuitamente los protagonistas políticos de la semana pasada fueron el Senador Petro y el Presidente Uribe.
Ambos deambulan extraviados en el laberinto del pasado, como si la política fuera un ajuste de cuentas personal con los crímenes de ayer, y no una ardua lucha contra la ignominia del presente por un futuro menos indigno y vergonzoso para todos. La política es mucho más que un asunto de honorabilidad personal o familiar, que trasciende los insultos y los desafíos altisonantes. No puede ser reducida por la oposición a una búsqueda insensata de culpabilidad personal de Uribe o sus familiares en su cruzada contra las FARC por el execrable asesinato de su padre en la Hacienda de Guacharacas. La política es, antes que nada, un asunto de responsabilidad pública, donde se deben examinar las conductas de los gobernantes, antes que los duelos y reacciones de orden personal y familiar.
Del otro lado, es deplorable escuchar a un jefe de Estado, que simboliza la unidad nacional, descalificar a su oponente por haber sido en el pasado un “guerrillero mediocre”. Peor aún, haber afirmado en tono irónico que en su caso personal “habría sido buen guerrillero y habría buscado tener éxito militar en lugar de buscar éxito como calumniador.” Con semejante belicosidad, terminó el Presidente Uribe rindiéndole un tributo a las FARC y su presente obcecación criminal, empeñada en demostrar con atentados como el de Cali que la política de seguridad democrática es más un éxito mediático que una realidad tranquilizadora. A tal extremo se dejó arrastrar el Presidente Uribe en la defensa apasionada de su cruzada contra las FARC, que terminó confesando que de “haber sido yo paramilitar, habría sido paramilitar de frente, no de corbata y de escritorio. Con fusil al hombro, buscando éxito militar”.
Semejante declaración, apenas comprensible en los labios de un terrorista en transición a la vida civil, es absolutamente desconcertante en la alocución pública de un Presidente, pues así demuestra su total desprecio con los familiares de más de 10.000 víctimas de los paramilitares. De alguna manera, se constituye en la prueba reina que permite comprender el trato benigno que la llamada ley de Justicia y Paz, de iniciativa gubernamental, da a los comandantes paramilitares, auténticos criminales de lesa humanidad, que bajo la coartada de su lucha contrainsurgente no estarán ni siquiera ocho años privados de la libertad. Poco importa que hayan forjado la máquina criminal más cruel y despiadada de todo el continente y de nuestra historia reciente, según los testimonios de sus propios integrantes, quienes se entrenaban descuartizando campesinos vivos para así ganar la confianza de sus comandantes. Dicha declaración del Presidente también permite comprender porque los reconoce como interlocutores políticos de un supuesto proceso de paz, pues en el pasado, cuando estuvo como Gobernador de Antioquia, fueron los pacificadores, a sangre y fuego de Urabá.
En efecto, apenas a seis meses de iniciada su Gobernación en Antioquia, el entonces Senador Fabio Valencia Cossio, denunciaba que la política de orden público de Uribe había generado un “incremento de los homicidios en un 387% en el Urabá, y está auspiciando el paramilitarismo con las cooperativas de seguridad Convivir” (El Tiempo, 30 de Agosto de 1995, p.6A). “El número de asesinatos llegaría a 1.200 en la zona bananera en 1996, la cifra más alta de toda su historia, y la tasa de promedio por 100.000 habitantes alcanzaría proporciones trágicas, con un registro superior a 500 (Dávila, Escobedo, Gaviria y Vargas 2001)”.[1] Como si lo anterior no comprometiera la responsabilidad política del entonces gobernador Uribe, un año después en un comunicado de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), señalaban: “La tranquilidad que hoy se respira en Urabá, y la entrada en funcionamiento de las Convivir, crea un clima para que retornen los empresarios y ganaderos, nosotros por nuestra parte, cumplida nuestra misión en la región buscaremos abrir nuevos frentes de trabajo, en otros lugares donde la guerrilla asola la población con el secuestro, la extorsión y el boleteo.”[2]
Pero mucho más grave que ese horror del pasado, donde las Convivir hicieron parte de esa gesta pacificadora, es que el Presidente Uribe sea incapaz de reconocer que ellas fueron un error bajo cuya mampara legal iniciaron o continuaron sus acciones criminales muchos de los actuales comandantes paramilitares, como el propio Mancuso y el ya indultado Chepe Barrera, sin que en este último caso hayamos conocido verdad, reparación o justicia alguna. Error en el que persiste tercamente el Presidente, asumiendo toda la responsabilidad política, como se desprende de su apasionado discurso en el Consejo Comunitario de Aracataca, el pasado 14 de Abril, cuando en tono de arenga militar ordenó: “General Padilla: que critiquen lo que critiquen, que se venga el mundo encima, pero bajo mi responsabilidad política, acabe con lo que queda de las FARC, que es la hora de hacerlo. General Padilla: que se venga el mundo encima, que critiquen lo que critiquen, pero bajo mi responsabilidad política, proteja a Cali, saturando a Anchicaya y el área de influencia de comunidad rural en construcción de confianza con la Fuerza Pública. Proteja a Urabá, saturando ese corazón de montaña entre Tierradentro y Mutatá con Fuerza Pública y con comunidades rurales, cooperantes con la Fuerza Pública, recibiendo una periódica bonificación económica. Hágalo cuanto antes, General, que el proyecto de la Sierra Nevada nos respalda, porque ha mostrado que es un proyecto de recuperación”. Proyecto de recuperación que se debe, también, a la gesta “pacificadora” de Jorge 40 y Hernán Giraldo, como ambos lo reconocen ahora ante la Fiscalía. Es por todo lo anterior que nuestro futuro tiene tan graves visos de impunidad, pues el Presidente está empeñado en reeditar la tercera generación de las Convivir, para que reemplacen rápidamente las huestes paramilitares recién desmovilizadas.
Lo que está pasando por alto el Presidente es que su orden al general Padilla constituye una grave infracción al DIH, que prohíbe mandatos de tierra arrasada y guerra sin cuartel como los de Aracataca, además de involucrar a la población civil en el desarrollo de las hostilidades. Orden que puede convertir mañana en realidad la exageración de García Márquez sobre las miles de víctimas de la masacre de las bananeras. Con la pequeña diferencia que hoy existe la Corte Penal Internacional. Toda la razón le asistía a Don Miguel de Unamuno, cuando advertía, en medio de la guerra civil española, que “Es más fácil civilizar un militar que desmilitarizar un civil”. Seguramente por ello Doña Lina de Uribe, hace apenas un año, terminaba su entrevista con María Isabel Rueda en la revista Semana (Edición 1.259) diciendo: “Uribe es un personaje muy extraño. Uno de los más extraños que haya conocido en mi vida.”
Sin duda, un personaje incapaz de reconocer, como Manuel Marulanda, que no hay peor error que el horror de la guerra, pues tiende a ocultar con el manto de la impunidad los más atroces crímenes de lesa humanidad. Nuestro ignominioso presente es como un espejo donde se reflejan simultáneamente los protagonistas del terror, pero ellos son incapaces de reconocerse. Llevan tantos años apostando a la muerte, que todavía creen que pueden derrotar al enemigo en el campo de batalla. Las FARC han degradado la política a una estratagema criminal de secuestros y narcotráfico, en lugar de convertirla en una estrategia revolucionaria de orden social. Ambas partes, Uribe y Marulanda, le temen tanto a la vida y la paz, que no tienen el valor de apostarle a la política. Confían tan poco en la justeza de sus ideas y en la decencia de sus intereses que sólo creen en el “éxito militar”. No conciben la política sin las armas, sin una red de cooperantes remunerados o de alianzas tácitas y hasta explícitas con organizaciones criminales, en virtud de las cuales ganan las elecciones o impiden que otros las ganen. Y todo ello en nombre de la “seguridad democrática” y la defensa del Estado de derecho.
Mientras en la otra orilla de esta insólita “democracia”, las FARC y el ELN, secuestran en nombre de la libertad y asesinan bajo la coartada de la justicia social. Tal es el tiempo de tenebrosa oscuridad que estamos viviendo. La nación se está apagando, no por problemas de interconexión eléctrica, como ayer, sino por finas y sofisticadas redes de complicidad institucional con el crimen. De alguna forma, todos somos rehenes de un pasado criminal. Unos pocos, los más privilegiados, son espectadores jubilosos de este presente ignominioso, que acrecienta sus ganancias y lo reconocen en un comunicado de solidaridad incondicional con el pasado y el presente de Uribe, como el publicado por el Consejo Gremial Nacional. Entre tanto, la mayoría se resigna indolente a heredar un futuro de impunidad, pues apenas sobrevive antes de la hora del juicio final. Ya lo sentenciaba San Agustín en “La ciudad de Dios”: “Un gobierno sin justicia es un gran robo”, la peor de las ignominias.
[1] - Romero Mauricio, “Paramilitares y autodefensas 1982-2003”, p 211.Bogotá IEPRI, Editorial Planeta 2003.
[2] - Ibidem, p. 219
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