Por Germán Ayala Osorio, politólogo y profesor Asociado de la Universidad Autónoma de Occidente, Cali- Colombia
Con el afianzamiento de la globalización corporativa[1], Colombia entra en el más complejo estadio en el que sobresale la sempiterna incapacidad del Estado nacional de asegurar el monopolio de las armas, el control de sus fronteras internas y el cumplir, con probada legitimidad, la acción fiscalizadora (sistema de tributación).
El incumplimiento del ideal moderno de Estado-nación, tanto en el pasado como en el presente, generó -y genera- en la población colombiana y en las propias elites, la necesidad de mantener estrategias individuales y colectivas de supervivencia[2] por encima de la más urgente necesidad: consolidar un proyecto de nación seguro en la praxis y coherente y cohesivo en lo simbólico.
La historia política, económica y social colombiana da cuenta de eventos, hechos y acontecimientos de especial significado y recordación. Entre otros[3], la Violencia desatada el 9 de abril de 1948 con la muerte del caudillo Jorge Eliécer Gaitán Ayala y la posterior Violencia Política que, con algunas características especiales, jugó a convertirse en una verdadera ruptura histórica, pero que terminó en un episodio trágico tanto para las elites políticas que la orquestaron como para quienes participaron ciegamente de los enfrentamientos.
Pasados los crueles episodios de intolerancia partidista, el Frente Nacional significó el progresivo, pero lento debilitamiento de los partidos políticos, hoy convertidos, más que nunca, en carteles burocráticos y mensajeros del Gobierno de Uribe.
Sin embargo, Colombia no ha sufrido rupturas capaces de generar cambios sustanciales en las formas ‘aceptadas’ de hacer política, y en aquellas que tradicionalmente han impedido que la acción estatal alcance y le dé la legitimidad al establecimiento y al régimen político.
La sensación de estancamiento y de involución por la presencia otoñal de unas guerrillas[4] con la aparente falta de un proyecto político alimentó por décadas expresiones políticas propias de una democracia en construcción, de una nación fragmentada y de un Estado débil: altos índices de abstención en los eventos electorales, polarización política, clientelismo y empobrecimiento de la discusión pública de asuntos públicos, dada la efectiva mediación informativa-noticiosa de unos medios de comunicación articulados más a los intereses económicos corporativos, que a la función vigilante de la cosa pública y al noble propósito de generar una opinión pública crítica, deliberante y capaz de discernir con claridad sobre asuntos públicos estratégicos.
Ante un “permanente cambiar para que todo siga igual’, como máxima expresión de dicho estancamiento, los colombianos ven pasar su propia historia arropados en el dolor, la incertidumbre y las crisis que generan una guerra interna no declarada. De esas condiciones, quizás, se desprenda la reducida idea de paz que los colombianos tienen, únicamente concebida como el silenciamiento de los fusiles.
Los intentos por lograr la paz en esas condiciones, se exponen como fracasos, cuyas lecciones poco recogen quienes se aventuran en el diseño de nuevos caminos de entendimiento entre el Estado y las fuerzas insurgentes. Por ello, quizás las esperanzas de lograr esa paz por la vía del diálogo y la negociación hayan fortalecido la idea de que lo que necesita el país es un proceso de pacificación (quizás haya que decir paxificación, por aquello de la pax romana) que de una vez por todas elimine a quienes de tiempo atrás han confrontado el orden social establecido. Aquí hay que recordar a Rito Alejo del Río, el pacificador de Urabá, investigado y aún no castigado, por paramilitarismo.
Después del estruendoso fracaso de los diálogos de paz entre las FARC y el Gobierno de Pastrana (1998- 2002), los colombianos parecieron encontrar el líder político capaz de romper con un mal histórico que Daniel Pécaut señaló en su momento como “…la eterna compañía del Frente Nacional”[5].
Así, con la reelección inmediata de Álvaro Uribe Vélez (2006-2010), y la posibilidad de un tercer período[6], Colombia y los colombianos aspiran a que tardíamente se alcance el carácter y el tono del Estado-nación moderno, a partir de la derrota militar de las FARC. Por ese camino, y ante la insepulta presencia del bipartidismo, Uribe Vélez recupera y refunda la unicidad y el talante excluyente y cooptante del viejo Frente Nacional, sostenido ahora en una especie de capitalismo de camarilla[7] el cual blinda y blindará los futuros gobiernos.
Paralelo a la razonable aspiración nacional, el segundo período de Uribe Vélez y las administraciones por venir consolidarán la Ruptura Histórica[8] colombiana, apoyada, inicialmente, en el trabajo ideologizante de medios de comunicación, líderes de opinión, opinadores furtivos de Internet, con el denodado y definitivo apoyo de gremios económicos, militares, industriales y banqueros.
Los anteriores actores han hecho posible el que hoy asistamos a la primera etapa del proceso de consolidación de la Ruptura Histórica: la construcción del unanimismo ideológico, político y mediático, de evidente existencia en Colombia.
Las manifestaciones de dicha Ruptura Histórica[9] se darían, obligatoriamente, en torno a: 1. Escalamiento, profundización e internacionalización del conflicto armado interno, evidenciado, en primera instancia, con la intervención militar de Colombia en territorio ecuatoriano. 2. Aniquilamiento[10] de las FARC con la intervención directa e interesada de los norteamericanos. 3. Violación sistemática de los derechos humanos a críticos y simpatizantes de izquierda, así como a comunidades indígenas y campesinas 4. Medidas económicas articuladas a las lógicas y beneficios del capital transnacional, que sepultarán el concepto de soberanía 5. Cooptación masiva de líderes, intelectuales y de medios masivos con el propósito de generar forzosos consensos, apoyados en el pensamiento único colombiano.
Con el afianzamiento de la globalización corporativa[1], Colombia entra en el más complejo estadio en el que sobresale la sempiterna incapacidad del Estado nacional de asegurar el monopolio de las armas, el control de sus fronteras internas y el cumplir, con probada legitimidad, la acción fiscalizadora (sistema de tributación).
El incumplimiento del ideal moderno de Estado-nación, tanto en el pasado como en el presente, generó -y genera- en la población colombiana y en las propias elites, la necesidad de mantener estrategias individuales y colectivas de supervivencia[2] por encima de la más urgente necesidad: consolidar un proyecto de nación seguro en la praxis y coherente y cohesivo en lo simbólico.
La historia política, económica y social colombiana da cuenta de eventos, hechos y acontecimientos de especial significado y recordación. Entre otros[3], la Violencia desatada el 9 de abril de 1948 con la muerte del caudillo Jorge Eliécer Gaitán Ayala y la posterior Violencia Política que, con algunas características especiales, jugó a convertirse en una verdadera ruptura histórica, pero que terminó en un episodio trágico tanto para las elites políticas que la orquestaron como para quienes participaron ciegamente de los enfrentamientos.
Pasados los crueles episodios de intolerancia partidista, el Frente Nacional significó el progresivo, pero lento debilitamiento de los partidos políticos, hoy convertidos, más que nunca, en carteles burocráticos y mensajeros del Gobierno de Uribe.
Sin embargo, Colombia no ha sufrido rupturas capaces de generar cambios sustanciales en las formas ‘aceptadas’ de hacer política, y en aquellas que tradicionalmente han impedido que la acción estatal alcance y le dé la legitimidad al establecimiento y al régimen político.
La sensación de estancamiento y de involución por la presencia otoñal de unas guerrillas[4] con la aparente falta de un proyecto político alimentó por décadas expresiones políticas propias de una democracia en construcción, de una nación fragmentada y de un Estado débil: altos índices de abstención en los eventos electorales, polarización política, clientelismo y empobrecimiento de la discusión pública de asuntos públicos, dada la efectiva mediación informativa-noticiosa de unos medios de comunicación articulados más a los intereses económicos corporativos, que a la función vigilante de la cosa pública y al noble propósito de generar una opinión pública crítica, deliberante y capaz de discernir con claridad sobre asuntos públicos estratégicos.
Ante un “permanente cambiar para que todo siga igual’, como máxima expresión de dicho estancamiento, los colombianos ven pasar su propia historia arropados en el dolor, la incertidumbre y las crisis que generan una guerra interna no declarada. De esas condiciones, quizás, se desprenda la reducida idea de paz que los colombianos tienen, únicamente concebida como el silenciamiento de los fusiles.
Los intentos por lograr la paz en esas condiciones, se exponen como fracasos, cuyas lecciones poco recogen quienes se aventuran en el diseño de nuevos caminos de entendimiento entre el Estado y las fuerzas insurgentes. Por ello, quizás las esperanzas de lograr esa paz por la vía del diálogo y la negociación hayan fortalecido la idea de que lo que necesita el país es un proceso de pacificación (quizás haya que decir paxificación, por aquello de la pax romana) que de una vez por todas elimine a quienes de tiempo atrás han confrontado el orden social establecido. Aquí hay que recordar a Rito Alejo del Río, el pacificador de Urabá, investigado y aún no castigado, por paramilitarismo.
Después del estruendoso fracaso de los diálogos de paz entre las FARC y el Gobierno de Pastrana (1998- 2002), los colombianos parecieron encontrar el líder político capaz de romper con un mal histórico que Daniel Pécaut señaló en su momento como “…la eterna compañía del Frente Nacional”[5].
Así, con la reelección inmediata de Álvaro Uribe Vélez (2006-2010), y la posibilidad de un tercer período[6], Colombia y los colombianos aspiran a que tardíamente se alcance el carácter y el tono del Estado-nación moderno, a partir de la derrota militar de las FARC. Por ese camino, y ante la insepulta presencia del bipartidismo, Uribe Vélez recupera y refunda la unicidad y el talante excluyente y cooptante del viejo Frente Nacional, sostenido ahora en una especie de capitalismo de camarilla[7] el cual blinda y blindará los futuros gobiernos.
Paralelo a la razonable aspiración nacional, el segundo período de Uribe Vélez y las administraciones por venir consolidarán la Ruptura Histórica[8] colombiana, apoyada, inicialmente, en el trabajo ideologizante de medios de comunicación, líderes de opinión, opinadores furtivos de Internet, con el denodado y definitivo apoyo de gremios económicos, militares, industriales y banqueros.
Los anteriores actores han hecho posible el que hoy asistamos a la primera etapa del proceso de consolidación de la Ruptura Histórica: la construcción del unanimismo ideológico, político y mediático, de evidente existencia en Colombia.
Las manifestaciones de dicha Ruptura Histórica[9] se darían, obligatoriamente, en torno a: 1. Escalamiento, profundización e internacionalización del conflicto armado interno, evidenciado, en primera instancia, con la intervención militar de Colombia en territorio ecuatoriano. 2. Aniquilamiento[10] de las FARC con la intervención directa e interesada de los norteamericanos. 3. Violación sistemática de los derechos humanos a críticos y simpatizantes de izquierda, así como a comunidades indígenas y campesinas 4. Medidas económicas articuladas a las lógicas y beneficios del capital transnacional, que sepultarán el concepto de soberanía 5. Cooptación masiva de líderes, intelectuales y de medios masivos con el propósito de generar forzosos consensos, apoyados en el pensamiento único colombiano.
[1] La globalización corporativa hace referencia a las circunstancias en las que transnacionales y multinacionales copan amplios mercados, alcanzando, por esta vía, un inusitado poder político, que erosiona la ya menguada soberanía de los Estados-nación. El carácter corporativo hace referencia, específicamente, a que el sentido económico se impone sobre el sentido político, hecho que afecta las decisiones de instituciones que de forma primigenia se deben comportar políticamente.
[2] PÉCAUT, Daniel. Guerra contra la sociedad. Bogotá: Espasa, 2001. p. 110. El autor habla de estrategias individuales de sobrevivencia al hacer referencia al repliegue, por efectos de la violencia, de organizaciones populares, sindicatos y asociaciones campesinas…”
[3] La constituyente y la constitución del 91 constituyen, sin duda, un evento histórico clave, pero no alcanzan a convertirse en una Ruptura Histórica en tanto los efectos de su apropiación obedecen a acciones específicas a partir de garantías constitucionales (Acción de Tutela, por ejemplo) y no a una acción colectiva que asegure la refundación del Estado y de las prácticas sociales, políticas, económicas y culturales propuestas desde el mismo documento constitucional.
[4] Habría que examinar con precisión qué de su proyecto político las FARC han logrado poner en marcha en zonas en las que tradicionalmente han ejercido el poder. Lo que se pueda comprender de su proyecto político se desdibuja no sólo por actividades asociadas al tráfico de estupefacientes, las acciones terroristas a las que apelan, sino por la acción informativa y propagandística del Estado.
[5] Op cit. PÉCAUT, Daniel. p. 107.
[6] De no darse la hecatombe que garantice -y obligue- la continuidad de Uribe Vélez, los empresarios, militares e industriales y la opinión pública que hacen parte del pensamiento único colombiano, exigirán que se mantengan las políticas económicas y de seguridad aplicadas, lo que cierra el abanico de candidatos con posibilidades de suceder a Uribe, a quienes públicamente acepten el ideario político que en torno a él se viene construyendo, y con el cual se sostiene el pensamiento único colombiano.
[7] MONCAYO JIMÉNEZ, Edgardo. La insidiosa paradoja de la democracia política sin desarrollo económico redistributivo. EN: La reforma política del Estado en Colombia: una salida integral a la crisis. Bogotá: Cerec-Fescol, 2005. pp. 178- 179). En algunos apartes, se señala que “según Krueger (2002) en este tipo de capitalismo los políticos que detentan el poder y determinados grupos de empresarios y representantes de los poderes fácticos se reconocen en sus intereses comunes y, por tanto, conciertan y actúan como compinches. El capitalismo de camarilla puede ser productor de algún crecimiento, pero débil y, necesariamente, inequitativo, y generar reglas e instituciones, pero excluyentes para vastos sectores de la economía y la sociedad.”
[8] Se entenderá como Ruptura Histórica el cúmulo de eventos, estrategias, acontecimientos y hechos que de manera evidente y práctica generan, hacen pensar y construyen escenarios de realización y acción política de especial aceptación social. Una Ruptura Histórica se expresa como correlato de unos consensos políticos, sociales, culturales y económicos capaces de generar sensaciones y una opinión pública nacional que no sólo ratifica y expone unos eternos obstáculos que han impedido la consolidación de la nación, sino que es capaz de señalar como enemigos naturales a quienes, por fuera de los consensos, llaman la atención sobre la necesaria existencia de los disensos. Una Ruptura Histórica se sostiene en forzosos consensos mediáticos aglutinados en una artificiosa opinión pública.
[9] En el plano externo, los proyectos socialistas de Venezuela y Ecuador son concebidos como verdaderas amenazas para la seguridad regional y la propia de Colombia. Las simpatías políticas que guardan los proyectos bolivarianos de Chávez y el de las FARC ejercen fuertes presiones en la derecha colombiana, que no escatima oportunidad para advertir lo peligroso que puede ser permitir en Colombia el ascenso de la izquierda (sinónimo de guerrilla, para la inmensa mayoría de colombianos), así como la intervención política, económica y militar del régimen chavista en próximos eventos electorales, especialmente en los de 2010.
[10] DELGADO, Álvaro. Insurgencia para rato, señores. Boletín Actualidad Colombiana, edición 472, mayo 16- 31 de mayo de 2008. Bogotá: CINEP, ILSA Y PLANETA PAZ. Gilberto Vieira, importante intelectual y dirigente comunista del siglo XX, dijo en su momento, que “mientras exista ese poder que hace operativa la guerra sucia, el movimiento insurgente se justifica y se va a desarrollar más. Ese movimiento insurgente no desaparecerá si se sigue negando la posibilidad de un acuerdo político que supere el mecanismo de la guerra sucia y los problemas históricos y presentes de la realidad política, social y económica de Colombia. Si no se logra imponer el fin de la guerra sucia, que incluye la depuración del Estado de los elementos que han apoyado un régimen excluyente y autoritario extensivo a las propias fuerzas armadas, no se dará punto final al horror que padece el pueblo colombiano desde hace muchas décadas, y no se va a poder solucionar el problema del conflicto armado”.
2 comentarios:
Hola Germán:
¡Buen día!
Gracias por el artículo. Me pareció interesante.
Luis F.
Por: Maria Elisa Rojas M y Juan Manuel Naranjo B
Estudiantes de la Universidad Autonoma de Occidente
La situación de los medios de comunicación en Colombia, y en sí en todo el mundo, es algo preocupante; y todo se viene dando por un fenómeno que no es nuevo, la intervención estatal dentro de los medios, es algo que se ha dado a lo largo de la historia, y ha tenido una repercusión grave, por que como bien lo dice Ayala en su articulo, lo que queda escrito es lo que realmente hace la historia, por eso, a nuestro parecer se trata de un tema que merece gran atención debido a las repercusiones que el mismo tiene en un futuro.
Pero con respecto a lo que él propone acerca de que la solución a este problema es algo que depende en gran medida de la academia, no estamos de acuerdo, dado que por más que las facultades de Comunicación estructuren sus programas de acuerdo a una serie de valores, que supuestamente forman periodistas idóneos capaces de enfrentarse a dicha manipulación, no podrán cambiar la forma en que el profesional se enfrentará al campo, un campo que de por sí, se enfrentará por siempre al problema de la manipulación por parte del estado.
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