Por Germán
Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
En el documento Informe Conjunto de la
Mesa de Conversaciones[1]
no se habla de la entrega o la disposición de curules para las Farc, a pesar de
que hay acuerdos generales en el tema de participación política. Se plantean,
eso sí, la creación de Circunscripciones Transitorias Especiales de Paz de la
Cámara de Representantes para campesinos, mujeres, sectores sociales y víctimas
del conflicto armado interno.
Los temas sobre los cuales parece haber
consenso entre las partes que dialogan en La Habana son la ampliación y la
profundización de la democracia, a través de garantizar la pluralidad política
e ideológica, en una sociedad tradicionalmente conservadora y en mucho
sectores, goda. También se habla de garantías para la oposición y de la
consolidación, por fin, de un Estatuto para la Oposición. Incluso, se propone en dicho documento la
creación del Sistema Integral de Seguridad para el Ejercicio de la Política. De
igual manera, en el documento está consignada la necesidad de crear el Consejo
Nacional para la Reconciliación y la Convivencia y un Tribunal Nacional de
Garantías Electorales. Visto así,
pareciera que se trata de crear nuevas instituciones, lo que supone de
inmediato la creación de burocracia.
Pero el asunto va más allá de crear
instituciones. De lo que se trata es de avanzar hacia la transformación
cultural del país. Y ello pasa por modificar sustancialmente las costumbres
políticas, garantizar el control ciudadano de lo público, el ejercicio de una
ética de máximos y no de mínimos como sucede hoy en Colombia. Proscribir el
ethos mafioso que se ha entronizado en el Estado y en la sociedad. También es
urgente fortalecer movimientos sociales que, con vocación política, puedan
llegar al Estado y representar los intereses de sectores tradicionalmente
invisibilizados. De igual manera, se necesita que haya pluralidad informativa,
y para ello hay que modificar la estructura de la propiedad de los medios
masivos y garantizar la viabilidad económica de medios alternativos y
comunitarios. Son, pues, muchos los elementos, factores y circunstancias que
deben cambiar, de cara a profundizar la democracia colombiana. Debemos pasar de
una débil democracia electoral, a una democracia económica, política y social
con niveles óptimos de vida democrática, en condiciones de dignidad para los
ciudadanos.
No podemos desconocer que la entrega de
curules para las Farc es un tema delicado y álgido para una sociedad polarizada
y de sectores de poder económico, político, militar y mediático que ven como un
premio inmerecido la entrega de curules[2]
a quienes han violado los derechos humanos. Pero más allá de este asunto, lo
que debe discutirse es una modificación sustancial de los modelos de Estado y el propio modelo de desarrollo. Sobre la posibilidad de que al movimiento político[3]
que recoja las banderas políticas de las Farc se le otorguen de manera directa
unas curules, en el documento se lee: “En
lo que respecta a las garantías específicas para el nuevo movimiento que surja
del tránsito de las FARC-EP a la
actividad política legal, hemos acordado discutir este tema como parte del
punto 3 de la Agenda del Acuerdo General, Fin del Conflicto[4]”.
Que las Farc hagan política, más allá
de las circunstancias y de los hechos jurídico-políticos previamente definidos
en el Marco Jurídico para la Paz y los que se logren consensuar a través de los
mecanismos de justicia transicional, demandará una verdadera revolución
cultural en el pueblo colombiano, en especial en aquellos sectores que aún
desconocen las condiciones en las que se dio el levantamiento armado y en
aquellos ciudadanos que se resisten a examinar, con juicio, la legitimidad de
un Estado débil, violento y excluyente como el que hemos construido todos los
colombianos, bien por acción o por omisión; de igual manera, el esfuerzo
cultural va dirigido hacia aquellos que aún desestiman los problemas que
ofrece tener una sociedad desordenada, indisciplinada y con graves dificultades
en lo que alude a procesos de socialización.
Por lo anterior, firmar la paz con las
Farc demandará no sólo grandes esfuerzos sociales, políticos, económicos e
institucionales, sino culturales, con efectos claros en la forma como opera -y
debería operar- la institucionalidad democrática, en un régimen democrático
históricamente débil, excluyente y violento.
A lo anterior hay que sumar la
posibilidad de que las curules de la UP sean asignadas de manera directa a un
grupo de ex combatientes de las Farc, en el contexto de un tratado de paz
firmado y validado jurídica y políticamente. Sobre este asunto, hay que señalar
que el sometimiento a la voluntad popular suele entenderse como una condición
democrática que nadie puede eludir, cuando decide someter a las urnas su
nombre, una propuesta de gobierno o la aspiración a un cargo de elección
popular.
Si lo propuesto está fincado en la
necesidad de resarcir el nombre de quienes fueron asesinados por el Estado, en
contubernio con fuerzas narco paramilitares, en lo que sin duda configuró un
execrable genocidio, estaríamos ante una legítima acción de perdón por parte
del Estado, que podría tener efectos sociales y políticos en los imaginarios
que tienen los colombianos alrededor de lo que es la democracia y en las formas
como ésta debe operar.
¿Por cuánto tiempo estarían asignadas
las curules? ¿Cuatro años o más serán suficientes para que los congresistas
farianos demuestren no sólo capacidad para legislar en pro de un mejor país,
sino un fuerte compromiso ético-político diferenciado, eso sí, de las prácticas
corruptas y de los intereses de una clase política tradicional que de tiempo
atrás convirtió al Congreso en un apéndice de los grandes conglomerados
económicos que se benefician de la actividad legislativa?
La propuesta ya genera preocupación e
indignación en las élites tradicionales, en sectores del pueblo colombiano y en
sectores políticos de una derecha que vería como un peligro que a las minorías
de izquierda que hoy hacen presencia en el Congreso, se sume el trabajo
legislativo de unos ex guerrilleros beneficiados por una enrarecida justicia
transicional y por la negación transitoria del poder del voto popular. Y crecen
las prevenciones y los miedos en el momento en que dichos ex guerrilleros y
ahora congresistas puedan en el mediano plazo hacer un legítimo y necesario
contrapeso a las decisiones interesadas de un Congreso que viene de tiempo
atrás legislando para favorecer a sectores privilegiados con capacidad para
hacer lobby ante los legisladores, en desmedro de
los derechos de grandes mayorías.
El reto para los ‘nuevos’ congresistas
farianos estaría en actuar para cambiar el rumbo de un país sometido a la
voluntad de una clase política y empresarial mezquina, que insiste en continuar
con la concentración de la riqueza en pocas manos y de beneficiar a empresas
nacionales y multinacionales que continúan saqueando las riquezas que ofrece
una biodiversidad mal administrada por parte del Estado.
Quienes defienden con fuerza esa
circunstancia de la democracia que indica que toda propuesta política de poder
debe pasar por la voluntad popular y definirse en las urnas, suelen olvidar que
en Colombia el clientelismo es una institución social y política arraigada en
la cultura, que le resta legitimidad a los procedimientos democráticos.
Cuando los congresistas de las Farc
vean venir el fin de la medida excepcional que les daría las curules de manera
directa, deberán abstenerse de apelar a las prácticas clientelistas que de
tiempo atrás vienen usando la mayoría de los congresistas para llegar al
Congreso y perpetuar su poder en dicha corporación. No existe hoy indicio
cultural alguno que haga pensar que ese comportamiento no se daría en los ex
guerrilleros, pero desde ya hay que instarlos para que no caigan en dicha práctica,
si el escenario de participación política se da tal y como se dice que sucederá
inexorablemente.
Así las cosas, el problema no estaría
exclusivamente en hacer modificaciones a la institucionalidad democrática, sino
en modificar sustancialmente la cultura, elemento que parece que poco se
discute en La Habana y muchos menos, hace parte de los debates públicos y
privados en Colombia.
La debilidad de la democracia, la
precariedad del Estado, la fuerza de la violencia política, la corrupción, el
clientelismo y en general las prácticas cotidianas en amplios sectores sociales
de este país tienen un profundo arraigo cultural que hace que los cambios
institucionales excepcionales y transitorios que hoy exigen las Farc, resulten
inocuos sino entendemos que Colombia, como país y como nación, deberá hacer
ingentes esfuerzos para modificar sustancialmente las prácticas, cambiar los
referentes y los valores culturales sobre los cuales se ha legitimado tanto la
violencia ejercida por las Farc durante más de 50 años, como la que ejercen de
tiempo atrás, contra las grandes mayorías, quienes han cooptado el Estado y
los partidos políticos para profundizar los privilegios de una clase
dominante.
Bienvenidas todas las propuestas que se
expongan para poner fin al conflicto armado interno y lograr, por ese camino,
la desmovilización y la dejación de armas por parte de las Farc, pero primero
deberíamos empezar por aceptar la nociva fuerza que ha ejercido la cultura
dominante sobre amplios sectores sociales del país. Creo que un paso clave para
alcanzar la paz y para lograr el cambio cultural que Colombia necesita está en
que tanto la clase dirigente y política, como los líderes de las Farc,
reconozcan sus delitos, errores y crímenes. Estaríamos ante un buen punto
de partida de cara a consolidar los cambios culturales que demanda la
reconstrucción de este país. Es claro que tanto las Farc, como los miembros del
equipo de negociación del Gobierno, exhiben aún en la mesa de diálogo una
fuerte arrogancia que hace pensar en que no será fácil llegar a un acuerdo que
deje contento a las partes y que no termine por profundizar la debilidad del
Estado y en general, del orden social y político que hoy opera en Colombia.
Elementos para el cambio cultural
El respeto a la vida es un factor de
cambio cultural que debe ser exigido por todos los que participan en las
negociaciones de La Habana, como entre quienes seguimos en la distancia los
diálogos de paz. Eso pasa por exigirle al Estado que guarde para sí el
monopolio de las armas y por ese camino, se haga responsable de la vida y de la
honra de sus asociados. Hacer el tránsito de un Estado premoderno, a uno
moderno es una condición definitiva para que la revolución cultural inicie en
un contexto propicio.
Mientras ello sucede, los colombianos
debemos modificar culturalmente nuestros referentes de justicia, eliminando el
imaginario individual de que ante la debilidad de la justicia, bienvenida la
venganza a través de la contratación de sicarios que la hagan efectiva.
De igual manera, en el marco del
respeto al Otro, debemos modificar sustancialmente las formas como venimos
representándonos la mujer y lo femenino. El machismo y la cultura dominante no
pueden insistir en un discurso publicitario que promueve un tipo de mujer que
se somete a la voluntad del hombre y que actúa según lo que el machismo y la
cultura conservadora le proponen, es decir, una mujer que sólo sirve para
cocinar, atender al marido y tener hijos. La violencia, física y simbólica,
contra las mujeres debe cesar, lo que nos pone ante un reto mayúsculo: estamos
ante el reto de de-construir la dañina, enferma y perversa masculinidad que hoy
impera en el país.
Y por ese camino de respetar a los
demás, necesitamos proscribir los señalamientos que ciertos exponentes de la
cultura dominante (conservadora y violenta), como el Procurador General de la
Nación, Alejandro Ordóñez Maldonado, vienen haciendo contra la comunidad LGTBI
y contra aquellas mujeres, que siguiendo su conciencia y su ética, y de acuerdo
con el marco jurídico, deciden abortar. Es decir, la planteada revolución
cultural debe hacer posible que en este país nos reconozcamos en la diferencia,
para desde allí, aceptar que en esa diversidad de formas de pensar y de
cosmovisiones hay una inmensa riqueza y un fuerte principio con el cual podemos
edificar una verdadera democracia.
Con todo lo anterior, el asunto de
consolidar la paz a través de la desmovilización, la dejación de armas y la
participación política de las guerrillas, no pasa exclusivamente por la
aprobación de medidas excepcionales en la institucionalidad democrática, para
hacer posible la reinserción de los guerrilleros. Necesitamos una revolución
cultural de la que aún no son conscientes ni las Farc, ni los negociadores del
Gobierno, y menos aún, la Iglesia Católica, el Procurador Ordóñez, el grueso de
la población colombiana y otros
poderosos exponentes de la cultura dominante.
Imagen tomada de EL TIEMPO.com
[1] Firmado en La Habana en enero de
2014, por el Gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia- Ejército del Pueblo, Farc-EP.
[2]
Apartes de este documento fueron publicados en la revista Contextos de la
Universidad Santiago de Cali, USC, bajo el título Cambio cultural y las curules
de las Farc. Vol 2, Nro 7, 2013.
[3] Las
Farc lanzaron en la clandestinidad el Movimiento Bolivariano para la Nueva
Colombia.
[4]
Documento Informe Conjunto de la Mesa de Negociaciones, p. 18.
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