Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Mientras
avanzan las conversaciones de paz en La Habana y la ultraderecha, representada
en el Congreso por el Centro Democrático, se dispone a ponerle obstáculos a los
proyectos de ley que darán vida a escenarios de posconflicto, bien vale pena
discutir sobre el tipo de paz que podemos construir en un país que no sólo
deviene polarizado, sino que exhibe problemas de articulación y definición
alrededor de unas ideas consensuadas que den vida y sentido a un proyecto de
Nación que recoja nuestras diferencias, así como las ideas comunes.
Sobre
esa circunstancia de ser un país de regiones, el centralismo bogotano y las
élites regionales que funcionan como espejos de la élite bogotana, han
perpetuado un Estado que sólo funciona en ciertos territorios y para ciertas
unidades administrativas y específicas comunidades.
Es
claro, en esa perspectiva, que la descentralización administrativa no ha
funcionado. Es inoperante porque el centralismo bogotano es una vieja y oxidada
bisagra que bien vale la pena remplazar. ¿Por qué no pensar en un modelo
federal? A lo mejor al dar la discusión nos encontramos con la sorpresa de que
poco o nada hay en común entre regiones, comunidades y grupos étnicos, lo que
nos podría llevar a una secesión sin que ello implique una confrontación armada
y nos lleve a un peor escenario. No se trata de eso. Simplemente, hay que explorar
caminos de reconocimiento de la Nación y
de profundización del Estado como orden político y social, aceptando que en
muchos lugares del territorio el Estado simplemente no existe, no llega o
simplemente es inoperante y generador de violencia y problemas.
En
las discusiones en La Habana debería de asumirse la discusión alrededor de la
posibilidad de implementar en Colombia un régimen federal, pero no el modelo
del siglo XIX, que dé real autonomía a estados regionales (o regiones
autónomas) y coadyuve decididamente a golpear el anacrónico y dañino
centralismo bogotano. Un centralismo que concentra la voz de mando, el poder y
la corrupción, que deviene en Colombia, como el clientelismo, con un carácter institucional
que los hace ya parte de la cultura y del devenir del país.
Así
entonces, qué tipo de paz y de posconflicto podemos diseñar en un país que
sigue siendo manejado por una élite bogotana que no sólo desconoce las
particularidades regionales, sino que insiste
en reproducir una cultura dominante apegada a valores y principios
premodernos, fincados en el poder de la Iglesia Católica, y en el que
históricamente vienen ejerciendo gamonales y líderes políticos que actúan más
como nuevos señores feudales, con poder económico y político, y lo más grave,
con poder militar, en el sentido en que tienen acceso a ejércitos privados que se sirven, de muchas maneras, de la
cooptación mafiosa de sectores de la Fuerza Pública.
Pero
además de la revisión del modelo político-administrativo, lo que el país
necesita es un profundo cambio cultural. Hay que superar las atávicas prácticas
culturales con las que se suelen desconocer procedimientos reglados, en el
manejo de los recursos del Estado. La informalidad con la que muchos alcaldes y
gobernadores manejan los recursos públicos y establecen relaciones entre el
Estado y las comunidades, suele abrir las ventanas para un tipo de corrupción,
aupada y legitimada por la cultura local. Eso es perverso.
No
puede haber modelos discrecionales[1]
de Estado. El Estado debe ser uno solo en su concepción de servicio y
agenciamiento de lo público[2],
así existan prácticas culturales, ancestrales o no, que hagan posible que la
noción de Estado y el funcionamiento del mismo estén sujetos a cosmovisiones y
ethos particulares asociados a maneras informales y subjetivas de entender la
función pública.
El
cambio cultural deviene generalizado. Es decir, las élites deben transformarse
culturalmente. Sus precarias visiones de Estado y de Nación han coadyuvado en
gran medida a consolidar el desorden, la indisciplina, la pobreza cultural, la
displicencia, la corrupción y ese ethos mafioso con el que solemos hacer
transacciones y con el que construimos las relaciones entre el Estado y la
sociedad.
Así
entonces, poner fin al conflicto armado interno resulta clave para avanzar
hacia la posguerra, pero no tanto para llegar al posconflicto si al tiempo no
aceptamos que culturalmente no sólo somos distintos por el asunto de las
regiones, sino que hemos entronizado la idea de una paz armada con la que
solemos actuar en el ámbito de lo público. Es decir, esa paz que nos da la
confianza y el poder para caminar armados, con el discurso y con armas de fuego
y ‘blancas’, con el propósito claro de violentar al que piensa distinto, al que
es diferente. Baste recordar que bajo la inconveniente dicotomía Amigo-Enemigo
se ‘gobernó’ al país entre 2002 y 2010.
En
las relaciones Estado-Mercado-Sociedad hay que esculcar muy bien los conflictos
y los problemas que hoy padecen los colombianos. No hacerlo nos llevará, muy
seguramente, a alcanzar escenarios de paz armada, pero no reales escenarios de
posconflicto en donde aprendamos a vivir y a respetarnos en la diferencia bajo
la sombra de un Estado que sea realmente un referente de orden social,
político, económico, pero sobre todo, cultural. Ese es el reto.
Mientras
avanzan los diálogos de paz en Cuba y las guerrillas de las Farc y el ELN
continúan agrediendo valiosos ecosistemas naturales y la propia vida de pueblos
que el centralismo bogotano apenas reconoce, concentrémonos en modificar esas
conductas que aún nos hacen premodernos. Por ejemplo, cambiemos la mirada que
tenemos sobre lo femenino, sobre la mujer. Muy seguramente si logramos
modificar la enfermiza y violenta masculinidad que exhibimos como sociedad
machista, daremos pasos firmes hacia una mejor Nación.
Imagen tomada de internet de Lachachara.org
[2] Y esto, para el caso de que se
implemente el régimen federal. No hay contradicción entre una idea única de
Estado y la coexistencia de estados federados. Se requieren consensos alrededor
de la función pública. El Estado, como imperio de la ley, pero también como
garante de una vida digna para todos sus asociados.
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