miércoles, 16 de julio de 2014

EL ABANDONO DEL CHOCÓ Y DEL PACÍFICO: UN ASUNTO DE ANIMOSIDAD ÉTNICA


Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo


El abandono del Chocó (sic) es el titular de un editorial del diario EL ESPECTADOR del 15 de julio de 2014. No se trata de una nueva constatación. El medio impreso tan solo se sirve de la historia para confirmar lo que ya el país conoce y que parece no dispuesto a cambiar: el abandono no sólo del Chocó, sino del Pacífico colombiano.

Y así lo expresa: “ya es un lugar común hablar del territorio del Chocó como uno ampliamente abandonado por Colombia entera, como uno dejado a la deriva por el establecimiento todo: siempre se hace referencia a él en unos términos por demás categóricos e invariables: “territorio alejado”, “la periferia”, “abandonado por el Estado”... Tan así son las cosas que esas etiquetas parecen haber vuelto infinitamente lineal su situación, perpetuándola de esta forma en el tiempo: ha permanecido así, al parecer, desde siempre, como si las palabras que usamos para describirlo nos hubieran condenado a vivirlo en un estado de no retorno: nada se hace. Solo está ahí y ya[1]

Los ‘expertos’ hablarán de razones estructurales: no hay vías de penetración, es una zona inhóspita, alejada de los centros urbanos de desarrollo, en especial de la Capital. Los actores armados y las cruentas dinámicas del conflicto armado interno desarrolladas allí no permiten pensar en grandes inversiones. Otros aducen razones culturales asociadas a las prácticas culturales de indígenas y afrocolombianos que sobreviven allí bajo el relativo amparo de la propiedad colectiva.

Pero la verdad es que detrás del histórico abandono estatal de la zona del Pacífico, incluyendo por supuesto el Chocó, se advierte una suerte de animadversión étnica de una cultura ‘blanca’ y mestiza, hacia los afrocolombianos e indígenas.

El no hacer nada por el desarrollo sostenible del Pacífico, responde a una animosidad que despiertan los negros y los indígenas en funcionarios públicos con capacidad decisional alrededor de las formas como el Estado debería de hacer presencia en el territorio del Choco Biogeográfico. La ojeriza o la inquina hacia las comunidades asentadas allí se oculta, claro está, en el amor coyuntural que despiertan en millones de colombianos los deportistas negros que triunfan globalmente en disciplinas como el atletismo y el fútbol, entre otros.

Allí aparecen admiradores furtivos que aparentan reconocimiento, al tiempo que miran con desdén los territorios y la misma propiedad colectiva que da sentido a cientos de miles de afrocolombianos que viven en esteros, ríos y en las marañas de la manigua que aún cubre la extensa zona del Pacífico.

Esa no reconocida animosidad hacia lo afro y lo indígena se sostiene en anacrónicos sentimientos de una esclavitud deseada en el inconsciente de muchos que se erigen como verdaderos patrones neofeudales, que miran con desprecio la cultura de no acumulación de los afrocolombianos y de las comunidades indígenas.

Eso sí, nadie va a reconocer que lo planteado aquí tiene algún asidero. Por supuesto que no. Pero es una tesis sugestiva y provocativa que se sostiene en la observación de un abandono histórico, que busca, junto con las acciones violentas de los actores armados y de diversas empresas nacionales y multinacionales allí asentadas para explotar recursos como la madera y el oro, entre otros, obligar a negros e indígenas a que abandonen sus territorios colectivos y llegar, en calidad de desplazados o de migrantes por razones económicas y socio ambientales, a ciudades como Cali, Pereira y Medellín, para continuar soportando la inquina y la malquerencia de una sociedad y de una cultura dominante que aún habla de ‘blancos’, desconociendo de esta forma los procesos de mestizaje dados en Colombia.

Llegan a esos centros urbanos para seguir siendo violentados, pero esta vez  por la industria cultural a través de los discursos noticioso y publicitarios, con los que los estigmatizan y/o los invisibilizan como ciudadanos y sujetos de derecho.

El abandono del Chocó y del Pacífico, como bien lo reconoce el citado editorial, se explica, junto a la tesis de la animadversión étnica no declarada, a la precariedad de un Estado que funciona con los criterios que produce esa animosidad. Es decir, el Estado no debe, no puede hacer presencia en rigor de la función pública, en zonas en donde vivan negros e indígenas. Y esto se comprueba en lugares urbanos con mayoría de población afrocolombiana. Para citar apenas el ejemplo del Oriente de Cali o el llamado Distrito de Aguablanca, en donde el Estado local poco se esmera para construir espacios amenos desde una perspectiva ambiental y del ornato. Esa es una clara muestra de animosidad.


Termina el editorial de EL ESPECTADOR con la esperanza de un cambio que muy seguramente no llegará: “Ya ha llegado la hora de que cese la indiferencia y que el Estado se ponga los pantalones en este asunto. Mucho más allá de la seguridad armada (que al parecer se hace necesaria), lo que hay que llevar a este prominente territorio del Pacífico colombiano es el Estado Social de Derecho, esa fórmula que en el papel tuvo cabida en Colombia hace 23 años y que allá no llegó nunca”[2].

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