EL ABANDONO DEL CHOCÓ Y DEL PACÍFICO:
UN ASUNTO DE ANIMOSIDAD ÉTNICA
Por
Germán Ayala Osorio, comunicador social
y politólogo
El abandono del Chocó (sic) es el titular de un editorial del diario EL
ESPECTADOR del 15 de julio de 2014. No se trata de una nueva constatación. El
medio impreso tan solo se sirve de la historia para confirmar lo que ya el país
conoce y que parece no dispuesto a cambiar: el abandono no sólo del Chocó, sino
del Pacífico colombiano.
Y
así lo expresa: “ya es un lugar común hablar del territorio
del Chocó como uno ampliamente abandonado por Colombia entera, como uno dejado
a la deriva por el establecimiento todo: siempre se hace referencia a él en
unos términos por demás categóricos e invariables: “territorio alejado”, “la
periferia”, “abandonado por el Estado”... Tan así son las cosas que esas
etiquetas parecen haber vuelto infinitamente lineal su situación, perpetuándola
de esta forma en el tiempo: ha permanecido así, al parecer, desde siempre, como
si las palabras que usamos para describirlo nos hubieran condenado a vivirlo en
un estado de no retorno: nada se hace. Solo está ahí y ya[1]”
Los
‘expertos’ hablarán de razones estructurales: no hay vías de penetración, es
una zona inhóspita, alejada de los centros urbanos de desarrollo, en especial
de la Capital. Los actores armados y las cruentas dinámicas del conflicto
armado interno desarrolladas allí no permiten pensar en grandes inversiones. Otros
aducen razones culturales asociadas a las prácticas culturales de indígenas y
afrocolombianos que sobreviven allí bajo el relativo amparo de la propiedad
colectiva.
Pero
la verdad es que detrás del histórico abandono estatal de la zona del Pacífico,
incluyendo por supuesto el Chocó, se advierte una suerte de animadversión
étnica de una cultura ‘blanca’ y mestiza, hacia los afrocolombianos e
indígenas.
El
no hacer nada por el desarrollo sostenible del Pacífico, responde a una
animosidad que despiertan los negros y los indígenas en funcionarios públicos
con capacidad decisional alrededor de las formas como el Estado debería de
hacer presencia en el territorio del Choco Biogeográfico. La ojeriza o la
inquina hacia las comunidades asentadas allí se oculta, claro está, en el amor
coyuntural que despiertan en millones de colombianos los deportistas negros que
triunfan globalmente en disciplinas como el atletismo y el fútbol, entre otros.
Allí
aparecen admiradores furtivos que aparentan reconocimiento, al tiempo que miran
con desdén los territorios y la misma propiedad colectiva que da sentido a
cientos de miles de afrocolombianos que viven en esteros, ríos y en las marañas
de la manigua que aún cubre la extensa zona del Pacífico.
Esa
no reconocida animosidad hacia lo afro y lo indígena se sostiene en anacrónicos
sentimientos de una esclavitud deseada en el inconsciente de muchos que se
erigen como verdaderos patrones neofeudales, que miran con desprecio la cultura
de no acumulación de los afrocolombianos y de las comunidades indígenas.
Eso
sí, nadie va a reconocer que lo planteado aquí tiene algún asidero. Por
supuesto que no. Pero es una tesis sugestiva y provocativa que se sostiene en
la observación de un abandono histórico, que busca, junto con las acciones
violentas de los actores armados y de diversas empresas nacionales y multinacionales
allí asentadas para explotar recursos como la madera y el oro, entre otros,
obligar a negros e indígenas a que abandonen sus territorios colectivos y
llegar, en calidad de desplazados o de migrantes por razones económicas y socio
ambientales, a ciudades como Cali, Pereira y Medellín, para continuar
soportando la inquina y la malquerencia de una sociedad y de una cultura
dominante que aún habla de ‘blancos’, desconociendo de esta forma los procesos
de mestizaje dados en Colombia.
Llegan
a esos centros urbanos para seguir siendo violentados, pero esta vez por la industria cultural a través de los
discursos noticioso y publicitarios, con los que los estigmatizan y/o los
invisibilizan como ciudadanos y sujetos de derecho.
El
abandono del Chocó y del Pacífico, como bien lo reconoce el citado editorial,
se explica, junto a la tesis de la animadversión étnica no declarada, a la
precariedad de un Estado que funciona con los criterios que produce esa
animosidad. Es decir, el Estado no debe, no puede hacer presencia en rigor de
la función pública, en zonas en donde vivan negros e indígenas. Y esto se
comprueba en lugares urbanos con mayoría de población afrocolombiana. Para
citar apenas el ejemplo del Oriente de Cali o el llamado Distrito de
Aguablanca, en donde el Estado local poco se esmera para construir espacios
amenos desde una perspectiva ambiental y del ornato. Esa es una clara muestra
de animosidad.
Termina el editorial de EL ESPECTADOR con la
esperanza de un cambio que muy seguramente no llegará: “Ya ha llegado la hora de
que cese la indiferencia y que el Estado se ponga los pantalones en este
asunto. Mucho más allá de la seguridad armada (que al parecer se hace
necesaria), lo que hay que llevar a este prominente territorio del Pacífico
colombiano es el Estado Social de Derecho, esa fórmula que en el papel tuvo
cabida en Colombia hace 23 años y que allá no llegó nunca”[2].
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