Sotanas, crucifijos
y la bota militar deben, y por seguridad, estar confinadas en abadías y
cuarteles, en un eterno invierno[1].
Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Para nadie es un secreto que los
diálogos de paz que adelantan las Farc y el Gobierno de Santos en La Habana,
cuenta con poderosos detractores y enemigos, atentos siempre a restarle
legitimidad y aupar a una prensa irresponsable para que apunta de tratamientos
noticiosos espectaculares, dicho proceso se rompa.
Que el proceso de paz tenga
enemigos en sectores de derecha y de la ultraderecha resulta, digamos, “normal”.
Y también dentro de sectores sociales que jamás han entendido el porqué del
conflicto. En especial grupos sociales con una baja cultura política y que
resultan proclives a dejarse manipular y entretener por la información
noticiosa de una prensa que suele defender, sin mayores reflexiones, el régimen
de poder que los acoge y los controla. Bien lo expresaba Vargas Llosa cuando
decía que el vacío dejado por la crítica fue tomado por la publicidad y el
periodismo de farándula Eso sí, es menos “normal”, pero perfectamente posible
que co existan, dentro de las propias Farc, frentes de guerra que parecen no
obedecer a la cúpula instalada en Cuba. Ello bien podría explicar los recientes
y demenciales ataques contra ecosistemas naturales, afectados con el derrame de
petróleo.
Esos frentes, en especial los
involucrados de manera directa con el negocio del narcotráfico, pueden obedecer
y responder ya no a la dinámica de la estructura fariana desde el Secretariado,
sino a una dinámica de micro organizaciones articuladas a las redes del crimen
organizado. No obstante, esos frentes y las micro organizaciones criminales con
las cuales tienen fuertes vínculos, se presentan todavía como parte de las Farc debido al terror, al miedo y a la presión
que esta denominación tiene aún sobre muchas comunidades que de tiempo atrás
sobreviven bajo la influencia de dicho actor armado.
Los frentes farianos que no están
con la finalización del conflicto asumen dichas acciones no sólo por rechazo
ante una dirigencia que cómodamente vive hoy en La Habana, sino por miedo y
desconfianza frente a un siempre incierto proceso de desmovilización y de reinserción,
justamente a una vida civil que los expulsó y que no les brindó oportunidades.
Por eso optaron por la guerra y las actividades ilegales como una forma de
vivir.
Pero así como dentro de la
agrupación subversiva hay combatientes reticentes al diálogo, dentro de la
Fuerza Pública también debe haber oficiales y suboficiales que esperan con
ansias que el proceso de negociación se rompa de manera definitiva. Y lo hacen porque debe haber militares y
policías que de manera directa o indirecta se benefician de la guerra interna,
por la vía de contratos sobre los cuales los organismos de control poca
fiscalización ejercen sobre el cuantioso gasto militar. Además, se oponen
porque, al igual que muchos guerrilleros, la vida civil los expulsó, los
rechazó o simplemente les parece que esa vida civil es insustancial y poco
propicia para quienes exhiben una masculinidad y una mentalidad guerreras.
No habrá políticas de empleo y
procesos de reinserción que sirvan mientras se pueda vivir de la guerra y de la
ilegalidad asociada a las actividades que desarrollan los frentes guerrilleros
que poco saben explicar las razones de combatir al Estado y mucho menos,
señalar cuáles son los objetivos de la lucha armada. Proscribir la guerra no se
logra de manera exclusiva firmando armisticios, sino asegurando condiciones de
vida digna y oportunidades para jóvenes que ayer vieron en la guerra una
oportunidad para ganar reconocimiento, respeto, poder y dinero. Y para ello se
necesita de un Estado consolidado, de una política económica pensada para
beneficiar a las mayorías y del compromiso de los grandes ricos de tributar lo
justo; de igual manera, se necesita que esas mismas élites económicas y
políticas liberen al Estado de esos procesos de cooptación que les permite
manejarlo de acuerdo con sus intereses.
Por ello, dedicarse a la vida
militar, legal o ilegal, debe ser la última opción a la que un joven colombiano
deba recurrir para hacerse a una vida digna y plena. Y ello deberá ser así
hasta tanto los procesos de socialización y de civilización se fortalezcan de
tal forma que la vida civil sea mirada como un bien preciado, como una opción
plausible hasta para aquellos que creen que el sentido de sus masculinidades
únicamente está o se encuentra en la vida de las armas.
Todo lo anterior se logrará si la sociedad se transforma culturalmente.
Lo que no está claro hasta el momento es quién o quiénes, desde el Estado y la
sociedad civil, liderarán esos procesos
de cambio cultural. Y no se ven con claridad quiénes asumirán esa
responsabilidad por cuanto subsiste un fuerte desprecio por la vida civil. Y no
solo en los cuarteles y en las filas guerrilleras, sino que dentro de la misma
sociedad hay grupos humanos que se sienten a gusto con el poder que dan las
armas y el miedo -respeto- que se espera ganar cuando se porta un uniforme, sin
importar si este representa a una institución legal o a una organización
ilegal.
Nota: columna publicada en: http://www.programalallave.com/opinion.php?titulo=EL%20VALOR%20DE%20LA%20VIDA%20CIVIL&autor=GERM%C3%81N%20AYALA
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