martes, 12 de agosto de 2014

EL VALOR DE LA VIDA CIVIL

Sotanas, crucifijos y la bota militar deben, y por seguridad, estar confinadas en abadías y cuarteles, en un eterno invierno[1].

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo

Para nadie es un secreto que los diálogos de paz que adelantan las Farc y el Gobierno de Santos en La Habana, cuenta con poderosos detractores y enemigos, atentos siempre a restarle legitimidad y aupar a una prensa irresponsable para que apunta de tratamientos noticiosos espectaculares, dicho proceso se rompa.

Que el proceso de paz tenga enemigos en sectores de derecha y de la ultraderecha resulta, digamos, “normal”. Y también dentro de sectores sociales que jamás han entendido el porqué del conflicto. En especial grupos sociales con una baja cultura política y que resultan proclives a dejarse manipular y entretener por la información noticiosa de una prensa que suele defender, sin mayores reflexiones, el régimen de poder que los acoge y los controla. Bien lo expresaba Vargas Llosa cuando decía que el vacío dejado por la crítica fue tomado por la publicidad y el periodismo de farándula Eso sí, es menos “normal”, pero perfectamente posible que co existan, dentro de las propias Farc, frentes de guerra que parecen no obedecer a la cúpula instalada en Cuba. Ello bien podría explicar los recientes y demenciales ataques contra ecosistemas naturales, afectados con el derrame de petróleo.

Esos frentes, en especial los involucrados de manera directa con el negocio del narcotráfico, pueden obedecer y responder ya no a la dinámica de la estructura fariana desde el Secretariado, sino a una dinámica de micro organizaciones articuladas a las redes del crimen organizado. No obstante, esos frentes y las micro organizaciones criminales con las cuales tienen fuertes vínculos, se presentan todavía como parte de las  Farc debido al terror, al miedo y a la presión que esta denominación tiene aún sobre muchas comunidades que de tiempo atrás sobreviven bajo la influencia de dicho actor armado.

Los frentes farianos que no están con la finalización del conflicto asumen dichas acciones no sólo por rechazo ante una dirigencia que cómodamente vive hoy en La Habana, sino por miedo y desconfianza frente a un siempre incierto proceso de desmovilización y de reinserción, justamente a una vida civil que los expulsó y que no les brindó oportunidades. Por eso optaron por la guerra y las actividades ilegales como una forma de vivir.

Pero así como dentro de la agrupación subversiva hay combatientes reticentes al diálogo, dentro de la Fuerza Pública también debe haber oficiales y suboficiales que esperan con ansias que el proceso de negociación se rompa de manera definitiva.  Y lo hacen porque debe haber militares y policías que de manera directa o indirecta se benefician de la guerra interna, por la vía de contratos sobre los cuales los organismos de control poca fiscalización ejercen sobre el cuantioso gasto militar. Además, se oponen porque, al igual que muchos guerrilleros, la vida civil los expulsó, los rechazó o simplemente les parece que esa vida civil es insustancial y poco propicia para quienes exhiben una masculinidad y una mentalidad guerreras.  

No habrá políticas de empleo y procesos de reinserción que sirvan mientras se pueda vivir de la guerra y de la ilegalidad asociada a las actividades que desarrollan los frentes guerrilleros que poco saben explicar las razones de combatir al Estado y mucho menos, señalar cuáles son los objetivos de la lucha armada. Proscribir la guerra no se logra de manera exclusiva firmando armisticios, sino asegurando condiciones de vida digna y oportunidades para jóvenes que ayer vieron en la guerra una oportunidad para ganar reconocimiento, respeto, poder y dinero. Y para ello se necesita de un Estado consolidado, de una política económica pensada para beneficiar a las mayorías y del compromiso de los grandes ricos de tributar lo justo; de igual manera, se necesita que esas mismas élites económicas y políticas liberen al Estado de esos procesos de cooptación que les permite manejarlo de acuerdo con sus intereses.

Por ello, dedicarse a la vida militar, legal o ilegal, debe ser la última opción a la que un joven colombiano deba recurrir para hacerse a una vida digna y plena. Y ello deberá ser así hasta tanto los procesos de socialización y de civilización se fortalezcan de tal forma que la vida civil sea mirada como un bien preciado, como una opción plausible hasta para aquellos que creen que el sentido de sus masculinidades únicamente está o se encuentra en la vida de las armas.

Todo lo anterior se logrará si la sociedad se transforma culturalmente. Lo que no está claro hasta el momento es quién o quiénes, desde el Estado y la sociedad civil,  liderarán esos procesos de cambio cultural. Y no se ven con claridad quiénes asumirán esa responsabilidad por cuanto subsiste un fuerte desprecio por la vida civil. Y no solo en los cuarteles y en las filas guerrilleras, sino que dentro de la misma sociedad hay grupos humanos que se sienten a gusto con el poder que dan las armas y el miedo -respeto- que se espera ganar cuando se porta un uniforme, sin importar si este representa a una institución legal o a una organización ilegal.

Nota: columna publicada en: http://www.programalallave.com/opinion.php?titulo=EL%20VALOR%20DE%20LA%20VIDA%20CIVIL&autor=GERM%C3%81N%20AYALA



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