Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Inane esfuerzo de aquel Mesías que
pretendió vaciar de sentido histórico y político a la guerra interna, dejando
de usar la nomenclatura conflicto[1]
La presencia de militares activos
en la mesa de diálogo instalada en La Habana sirvió para ahondar la
polarización política entre aquellos que desean y creen en
que es posible -y necesario- poner fin
al conflicto a través de una negociación política, y otros tantos que les parece
mejor extender la guerra interna y buscar la eliminación física del enemigo
interno, esto es, las guerrillas.
La llegada de la comisión de
militares la asumieron columnistas,
periodistas y políticos como una humillación y una clara afrenta contra el
honor de los miembros de la Fuerza Pública, representados por ese pequeño grupo
de altos oficiales que se desplazó a territorio cubano. Se ha dicho también que
Santos los obliga a violar la Constitución por cuanto su presencia en la mesa
de diálogo configura un acto deliberatorio.
Argumentan quienes rechazan la
presencia histórica de los uniformados en un proceso de paz, que esa
circunstancia le da o le reconoce un estatus político-militar que la cúpula de
las Farc no tiene. Olvidan que dicho
reconocimiento llegó por cuenta del Presidente al momento de aceptar que en
Colombia sufre un conflicto armado interno y al abrir el espacio de diálogo en
La Habana; de igual manera, llegó por la presencia histórica de dicha guerrilla
y las circunstancias contextuales que legitimaron su levantamiento armado en los años 60.
Todo lo anterior advierte una
enorme sensibilidad y un respeto casi reverencial que se despierta cada que se
hace referencia al ámbito militar y a sus miembros. Cuando mueren en combate, o
cuando son sorprendidos por los guerrilleros, o cuando caen en campos minados y
son atacados con cilindros bomba, los medios masivos de inmediato califican los
eventos como actos terroristas o cobardes asesinatos. Un discurso que desconoce
que ellos, militares y policías, participan de un conflicto armado interno en
el que la posibilidad de morir a manos del enemigo siempre estará presente,
mientras se porte un uniforme o se pertenezca a una fuerza armada del Estado.
Los golpes de mano y los ataques a
patrullas policiales y militares no constituyen actos terroristas. Son acciones
de guerra perfectamente normales. Otra cosa es que haya sevicia e irrespeto a
los heridos y a los capturados o retenidos. Y ello, se da de parte y parte.
Parecen olvidar quienes critican
y se oponen a la llegada de militares a La Habana que policías y militares son
parte del conflicto armado interno en su calidad de combatientes. De igual
manera, los guerrilleros se constituyen en combatientes porque obedecen órdenes
de sus comandantes. Se trata de una lucha entre guerreros, entre pares armados.
Eso no tiene discusión.
Hacer que los militares vayan a
La Habana y se sienten frente a frente con sus enemigos es una decisión que
consolida el reconocimiento jurídico-político que el presidente Santos, el
Congreso y la propia Corte Constitucional hicieron del conflicto armado
interno. Y antes que minar la moral, el honor y la mística militar, lo que hace
el Presidente no sólo es fortalecer el proceso de paz y darle mayor seriedad a
las negociaciones, sino valorar la vida de quienes por decisión autónoma o por
circunstancias contextuales portan hoy el uniforme y enfrentan al histórico
enemigo. No se valora la vida de un militar o de un policía rindiéndole
homenaje el día del funeral. Por el contrario, se dignifica la vida de los
combatientes que defienden el Estado evitando que mueran en los campos de
batalla y poniendo fin a un degradado y
largo conflicto.
Y a pesar de que la comisión
militar cumplirá con funciones exclusivamente técnicas, qué bueno sería
provocar encuentros entre generales y coroneles con mando de tropa y entre
comandantes de las Farc, con el claro propósito de intercambiar impresiones
alrededor de lo que ha significado para el país una guerra de 50 años, que
deviene profundamente degradada. Ello daría a los militares y en general a los
combatientes de ambos bandos, un talante distinto que el de meros instrumentos
de muerte. Todos tienen la capacidad discursiva para defender la causa sobre la
cual se mantienen en pie de lucha y proponer soluciones, reconociendo, por
ejemplo, que el orden establecido deviene profundamente débil e ilegítimo por
cuenta de la corrupción y por la cooptación mafiosa del Estado por parte de
élites mezquinas y corruptas.
Y esos encuentros discursivos
entre combatientes los debe llevar a la conclusión que lo mejor para el país es
ponerle fin al conflicto interno. Y ese diálogo también podría servir para que
tanto militares como guerrilleros sientan vergüenza, al tiempo que reconocen
que se trata de una guerra entre ejércitos incapaces de someter al adversario.
Y que este hecho hace que esta guerra interna sea inútil por cuanto quienes
luchan en ella no están allí para ganarla o perderla, sino para consolidar una
forma de vida que reproduce una cultura de la violencia que se extiende al
grueso de la sociedad.
Por ello, quienes intentan ver a
los miembros de la Fuerza Pública como intocables soldados de porcelana, o como meros instrumentos generadores de
miedo y violencia, terminan haciéndole un flaco favor a la comprensión social
del honor, la moral y la mística militar. Por el contrario, quienes apoyan la
idea de que se sienten frente a frente con el enemigo, terminan reconociendo que
hay algo más importante que el honor militar: la vida.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario