Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
El anunciado y accidentado debate
de control político propuesto por el senador Cepeda Castro con el objetivo de
señalar y establecer nexos de Uribe Vélez con los paramilitares y el
narcotráfico, permitió al país escuchar dos discursos: de un lado, el
razonamiento del senador citante, que a través de un ejercicio relacional
intentó conectar circunstancias, hechos, testimonios, fotografías y demás, con
el firme propósito de señalar que Uribe Vélez tuvo nexos con grupos paramilitares
y de narcotraficantes que fueron determinantes en el ejercicio del poder
político que ostentó en los cargos administrativos y de elección popular
ocupados por quien hoy lidera la micro
empresa electoral llamada Centro Democrático.
Del otro lado, el país escuchó y
apreció el discurso rabulesco (una perorata fruto de un calificado ‘culebrero’)
de un ex presidente que a través de anécdotas, alusiones a su siempre combativa
vida política y de generalizados señalamientos al Gobierno Santos y a otras
figuras públicas, evitó responder uno a uno los hechos y las conexiones que
Cepeda Castro viene estableciendo de tiempo atrás para demostrar lo que
millones de colombianos dan por sentado, pero que la justicia aún no puede o no
se atreve a demostrar jurídicamente. En el fondo, muchos le temen a Uribe.
Así entonces, no hubo debate. En
primer lugar, porque el senador Uribe abandonó el recinto del Senado y regresó
cuando ya Cepeda había terminado su intervención de una hora y media. En
segundo lugar, porque el ex presidente no desestimó uno a uno los serios
cuestionamientos y las circunstanciales evidencias que el senador citante aportó en su esperada y larga intervención.
Pero más allá de las circunstancias
que impidieron la realización de un verdadero debate, lo que el país debe
preguntarse es porqué ha sido y es tan difícil demostrar la responsabilidades,
directas o indirectas, que le caben a Uribe Vélez en el agenciamiento y
consolidación de un fenómeno de violencia, física y simbólica, que se entronizó
en la sociedad y en el Estado.
Baste con recordar la penetración
paramilitar en agencias del Estado, como el DAS[1], y
los evidentes procesos de desinstitucionalización estatal que el fenómeno
paramilitar generó y que se dieron durante los ocho años en los que Uribe ocupó
la Casa de Nariño; a ello se suman las conexiones que periodistas y el propio
senador Cepeda Castro han establecido entre
los testimonios, fotografías y
toda clase de documentos, que señalan los nexos, las cercanías y un posible
contubernio del político antioqueño con grupos y familias narcotraficantes y
paramilitares.
Propongo la siguiente hipótesis:
las dificultades para investigar y juzgar a Uribe Vélez están soportadas en el
valor que la figura presidencial tiene no tanto para los colombianos, sino para
las élites que sacaron réditos políticos y económicos al sostener a Uribe Vélez
durante ocho años. Hay allí un pacto que hace posible que un ex presidente sea
algo así como un testigo protegido de las redes clientelares que finalmente lo
llevaron a la Presidencia. Pero ese pacto hay que entenderlo en un contexto
cultural complejo en el que ser ventajoso, tramposo, ladino, escurridizo y con
una ética acomodaticia hace parte del ethos con el que grupos de poder y de
interés han llegado al Estado para cooptarlo. Y para hacerlo, han contado con
amplios sectores sociales, en especial de actores económicos de la sociedad
civil, que históricamente han sido permisivos con la corrupción, el
clientelismo y la cooptación y captura mafiosa de la que habla Luis Jorge Garay
en un libro publicado en 2008[2].
Lo que el país debe aprender,
después de los nefastos periodos presidenciales de Uribe, es que resulta
inaceptable apoyar proyectos políticos fincados exclusivamente en el imperio de
la ley, especialmente cuando la idea de justicia pasa por el poder ilegal y
legal de unas fuerzas que actúan de forma paralela al Estado. Hasta tanto no
haya consenso alrededor de una única idea de Estado que con máximos referentes
morales y éticos, garantice una vida digna para todos y el respeto por lo
público, el país estará nuevamente abierto a la llegada de Mesías y a la
imposición de proyectos políticos premodernos, sostenidos en un ethos mafioso
con el que se somete la función pública a los caprichos de unos pocos.
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