Por
Germán Ayala Osorio, comunicador social
y politólogo
¿Qué
hay detrás de “categorías políticas” como Samperismo, Pastranismo, Lopismo,
Santismo y Uribismo? Por su uso cotidiano, un desprevenido ciudadano podría
pensar que se trata de organizaciones políticas que siguen las ideas de quienes
dan vida a esas nomenclaturas. Es decir, que Samper, Pastrana, López Michelsen,
Santos y Uribe, además de expresidentes, son o fueron líderes políticos e ideológicos
que fundaron escuelas de pensamiento político o marcaron líneas de acción
política dignas de ser recordadas en una sociedad política que deviene en
crisis de referentes conceptuales y de liderazgo. Pero no hay tal.
Por
el contrario, dichas nomenclaturas son la clara expresión de la crisis del
sentido público de la política. Reducida ésta al carácter autocrático de
expresidentes, la democracia, el Estado y los asuntos públicos, se personalizan
y cobran sentido exclusivamente cuando aquellos decidieron actuar desde sus
intereses, aspiraciones y marcos mentales. Así entonces, los asuntos públicos y
estatales se manejan exclusivamente desde las lógicas de unos empobrecidos
líderes políticos que fueron incapaces de llevar la política, la sociedad y el
Estado a estadios diferentes, esto es, a escenarios en donde fuera posible
superar los graves problemas que tiene Colombia en materia de respeto a la
diferencia, de inclusión económica,
social y política y por supuesto, de violencia política.
Hablar
de Santismo, Samperismo, Pastranismo y Uribismo, entre otras, remite también a
prácticas clientelistas que lograron consolidarse y entronizarse en la vida
política y en las prácticas culturales de toda la sociedad. El sufijo ismo, aplicado a los
apellidos de los señalados expresidentes, no remite a una doctrina, a un sistema de pensamiento o a una tendencia innovadora.
Por el contrario, esa terminación expresa y recoge claras tendencias
involutivas que han evitado la transformación de la sociedad y el Estado
colombianos en referentes de civilidad, orden, legalidad, legitimidad y
respeto.
Pero
quiero detenerme en la nomenclatura que se soporta en el negativo liderazgo de
quien fuera Presidente de Colombia entre el 2002 y el 2010: el uribismo. Huelga
decir, de manera directa, que el uribismo no es una ideología, como tampoco
corresponde a una línea de pensamiento político asociado a un partido
organizado, con soporte histórico y con seguidores capaces de reconocer unas
ideas a las cuales adherir. Alguien dijo que no hay uribismo, sin Uribe[1].
Y tenía y tienen aún razón Fabio Echeverry, como tampoco habría santismo,
pastranismo o samperismo, sin la presencia física de sus mentores.
El
uribismo, como las otras nomenclaturas, es una dañina exaltación a la figura de
un político, que en el caso de Uribe Vélez, resultó ser audaz, sagaz, ladino,
montaraz, violento, autocrático, autoritario y mesiánico. Cuando se habla de
Uribismo, se recuerda y se remite de inmediato
al proceso político, alucinante y alucinador, con el que gran parte de
la opinión pública creyó, a pie
juntillas, que podría solucionar la
violencia política en el contexto de un largo y degradado conflicto armado
interno, a través del escalamiento del conflicto, la persecución política y el
sometimiento de la institucionalidad democrática y del Estado mismo, a los caprichos de una figura política inflada
por los medios de comunicación y por la adulación recibida desde sectores de
poder social, económico, militar y político.
Fue
tanta la lisonja que recibió Uribe, que él mismo se creyó el cuento de que era
irremplazable, hasta el punto de decir que sin él, en el contexto de la
reelección presidencial, el país sufriría una verdadera hecatombe[2].
Uribe
iluminó el camino y las ideas de una sociedad conservadora, violenta,
confesional, patriarcal y excluyente, que de tiempo atrás esperaba la presencia
de un Mesías. Y este llegó para solucionar el “problema” de las guerrillas, así
estas, realmente, no fueran el único problema, sino mas bien la consecuencia de
un Estado precario, históricamente al servicio de esas élites y de esa parte de
la sociedad colombiana que apoyó social, económica y políticamente el proyecto
neoconservador que encarnó Uribe Vélez.
Por
ello, los ciudadanos formados en criterio, deben huir e incluso, tener miedo de
esas nomenclaturas. Hay allí una trampa y un salto al vacío en términos de lo
que debe ser la función pública y el sentido público de la política. Por ello,
cuando escuchemos hablar de esas fantasmales doctrinas que nacen con el sufijo
ismo y que vienen respaldadas en individuos como Uribe, Santos o Pastrana, de
inmediato hay que detenerse a pensar, pero sobre todo, a dudar, del proyecto
político (público) que encarnan estas fichas de un orden criminal e injusto
como el que se instaló en Colombia de tiempo atrás.
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