Por
Germán Ayala Osorio, comunicador social
y politólogo
Se
puede decir con mediana certeza que en Colombia diversas actividades
económicas, legales e ilegales, y los asentamientos humanos urbanos y rurales, formales e informales, se vienen
desarrollando sin mayores consideraciones ambientales. Es decir, sin tener en
cuenta las características y los límites
de resiliencia de los ecosistemas naturales intervenidos y mucho menos, sin
medir el valor estratégico, social y cultural que tienen o se le atribuyen a
los mismos.
Para
el caso de las actividades legales, se espera una mayor conciencia ambiental de
parte de quienes las lideran y desarrollan. Pero sucede que estar dentro de la
legalidad no es garantía de respeto de las normas, de las leyes y mucho menos,
de los límites de resiliencia, pero especialmente, del valor social, ambiental
y cultural que acompaña a muchos de los ecosistemas intervenidos por
actividades como la minería a gran escala, y las que se implementan a través de
proyectos agroindustriales y
agropecuarios que de tiempo atrás se diseminan a lo largo y ancho del país con
especial fruición por parte de poderosos agentes privados. Frente a las
actividades ilegales no es necesario insistir en que de estas no se pueden esperar
mayores consideraciones y responsabilidades ambientales.
Las
dinámicas de un largo conflicto armado interno también vienen generando
impactos negativos en zonas biodiversas y frágiles medianamente protegidas por
un Estado que deviene lábil para proteger, conservar y aprovechar de manera
sustentable recursos de una admirable biodiversidad.
Y
en esas complejas expresiones de la guerra interna aparecen acciones legales e
ilegales que terminan, de muchas maneras, afectando el medio ambiente. Por
ejemplo, la instalación de campamentos guerrilleros, los patrullajes, así como
la captura y consumo de animales, que bien pueden terminar en procesos claros
de defaunación. Los mismos combates generan, en fauna y flora, impactos
ambientales que aún están por medirse. Entre tanto, las acciones legales de la
fuerza pública también generan impactos negativos en ecosistemas naturales.
Baste con pensar en los efectos que dejan los bombardeos ejecutados por la
fuerza aérea en bosques y ecosistemas hídricos.
Ahora que dos de los actores armados del conflicto
negocian el fin del conflicto en La Habana, el tema ambiental adquiere
importancia y valor no porque de manera transversal atraviese los seis puntos
de la agenda de negociación, sino por cuenta del reciente anuncio del vice
ministro de Minas, César Díaz, quien aseguró que la
minería será "el gran jugador en el postconflicto" en el país como generador de empleo y de recursos para las
regiones. Díaz aludió así al proceso de paz que el Gobierno y la guerrilla de
las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) desarrollan en La Habana
desde noviembre de 2012 y que busca poner fin a cinco décadas de conflicto que
enfrenta el país”[1].
Un anuncio trascendental que no puede
dejar de mirarse en el contexto de un Ministerio del Medio Ambiente y
Desarrollo Sostenible debilitado, por unas CAR cooptadas por mafias
clientelares y claro está, por las decisiones de política ambiental del
Gobierno de Santos que no sólo autoriza el uso de la técnica del fracking, sino que ofrece entregar
licencias ambientales de manera expedita y sin mayores consideraciones socio
ambientales.
¿Qué características tendrán los
escenarios de posconflicto que se vayan a diseñar en el país, una vez se ponga
fin al conflicto armado, si desde ya el país, legal y el ilegal, se la juegan
por la mega y la mediana minería? Lo más probable es que al financiar el
posconflicto con proyectos mineros, el país termine en unos pocos años envuelto
en conflictos socio ambientales que muy seguramente serán resueltos de manera
violenta, dado que el monopolio de las armas aún no lo tiene el Estado
colombiano.
Los recursos económicos que se
necesitan para financiar el posconflicto deben salir no sólo de la explotación
de los recursos del subsuelo, sino de una reforma tributaria que de verdad
obligue a pagar más impuestos a los grandes ‘Cacaos’ y ricos del país. Se
requiere, además, echar para atrás las exenciones de impuestos a grandes
empresas que poco empleo generan en el país. El anuncio del Presidente Santos
en el sentido de que el Gobierno ahorrará un billón de pesos[2]
va en la dirección correcta, pero no es suficiente pues siguen enquistadas
mafias clientelares dentro del Estado que desangran el erario.
Al no tener la suficiente
institucionalidad para ejercer veeduría y control fiscal y ambiental de los
proyectos mineros (mega, mediana y pequeña minería), el país podría enfrentar
en el mediano plazo problemas de abastecimiento de agua bien por la
contaminación de fuentes hídricas o por
los efectos que dejan en los cauces las retroexcavadoras que de manera
desesperada buscan oro en las entrañas de los ríos.
De llegarse a un final feliz en La Habana, los
colombianos disfrutarán de una paz y de un posconflicto con unos costos
ambientales que aún el país no alcanza a dimensionar. Me pregunto: ¿para qué un
país en paz, cuando la calidad de vida, los derechos a un ambiente sano y la viabilidad misma de los proyectos y
planes de vida de comunidades indígenas, afros y campesinas quedarán en vilo
por cuenta de un boom minero que
ilumina y da vida a un nuevo Dorado? Termino con esta pregunta: ¿para qué el
molino si no hay viento?
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