Por
Germán Ayala Osorio, comunicador social
y politólogo
No
poder referirse a Uribe Vélez en un debate político en el Congreso en torno al
fenómeno paramilitar, no sólo constituye un acto de censura en contra del
senador Cepeda que propuso y hará el debate, sino que se constituye en un
episodio en el que se ofrece una inmerecida protección a la imagen del ex
presidente, hoy senador y líder del Centro Democrático; Uribe es el político
sobre el que recaen históricos, recurrentes y serios señalamientos sobre el
patrocinio, participación, directa o indirecta, en las actividades criminales
desarrolladas por las AUC, o como mínimo, su simpatía ideológica con el
fenómeno paramilitar.
Después
de escuchar la curiosa decisión de la Comisión de Ética del Senado en el
sentido de decirle si al debate, pero con la restricción de no permitir que se
nombre al sujeto del mismo, bien vale la pena reflexionar alrededor de los efectos
que ello puede generar en un país que sabe muy poco de las finas redes de poder
político y económico que sostuvieron, patrocinaron y extendieron la empresa
criminal que montaron y echaron a andar por todo el territorio colombiano los
paramilitares.
Mientras
que en el contexto de los diálogos y negociaciones de paz de La Habana se exige
a las Farc que digan la verdad, que reparen a sus víctimas y se busca también
llegar a un consenso académico y político alrededor de los orígenes y el
devenir del conflicto armado interno, en el Congreso de la República se
restringe y se cercena la oportunidad histórica que tiene el país de ahondar en
la comprensión de un fenómeno multifactorial como el paramilitarismo, que
guarda relaciones con amplios y tradicionales sectores de poder económico,
político y social. Es decir, el Congreso
que debe coadyuvar a la refrendación de lo que se acuerde en La Habana, se
erige como una especie de censor oficial para ocultar hechos, circunstancias y
agentes sociales que hicieron posible la existencia y la operación política y
militar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
De
manera abierta se evita que Iván Cepeda, en su rol de Congresista, aporte
elementos de juicio, testimonios, fotografías, circunstancias y señalamientos
que indicarían la cercanía que tuvo Uribe Vélez con los paramilitares y con el
fenómeno paramilitar en sí mismo, cuando fungió como Gobernador de Antioquia y
como Presidente de la República entre 2002 y 2010.
Con
la censura al senador Cepeda se evita que el país comprenda los efectos que las
AUC generaron en materia de política agraria, desplazamiento forzado y cooptación
del Estado, gracias al afianzamiento del modelo económico neoliberal en zonas
en donde coexisten experiencias y modos de vida de afrocolombianos e indígenas,
en el marco de la propiedad colectiva.
Evitar
que se mencione al señor Uribe con los hechos que ya el senador Cepeda publicó
en su libro A las puertas del Ubérrimo[1]
y con los nuevos que muy seguramente exhibirá en el debate, no cuida la imagen
del ex presidente. Por el contrario, extiende las sombras que sobre su actuar
político-público existen. Es decir, la Comisión de Ética del Senado comete un
error y asegura un triple daño: al tiempo que censura al congresista
Cepeda, agranda las dudas, las sombras y
los señalamientos que históricamente han acompañado el buen nombre del ciudadano Álvaro Uribe Vélez y manda un negativo
mensaje a la mesa de La Habana, dado que se opone a un debate que debe darse
sin ninguna clase de cortapisas. Esa verdad debe tomarse como un asunto de
Estado y no reducirse al cuidado de la imagen de un ex presidente.
La
decisión de la Comisión de Ética del Senado se constituye, entonces, en una
afrenta contra el proceso de paz de La Habana, en la medida en que se
ideologiza la búsqueda de la verdad y de manera innecesaria se polariza aún más
un proceso de reconciliación que necesita de la voluntad de muchos sectores
societales que deben pedir perdón y explicar sus actuaciones, sobre la base de
que se conozca la verdad de lo sucedido, en este caso, alrededor de los
crímenes de un actor armado, los paramilitares, que operó de la mano de sectores
del Estado y de la sociedad. Dichos sectores de poder buscaron poner en marcha
un proyecto social, político y cultural neoconservador con el cual intentaron echar
para atrás el pacto de paz y el nuevo contrato
social alcanzado con la Carta Política de 1991.
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