Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y
politólogo
Frescas aún en la
memoria colectiva las imágenes[1]
de la masacre ocurrida en Ciudad Jardín[2],
y conscientes de que la violencia en Cali es un asunto estructural, va siendo
hora de exigirle al Estado local, a sus élites y a específicos y claves agentes
de la sociedad civil, respuestas y acciones que expliquen los alcances de
las íntimas relaciones que parecen
subsistir entre agentes y actores legales y sus pares ilegales. Relaciones
éstas que tienen mucho que ver con la consolidación de la ciudad de Cali como
una de las urbes más violentas de Colombia.
Los reiterativos
consejos de seguridad y las medidas policivas y represivas solo sirven para ocultar un hecho histórico: el
orden social, político, económico y cultural de Cali deviene en una profunda
crisis de liderazgo y de legitimidad, circunstancia que le impide erigirse como
un referente moral y ético (ética pública) para los ciudadanos caleños.
Aceptar esa
condición quizás no sirva para frenar las múltiples violencias y nuevos
episodios como homicidios y masacres como los ocurridos en Ciudad Jardín, entre
otros que se han presentado recientemente en la capital del Valle, pero si
puede convocar a todas las fuerzas vivas de la ciudad para hacer un gran mea culpa, pero sobre todo, para iniciar
un proceso de reconocimiento de una circunstancia que parece inobjetable:
legalidad e ilegalidad vienen actuando en contubernio, de allí que se necesite
de una gran dosis de verdad para reconocer esa dolorosa situación.
Si en el contexto
del proceso de paz de La Habana se está exigiendo verdad a las Farc y al Estado
como actores armados violadores de los derechos humanos e infractores del
Derecho Internacional Humanitario, en el contexto de las múltiples violencias
que hacen de Cali una ciudad insegura y peligrosa, también es urgente exigirle
a las autoridades y a la sociedad la verdad sobre rumores e interpretaciones
académicas que señalan que agentes estatales de diversa índole, de tiempo atrás
actúan en connubio con bandas criminales y el crimen organizado.
Propongo que para
estas horas aciagas que vive Cali, el Estado local empiece por reconocer que es
incapaz de conservar para sí el monopolio de las armas, bien porque sus
autoridades se hincaron ante el poder del crimen organizado y porque para el resto de la ciudad, de los caleños y de
sus instituciones, las muertes de unos cuantos ciudadanos poco importan en la
medida en que esos muertos vivían en sectores marginales y populares, o porque cuando aparecen en exclusivos
barrios al sur de la ciudad, de inmediato las autoridades explican que se trata
de ajustes de cuentas entre narcos[3].
La relativa
preocupación social y gubernamental que esos hechos de violencia, estructurales
y coyunturales generan en la opinión pública se explican quizás porque los
ciudadanos a diario deben resolver problemas como la movilidad, el raponazo
callejero y la falta de empleo, hechos y circunstancias que no solo consolidan
profundas incertidumbres individuales y colectivas, sino que construyen y
posicionan la indiferencia social como respuesta ante nuevos hechos de
violencia.
Se suma a lo
anterior, el interés mayor del Estado local y otros actores sociales y
económicos por continuar ‘vendiendo’ la
idea de que Cali es la Sucursal del
Cielo, la Capital Deportiva de América y la Capital Mundial de la Salsa, etiquetas
estas que solo sirven para ocultar graves problemas de convivencia y un
desprecio evidente por la vida, que cuestionan los procesos civilizatorios que
la Escuela, las Familias y el Estado promueven y agencian.
De esta manera, parece que al caleño promedio le
preocupa más que esas disímiles formas de violencia terminen por cambiar o
afectar los imaginarios y las representaciones sociales construidas sobre
aquellas cosméticas frases. Finalmente, esas muertes violentas siempre
encuentran la misma explicación de las autoridades: son ajustes de cuentas
entre bandas criminales o se trata del enfrentamiento entre pandillas. Es
decir, se trata de gente pobre y de narcos, por lo tanto, solo hay que esperar
a que aparezcan las próximas víctimas.
Explicaciones
vacías que hacen parte de un repertorio de respuestas que se da y se exhibe
como siguiendo el guión de una mala película en la que la violencia es la protagonista.
El llamado, entonces, es a que la Alcaldía tome las riendas del orden público y
que el Alcalde de forma directa tome decisiones por ejemplo en lo que concierne
al porte de armas y la venta de estas a los civiles.
Se necesita de un
Estado local decidido a desmantelar las redes de tráfico de armas en las que
claramente aparece el matrimonio entre lo legal y lo ilegal. Y la sociedad
entera debe coadyuvar a que la función pública se aleje de las instancias
ilegales y criminales que operan sin control en los territorios de la ciudad.
De manera clara se
propone un control efectivo de las armas decomisadas. Así mismo, un efectivo
seguimiento al uso de las armas de dotación de policías y militares; la
destrucción de aquellas armas no necesariamente involucradas en homicidios y de
aquellas que habiendo sido usadas en crímenes, puedan con el tiempo ser
fundidas, sin que ello ponga en riesgo el acervo probatorio con el que se
incrimina y se procesa a homicidas y sicarios.
Es claro que se
alquilan armas oficiales[4]
y no oficiales. Es claro que hay un lucrativo negocio de compra, venta y
alquiler de armas. Que hay fábricas clandestinas de armas hechizas. Entonces,
lo que hay que hacer es empezar por desmantelar esas redes. Con una decidida
acción gubernamental, con el acompañamiento de grupos de la sociedad civil, a
lo mejor podamos romper los lazos que hacen posible la existencia de ese
connubio entre actores legales e ilegales. Pero ello necesita de un gran pacto
social, ético y moral que los principales actores de ese orden político, social
y económico local parece no querer firmar o pactar.
Quizás reconocer
que hay un fuerte virus que carcome de tiempo atrás la legitimidad de este
orden local no salve vidas, pero si podría ser el primer paso para reconocer una
verdad sobre la que diversos criminales, organizaciones delincuenciales y
disímiles formas de violencia actúan con pasmosa tranquilidad.
Por dolorosa que
sea la verdad, es hora de que reconozcamos que como orden social, cultural y
político estamos fracasando de manera evidente. En especial, debemos de
reconocer que subsiste una lectura de clase que desestima la ocurrencia de
hechos delictivos en la ciudad, porque los que mueren en estos eventos no
cuentan socialmente.
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