miércoles, 8 de octubre de 2014

Una dosis de verdad

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo

Frescas aún en la memoria colectiva las imágenes[1] de la masacre ocurrida en Ciudad Jardín[2], y conscientes de que la violencia en Cali es un asunto estructural, va siendo hora de exigirle al Estado local, a sus élites y a específicos y claves agentes de la sociedad civil, respuestas y acciones que expliquen los alcances de las  íntimas relaciones que parecen subsistir entre agentes y actores legales y sus pares ilegales. Relaciones éstas que tienen mucho que ver con la consolidación de la ciudad de Cali como una de las urbes más violentas de Colombia.

Los reiterativos consejos de seguridad y las medidas policivas y represivas  solo sirven para ocultar un hecho histórico: el orden social, político, económico y cultural de Cali deviene en una profunda crisis de liderazgo y de legitimidad, circunstancia que le impide erigirse como un referente moral y ético (ética pública) para los ciudadanos caleños.

Aceptar esa condición quizás no sirva para frenar las múltiples violencias y nuevos episodios como homicidios y masacres como los ocurridos en Ciudad Jardín, entre otros que se han presentado recientemente en la capital del Valle, pero si puede convocar a todas las fuerzas vivas de la ciudad para hacer un gran mea culpa, pero sobre todo, para iniciar un proceso de reconocimiento de una circunstancia que parece inobjetable: legalidad e ilegalidad vienen actuando en contubernio, de allí que se necesite de una gran dosis de verdad para reconocer esa dolorosa situación.

Si en el contexto del proceso de paz de La Habana se está exigiendo verdad a las Farc y al Estado como actores armados violadores de los derechos humanos e infractores del Derecho Internacional Humanitario, en el contexto de las múltiples violencias que hacen de Cali una ciudad insegura y peligrosa, también es urgente exigirle a las autoridades y a la sociedad la verdad sobre rumores e interpretaciones académicas que señalan que agentes estatales de diversa índole, de tiempo atrás actúan en connubio con bandas criminales y el crimen organizado.

Propongo que para estas horas aciagas que vive Cali, el Estado local empiece por reconocer que es incapaz de conservar para sí el monopolio de las armas, bien porque sus autoridades se hincaron ante el poder del crimen organizado y porque para  el resto de la ciudad, de los caleños y de sus instituciones, las muertes de unos cuantos ciudadanos poco importan en la medida en que  esos muertos  vivían en sectores marginales y populares,  o porque cuando aparecen en exclusivos barrios al sur de la ciudad, de inmediato las autoridades explican que se trata de ajustes de cuentas entre narcos[3].  

La relativa preocupación social y gubernamental que esos hechos de violencia, estructurales y coyunturales generan en la opinión pública se explican quizás porque los ciudadanos a diario deben resolver problemas como la movilidad, el raponazo callejero y la falta de empleo, hechos y circunstancias que no solo consolidan profundas incertidumbres individuales y colectivas, sino que construyen y posicionan la indiferencia social como respuesta ante nuevos hechos de violencia.

Se suma a lo anterior, el interés mayor del Estado local y otros actores sociales y económicos  por continuar ‘vendiendo’ la idea de que Cali es la Sucursal del Cielo, la Capital Deportiva de América y la Capital Mundial de la Salsa, etiquetas estas que solo sirven para ocultar graves problemas de convivencia y un desprecio evidente por la vida, que cuestionan los procesos civilizatorios que la Escuela, las Familias y el Estado promueven y agencian.

De esta manera, parece que al caleño promedio le preocupa más que esas disímiles formas de violencia terminen por cambiar o afectar los imaginarios y las representaciones sociales construidas sobre aquellas cosméticas frases. Finalmente, esas muertes violentas siempre encuentran la misma explicación de las autoridades: son ajustes de cuentas entre bandas criminales o se trata del enfrentamiento entre pandillas. Es decir, se trata de gente pobre y de narcos, por lo tanto, solo hay que esperar a que aparezcan las próximas víctimas.

Explicaciones vacías que hacen parte de un repertorio de respuestas que se da y se exhibe como siguiendo el guión de una mala película en la que la violencia es la protagonista. El llamado, entonces, es a que la Alcaldía tome las riendas del orden público y que el Alcalde de forma directa tome decisiones por ejemplo en lo que concierne al porte de armas y la venta de estas a los civiles.

Se necesita de un Estado local decidido a desmantelar las redes de tráfico de armas en las que claramente aparece el matrimonio entre lo legal y lo ilegal. Y la sociedad entera debe coadyuvar a que la función pública se aleje de las instancias ilegales y criminales que operan sin control en los territorios de la ciudad.

De manera clara se propone un control efectivo de las armas decomisadas. Así mismo, un efectivo seguimiento al uso de las armas de dotación de policías y militares; la destrucción de aquellas armas no necesariamente involucradas en homicidios y de aquellas que habiendo sido usadas en crímenes, puedan con el tiempo ser fundidas, sin que ello ponga en riesgo el acervo probatorio con el que se incrimina y se procesa a homicidas y sicarios. 

Es claro que se alquilan armas oficiales[4] y no oficiales. Es claro que hay un lucrativo negocio de compra, venta y alquiler de armas. Que hay fábricas clandestinas de armas hechizas. Entonces, lo que hay que hacer es empezar por desmantelar esas redes. Con una decidida acción gubernamental, con el acompañamiento de grupos de la sociedad civil, a lo mejor podamos romper los lazos que hacen posible la existencia de ese connubio entre actores legales e ilegales. Pero ello necesita de un gran pacto social, ético y moral que los principales actores de ese orden político, social y económico local parece no querer firmar o pactar.

Quizás reconocer que hay un fuerte virus que carcome de tiempo atrás la legitimidad de este orden local no salve vidas, pero si podría ser el primer paso para reconocer una verdad sobre la que diversos criminales, organizaciones delincuenciales y disímiles formas de violencia actúan con pasmosa tranquilidad.

Por dolorosa que sea la verdad, es hora de que reconozcamos que como orden social, cultural y político estamos fracasando de manera evidente. En especial, debemos de reconocer que subsiste una lectura de clase que desestima la ocurrencia de hechos delictivos en la ciudad, porque los que mueren en estos eventos no cuentan socialmente.






[1] Se suma a la masacre, el deceso de 34 personas más,  en seis días,  en diferentes hechos y circunstancias. La mirada del periodismo coadyuva a que el problema estructural de violencia de la ciudad de Cali se siga asumiendo desde una perspectiva coyuntural. Véase el titular, La mala hora de la seguridad en Cali (sic). Véase: http://www.semana.com/nacion/articulo/preocupacion-por-aumento-de-violencia-inseguridad-en-cali/405292-3
[2] Si son ciertas las versiones de prensa que indican que la masacre se cometió dentro de una propiedad de unos hermanos que están extraditados, ¿por qué a esa propiedad no se le aplicó la extinción de dominio y por qué seguía al servicio de criminales?

[3] El titular del diario El País recoge la versión que dieron las autoridades, que hace parte del repertorio de respuestas de unas autoridades que al parecer poco pueden hacer para enfrentar el crimen y las diversas expresiones de violencia en la ciudad de Cali: Disputa entre narcos, detrás de la masacre de ocho personas en el sector de La María, en Cali (sic). http://www.elpais.com.co/elpais/judicial/noticias/masacre-ocho-personas-sector-pance-sur-cali

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