Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
El informe de la Comisión de
Historia del Conflicto y sus Víctimas (CHCV) es un insumo importante que sirve
para comprender los inicios del conflicto armado y su devenir político, social,
económico y político. Se trata de un ejercicio académico que no nace de
acuerdos preliminares establecidos entre los comisionados, que no pretende
establecer forzosos consensos, pero que sí puede ser el motor de arranque de
futuras comisiones de la verdad que busquen esclarecer lo acontecido en
Colombia a lo largo de la historia de sus múltiples expresiones de violencia
política.
Entonces, el informe sobre los
orígenes, causas, actores y circunstancias internas y externas, determinantes
en las dinámicas de lo que se conoce como el Conflicto Armado Interno, debe
entenderse como un insumo sobre el cual debemos volver para intentar comprender
un(os) complejo(s) conflicto(s) y los escenarios de violencia política como
expresión de ese(os) conflicto(s). No puede aceptarse como una única verdad, en
la medida en que está atravesado por ejercicios académicos e históricos
soportados en visiones individuales y particulares de los comisionados que lo
redactaron. Es más, el lenguaje académico con el cual se explican unos hechos y
una historia, puede convertirse en sí mismo en un obstáculo para las grandes
mayorías que puedan estar interesadas en conocer más de la historia de
Colombia.
En aras de encontrar quiebres
históricos y diferencias que ayuden a separar anteriores estadios de múltiples
violencias, guerras civiles y el Conflicto Armado Interno, definido desde 1964,
propongo los siguientes elementos de juicio:
En primer lugar, puede hablarse
de Conflicto Armado Interno porque dentro de sus dinámicas bélicas participan
ejércitos, legales e ilegales, constituidos bajo orientaciones propias de la
milicia, es decir, fuerzas fuertemente jerarquizadas, con propósitos de toma
del poder político (o de mantenimiento, para el caso de las Fuerzas Militares)
y transformación de los modelos económico y político, objetivo final de las
guerrillas. Ejércitos conformados bajo las lógicas castrenses en donde se
definen asuntos como el mando, responsabilidad, espíritu de cuerpo, dignidad, honor y respeto por la antigüedad y por los
perfiles (troperos y políticos, en el caso de las Fuerzas Militares; y perfil
militar e ideológico, para las guerrillas). Con la modernización de las formas
bélicas no desaparecen la barbarie, en especial para el caso colombiano en
donde las fuerzas estatales exhiben poderío militar y las guerrillas enfrentan
esa ventaja comparativa con armas “hechizas” y con procedimientos militares
cargados de sevicia.
Un segundo elemento tiene que ver
con el carácter político del conflicto mismo. Antes de 1964, las luchas eran
más de tipo social, asociadas a actividades de saqueo, bandolerismo, conflictos
de tierras, enfrentamientos ideológicos y de otros tipos, resueltos a través de
mecanismos y formas alejadas de toda idea civilizada de afrontar los problemas
y las diferencias; es decir, conflictos y problemas con un menor anclaje a una
ideología política al servicio de una idea moderna de democracia.
El carácter político del
Conflicto Armado Interno a partir de 1964 lo dan y/o lo aseguran condiciones y
circunstancias externas e internas. Para las primeras, está clara que la
injerencia de los Estados Unidos a través de la Alianza para el Progreso tenía
visos políticos, con un trasfondo económico con el se justificó enfrentar a ese
enemigo llamado comunismo. Y por supuesto, huelga decir que tal decisión se dio
como respuesta al triunfo de la revolución cubana, convertida en un hito
político para la política exterior de los Estados Unidos. Por supuesto que no
podemos olvidar los movimientos guerrilleros latinoamericanos y los desarrollos
de la guerra de Vietnam y África, entre otros.
En el plano interno, y en
especial en el mundo académico y político, las ideas políticas giraban en torno
a la posibilidad de ampliar la democracia y por ese camino se legitimaba el
camino de las armas y la suma de todas
las formas de lucha para cambiar sustancialmente un orden social, político y
económico injusto e inviable, reconocido así tanto por líderes revolucionarios,
aunque no tanto por las élites que, a pesar de todo, seguían sosteniendo las
estructuras de poder y alimentando esas condiciones generadoras de
ilegitimidad.
No creo que se trate de un solo
Conflicto Armado Interno prolongado en el tiempo y que devino en picos altos y bajos, en
discontinuidades y en procesos repetitivos. Si bien hay que atender los sucesos
violentos de las guerras civiles y los propios de la Violencia, ello no
significa que de manera clara se pueda hablar de un solo conflicto con diversos
momentos históricos y con expresiones diferenciadas en el uso del poder y la
violencia. Es más, creo posible -y necesario- caracterizar las etapas, los momentos
históricos y los hechos políticos y económicos que han afectado, positiva y
negativamente, las dinámicas de ese conflicto.
Años 60, 70 y 80
Por ejemplo, los años sesenta,
setenta y parte de los ochenta fueron escenarios de lucha ideológica y
política. Una inconforme ciudadanía, afectada por las ideas de una modernidad
europea, buscaba respuestas a una empobrecida idea de democracia que ya se
instalaba en esta parte de América. El enfrentamiento Este-Oeste y la Guerra Fría
fueron ingredientes importantes para darle ese talante político a un conflicto
armado que arrastraba, por supuesto, formas de violencia que sin bien no se
podrían calificar como apolíticas, devenían empobrecidas, para el caso local,
por una cultura en el contexto de un país rural y campesino. Los sectores
urbanos de Colombia siempre miraron con desdén el campo, y por esa vía, se
descalificó los proyectos de vida de campesinos, afros e indígenas.
El vaciamiento del sentido de la
política que el Frente Nacional produjo, sin dudas le pudo quitar ese anclaje
político al conflicto armado, pero más que ello, fue el carácter periférico con
el cual el Conflicto Armado Interno se expresó y fue entendido por las élites de poder
tradicional, los medios de comunicación y las fuerzas económicas que se
instalaron en las principales ciudades del país. Incluso, habría que mirar la
misma disposición y la estrategia de copamiento, recuperación y consolidación
de territorios por parte de las fuerzas armadas (en especial, las fuerzas
militares) para entender que desde allí el conflicto también se miró como una
externalidad, como un asunto lejano, focalizado en zonas “infestadas de
comunistas”.
Años 90
El capitalismo como sistema
económico y la consolidación del modelo económico neoliberal se sirvieron de la
implosión de la URSS y de la caída de los símbolos socialistas para posicionar
un discurso político en el que la lucha armada perdía protagonismo y arraigo
social, en los ya debilitados movimientos sociales, en el contexto de una
sociedad atomizada e incapaz de erigirse como un colectivo y una fuerza para
reconstruir e interactuar con el Estado. De igual manera, las disposiciones del
Consenso de Washington y el progresivo desmonte del Estado de Bienestar se
sumaron a esos discursos que dejaban sin piso la lucha “revolucionaria” de unas
guerrillas colombianas que se habían quedado solas en el mundo.
A esas circunstancias hay que
sumar la influencia que el narcotráfico tuvo en los actores armados, legales e
ilegales. Contaminados por las enormes ganancias de dicha actividad, protegida
de alguna manera por el sistema financiero internacional y los “paraísos fiscales” y perseguida desde una perspectiva
exclusivamente policiva, el conflicto armado se empobreció políticamente. Ya
desde finales de los 80 se hablaba, tímidamente, de narco-guerrillas. En los
90, los señalamientos llegaron hasta la calificación de las guerrillas, en
especial a las Farc, como carteles del narcotráfico.
Penetrada la sociedad, los
partidos políticos y los medios de comunicación por los carteles de la droga,
el conflicto armado interno y sus dinámicas, continuaron perdiendo terreno
político y anclaje social. Al tiempo en
el que estas circunstancias contextuales y actores nacionales e internacionales
jugaban en contra de la naturaleza, el sentido y el devenir político del
Conflicto Armado Interno, el país político intentaba, a través de los diálogos
de paz, devolverle la dignidad política a un conflicto y a unos actores
políticos armados que ya venían en
crisis ideológica y política, compartida con la que vivían ya los partidos
políticos en Colombia y en el mundo-
En todo lo anterior, hay que
reconocer la debilidad del Estado[1],
capturado por élites de poder interesadas en aumentar su riqueza y en ampliar
privilegios, en especial aquellos asociados al crecimiento de ciudades
capitales como Bogotá, Medellín y Cali. Mientras que en las zonas rurales, ese
Estado era penetrado por fuerzas guerrilleras que vivieron durante muchos años
(años 60, 70 y 80) de la renta petrolera, a través de la extorsión y el
sabotaje a la infraestructura de empresas multinacionales. En esos rincones del
país, guerrillas se aprovecharon el erario y cooptaron a alcaldes y
gobernadores. Así sobrevivieron durante mucho tiempo. Luego vendría la
penetración paramilitar en el Estado, orquestada por élites y narcotraficantes.
Una poderosa y exitosa empresa criminal
que respondió económica y políticamente al proyecto revolucionario. La
respuesta militar no se dio a gran escala en el sentido de “acabar” con las
guerrillas. Por el contrario, el
paramilitarismo diseñó, planeó y aplicó estrategias que terminaron con el
desplazamiento forzado de afros,
campesinos e indígenas. Un proyecto económico y social que siempre estuvo al
servicio de la gran agroindustria nacional e internacional.
Procesos de paz, como escenarios de “repolitización” del conflicto
Como se dijo líneas atrás, los
procesos de paz fueron escenarios con los que se intentó “repolitizar” el
conflicto armado interno. Es decir, devolver ese estatus, esa dignidad perdida
por el triunfo del capitalismo y del mercado y el consecuente vaciamiento del
sentido de la política. Quizás el único proceso de paz que no se pensó bajo esa
orientación fue el que se dio durante el gobierno de Belisario Betancur
Cuartas, dado que el contexto político ardía de manera natural.
Digamos que fue genuino el
interés de encontrar una salida negociada al conflicto, pero las fuerzas
tradicionales, una sociedad empobrecida culturalmente y unas élites de poder
incapaces de hacer ejercicios de prospectiva para hacer avanzar el país y
profundizar la democracia; y el poder de los militares, dieron al traste con
ese esfuerzo político. El nacimiento de la UP y su posterior aniquilamiento fue
clara expresión de un país dividido entre dos sectores: uno, capaz de darle
vida política a unas agrupaciones alzadas en armas y otro, más poderoso, que no
aceptó ni aceptará el ejercicio político de ninguna expresión de izquierda democrática
que a través del voto popular vaya a poner en jaque al poder tradicional.
Luego vendrían otros procesos de
paz con resultados positivos, expresados en la dejación de armas de
guerrilleros del M-19, Quintín Lame y PRT. Más por debilidad militar, dichas
agrupaciones se instalaron en el reducido espacio que las fuerzas democráticas
de la época les abrieron, en el entendido en que el Establecimiento no iba a
sufrir sustanciales transformaciones.
El Caguán
En cuanto al proceso de
negociación entre el gobierno de Pastrana y las Farc, había un trasfondo
económico que tuvo en el Plan Colombia al componente más importante. Sin duda,
volvió a tener el conflicto armado un talante político, pero por cuenta de los
intereses de los Estados Unidos y de otros países que aportaron dinero al Plan
Colombia para extender sus tentáculos en renglones de la economía como la
explotación de hidrocarburos, minería (oro), y la producción de agro
combustibles. El fracaso del Caguán, muy
bien estructurado por Pastrana, ayudado por la torpeza histórica de las Farc,
serviría más adelante para que el Presidente Uribe Vélez, con la ayuda de los
hechos del 11 de septiembre de 2001, lograra quitarle el cobijo político al
conflicto armado. Uribe intentó borrar la historia del conflicto armado,
reduciéndola a una amenaza terrorista, sostenida en la “guerra con el
terrorismo” promovida por los Estados Unidos.
Después de ocho años (2002-2010)
de un fuerte escalamiento del conflicto y de la inexorable consolidación del
proyecto neoconservador de los paramilitares y de las fuerzas económicas que se
finalmente se beneficiaron del desplazamiento forzoso, el conflicto armado
interno perdió, nuevamente, ese carácter político y esa dimensión política que
históricamente se había ganado por cuenta del alzamiento armado de las Farc y
del Eln, en los años 60.
Posterior a los aciagos años de
la lucha contra el terrorismo a través de la Política de Defensa y Seguridad
Democrática (PPDSD), vendría el Gobierno de Juan Manuel Santos Calderón, quien
nuevamente le devolvió el carácter político al conflicto armado interno, pero
desde un interés económico. Santos, en ese sentido, busca poner el fin del
conflicto armado a través de una negociación política que se sostiene cada vez
más en los intereses económicos de actores nacionales e internacionales
interesados en continuar explotando los recursos del subsuelo, pero en
condiciones óptimas de seguridad. No les interesa continuar con sus actividades
de explotación y expoliación, asumiendo
los costos de un conflicto armado. Santos devuelve el carácter político al
conflicto armado que su antecesor borró con una política pública, sobre la base
de unas necesidades e intereses económicos que de tiempo atrás pusieron sus
ojos sobre las riquezas que ofrece un país biodiverso como Colombia. Es posible
que en La Habana se esté diseñando una paz económica, sin mayores cimientos
políticos y sociales.
imagen tomada de elpais.com
[1] Desde la perspectiva del Estado-nación,
su debilidad se expresa en su incapacidad para consolidarse en todo el
territorio para brindar bienestar y seguridad a sus asociados. Además, de
precariedad para erigirse como un orden moralmente superior a la moral y a la
ética del pueblo que sobrevive dentro de su territorio.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario