lunes, 16 de febrero de 2015

Colombia necesita un Pacto General por la Verdad

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
                                     

El ex presidente César Gaviria lanzó una polémica propuesta. El político neoliberal dijo a EL TIEMPO que “…hasta ahora solo se ha hablado de justicia transicional para los integrantes de las guerrillas como para los miembros de la Fuerza Pública tanto por parte del Presidente de la República como de los negociadores. Tal decisión deja por fuera a los miles de miembros de la sociedad civil, empresarios, políticos, miembros de la rama judicial que de una u otra manera han sido también protagonistas de ese conflicto y que tienen muchas cuentas pendientes con la justicia colombiana. Ante esta situación, han surgido inquietudes sobre la necesidad de que la justicia transicional también cubra a los sectores no combatientes de las distintas ramas de la sociedad que de alguna manera fueron financiadores, auxiliadores o pactaron compromisos con grupos paramilitares o guerrilleros por beneficios electorales o por simple intimidación y con el fin de adelantar su tarea proselitista[1].

Lo dicho por el ex mandatario recoge lo que en su momento señalaron el Presidente Santos y el Fiscal General de la Nación, Luis Eduardo Montealegre Linett. Pero Gaviria fue más allá, pues incluyó  a sectores no combatientes que hayan tenido relaciones con los proyectos políticos que encarnaron las guerrillas y los paramilitares. A la propuesta de Gaviria Trujillo le añado lo siguiente: la generación de un gran Pacto General por la Verdad.

La firma del fin del conflicto que se negocia en La Habana, la refrendación de los acuerdos y su implementación necesitarán, inexorablemente, de un Pacto General por la Verdad. Un Pacto que debería incluir el listado de ganaderos, latifundistas, agroindustriales, militares, banqueros, industriales, élites, clase política y comerciantes, entre otros, que apoyaron el proyecto paramilitar y que a través de disímiles prácticas de cooptación y captura mafiosa del Estado (Garay, 2008), coadyuvaron a la profundización de la pobreza, la exclusión política y en general, al mantenimiento de las circunstancias objetivas que legitimaron el levantamiento armado en los años 60. 

El país necesita saber esa verdad. No basta con que las Farc reconozcan sus crímenes y el país cuantifique los efectos sociales, políticos, económicos, ambientales y culturales que dejó dicha agrupación y en general, los dejados por un largo y degradado conflicto armado interno. Las páginas de esta guerra fratricida no podrán pasarse fácilmente si se mantienen en secreto las terribles conexiones que actores económicos, sociales y políticos establecieron con los paramilitares y con un proyecto político claramente alejado de la necesidad de profundizar la democracia en los ámbitos social, económico y político.  

El paramilitarismo, como empresa criminal, se consolidó gracias a la penetración, cooptación y a la captura del Estado. De ese modo se pudo echar a andar un proyecto político de ultraderecha que entre 2002 y 2010 dio muestras de contar con el aval de una élite bogotana, y el respaldo de sus “espejos” regionales. Ese mismo proyecto que aún sigue vivo por cuenta del Centro Democrático y que aún cuenta con el apoyo de varios de los actores sociales, económicos y políticos de esa sociedad civil que ayer vio con buenos ojos y aplaudió las acciones políticas y criminales de las Autodefensas Unidas de Colombia. Y que cuenta, por supuesto, con el apoyo de un sector de las fuerzas armadas que se acostumbró a las prácticas desinstitucionalizadas que Uribe Vélez impuso durante sus años de mandato.

Esa empresa criminal es la mayor responsable de los desplazamientos forzados y de las masacres cometidas en el contexto de un degradado conflicto armado interno. Por eso, el país, la sociedad entera, necesita saber quiénes desde la sociedad civil apoyaron y patrocinaron el paramilitarismo.

Por lo anterior, la justicia transicional debe acoger no solo a los actores armados que participaron de las dinámicas del conflicto armado interno, esto es, la fuerza pública, guerrillas y paramilitares, sino a los actores no armados que hicieron posible que paras y fuerzas del Estado operaran juntas, o que las segundas facilitaran a los primeras la incursión en territorios que previamente unos pocos declararon como aptos para el desarrollo de proyectos agroindustriales, minería y/o ganadería extensiva, entre otras actividades. De allí que el desplazamiento forzoso fuera el mecanismo predilecto de los paramilitares y de aquellos que necesitaban que millones de hectáreas quedaran deshabitadas de los “incómodos” indígenas, afros y campesinos. Engañados viven aún aquellos que creen que los paramilitares se crearon exclusivamente como una fuerza contrainsurgente.

El país debe conocer el talante de sus élites. Sus miembros no son justamente un despliegue de moralidad y de un proyecto ético-político encaminado a consolidar un orden social, económico y político justo. No.

Con todo y lo anterior, el proceso de La Habana, los escenarios de posguerra, posacuerdos y posconflicto y la paz, necesitarán de un gran Pacto General por la Verdad. Quizás de esa manera y entre todos, podamos recomponer el camino de una Nación que necesita de otros referentes de moral y ética. Y es claro que dentro de las élites de poder tradicional subsisten débiles y acomodaticios valores democráticos, dado que están fundados en una ética de mínimos y una moral que sigue atada al poder de la Iglesia Católica y a las prácticas de una sociedad feudal, patriarcal, goda y violenta.

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