Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
El ex presidente César Gaviria
lanzó una polémica propuesta. El político neoliberal dijo a EL TIEMPO que “…hasta
ahora solo se ha hablado de justicia transicional para los integrantes de las
guerrillas como para los miembros de la Fuerza Pública tanto por parte del
Presidente de la República como de los negociadores. Tal decisión deja por
fuera a los miles de miembros de la sociedad civil, empresarios, políticos,
miembros de la rama judicial que de una u otra manera han sido también
protagonistas de ese conflicto y que tienen muchas cuentas pendientes con la
justicia colombiana. Ante esta situación, han surgido inquietudes sobre la
necesidad de que la justicia transicional también cubra a los sectores no
combatientes de las distintas ramas de la sociedad que de alguna manera fueron
financiadores, auxiliadores o pactaron compromisos con grupos paramilitares o
guerrilleros por beneficios electorales o por simple intimidación y con el fin
de adelantar su tarea proselitista”[1].
Lo dicho por el ex mandatario
recoge lo que en su momento señalaron el Presidente Santos y el Fiscal General
de la Nación, Luis Eduardo Montealegre Linett. Pero Gaviria fue más allá, pues
incluyó a sectores no combatientes que
hayan tenido relaciones con los proyectos políticos que encarnaron las
guerrillas y los paramilitares. A la propuesta de Gaviria Trujillo le añado lo
siguiente: la generación de un gran Pacto General por la Verdad.
La firma del fin del conflicto
que se negocia en La Habana, la refrendación de los acuerdos y su
implementación necesitarán, inexorablemente, de un Pacto General por la Verdad.
Un Pacto que debería incluir el listado de ganaderos, latifundistas, agroindustriales,
militares, banqueros, industriales, élites, clase política y comerciantes,
entre otros, que apoyaron el proyecto paramilitar y que a través de disímiles
prácticas de cooptación y captura mafiosa del Estado (Garay, 2008), coadyuvaron
a la profundización de la pobreza, la exclusión política y en general, al
mantenimiento de las circunstancias objetivas que legitimaron el levantamiento
armado en los años 60.
El país necesita saber esa
verdad. No basta con que las Farc reconozcan sus crímenes y el país cuantifique
los efectos sociales, políticos, económicos, ambientales y culturales que dejó
dicha agrupación y en general, los dejados por un largo y degradado conflicto
armado interno. Las páginas de esta guerra fratricida no podrán pasarse fácilmente
si se mantienen en secreto las terribles conexiones que actores económicos,
sociales y políticos establecieron con los paramilitares y con un proyecto
político claramente alejado de la necesidad de profundizar la democracia en los
ámbitos social, económico y político.
El paramilitarismo, como empresa
criminal, se consolidó gracias a la penetración, cooptación y a la captura del
Estado. De ese modo se pudo echar a andar un proyecto político de ultraderecha
que entre 2002 y 2010 dio muestras de contar con el aval de una élite bogotana,
y el respaldo de sus “espejos” regionales. Ese mismo proyecto que aún sigue
vivo por cuenta del Centro Democrático y que aún cuenta con el apoyo de varios
de los actores sociales, económicos y políticos de esa sociedad civil que ayer
vio con buenos ojos y aplaudió las acciones políticas y criminales de las
Autodefensas Unidas de Colombia. Y que cuenta, por supuesto, con el apoyo de un
sector de las fuerzas armadas que se acostumbró a las prácticas
desinstitucionalizadas que Uribe Vélez impuso durante sus años de mandato.
Esa empresa criminal es la mayor
responsable de los desplazamientos forzados y de las masacres cometidas en el
contexto de un degradado conflicto armado interno. Por eso, el país, la
sociedad entera, necesita saber quiénes desde la sociedad civil apoyaron y
patrocinaron el paramilitarismo.
Por lo anterior, la justicia
transicional debe acoger no solo a los actores armados que participaron de las
dinámicas del conflicto armado interno, esto es, la fuerza pública, guerrillas
y paramilitares, sino a los actores no armados que hicieron
posible que paras y fuerzas del Estado operaran juntas, o que las segundas
facilitaran a los primeras la incursión en territorios que previamente unos
pocos declararon como aptos para el desarrollo de proyectos agroindustriales,
minería y/o ganadería extensiva, entre otras actividades. De allí que el
desplazamiento forzoso fuera el mecanismo predilecto de los paramilitares y de
aquellos que necesitaban que millones de hectáreas quedaran deshabitadas de los
“incómodos” indígenas, afros y campesinos. Engañados viven aún aquellos que
creen que los paramilitares se crearon exclusivamente como una fuerza
contrainsurgente.
El país debe conocer el talante
de sus élites. Sus miembros no son justamente un despliegue de moralidad y de
un proyecto ético-político encaminado a consolidar un orden social, económico y
político justo. No.
Con todo y lo anterior, el
proceso de La Habana, los escenarios de posguerra, posacuerdos y posconflicto y
la paz, necesitarán de un gran Pacto General por la Verdad. Quizás de esa
manera y entre todos, podamos recomponer el camino de una Nación que necesita de
otros referentes de moral y ética. Y es claro que dentro de las élites de poder
tradicional subsisten débiles y acomodaticios valores democráticos, dado que
están fundados en una ética de mínimos y una moral que sigue atada al poder de
la Iglesia Católica y a las prácticas de una sociedad feudal, patriarcal, goda
y violenta.
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