YO DIGO SÍ A LA PAZ

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viernes, 14 de diciembre de 2012

LA CONDENA AL GENERAL SANTOYO

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo

La condena de 13 años, proferida por la justicia estadounidense, contra el general (r) de la Policía colombiana debería de servir como argumento para modificar, transformar o desmontar el ethos mafioso que el alto oficial incorporó y que logró diseminar en compañeros de curso y en otros oficiales, y quizás, en la institución policial.

Un ethos mafioso que por supuesto no sólo se inoculó en la Policía Nacional, sino que hace parte de las transacciones y las relaciones que los colombianos exhiben en muchas de sus prácticas sociales, económicas y políticas.

El hecho que un ex general sea investigado y condenado por un tribunal norteamericano no sólo debe avergonzar a la Policía Nacional, sino al actual Gobierno de Santos y a quienes tuvieron que ver con su carrera como oficial y por supuesto, a quienes directamente permitieron su llegada al grado de general, a pesar de una sanción de la Procuraduría General. Pero debemos ir más allá, pues dicha condena confirma el tutelaje que en materia judicial, política y económica ejerce la Unión Americana sobre Colombia.

El mensaje es claro: somos una democracia en riesgo, lo que legitima el tutelaje de los Estados Unidos de Norteamérica, un país que libra una lucha contra las drogas, enrarecida por sus ambivalentes posturas frente al consumo de sustancias psicoactivas.

El Departamento de Estado sabía de las andanzas de Mauricio Santoyo Velasco, así como las de presidentes, congresistas y militares, entre otros, que todavía falta por juzgar. Pero es en las altas esferas políticas donde se define hasta cuándo y cómo se usa la información que los servicios de inteligencia gringos recopilan y tienen de políticos, presidentes y miembros de las fuerzas armadas. Es decir, no se trata de una sorpresa, estamos no sólo ante una condena, sino ante un proceso de seguimiento y espionaje en el que las fuentes gringas saben muy bien qué hacen oficiales y políticos colombianos, bien porque de verdad los siguen para desenmascararlos o bien, porque los usan a discreción, según los intereses y las coyunturas políticas dadas en las relaciones asimétricas dadas entre Estados Unidos y Colombia.

Así las cosas, lo que se esperaría del actual Gobierno es un pronunciamiento en el que se exija al juez conocer de primera mano el listado de oficiales y de otros personajes que Santoyo Velasco denunciará, gracias al acuerdo que firmó con la justicia norteamericana, con el que finalmente logró una rebaja sustancial de su pena; además, debería el Gobierno de Santos anunciar la intervención de la Policía Nacional y proponer la modificación sustancial de su perfil institucional y la creación de mecanismos de vigilancia en el que participen actores de una sociedad civil que se debate en el dilema de seguir, soportar o denunciar ese ethos mafioso desde el que muchos de sus actores y agentes actúan en los ámbitos de lo privado y lo público.

Nuevamente, el Estado colombiano sufre un duro golpe como referente de orden social, político y cultural. Ante la sociedad, el Estado se desdibuja por las actuaciones criminales de oficiales como Santoyo. Y eso es lo grave de este asunto. ¿Cómo explicarle a jóvenes ciudadanos que un alto oficial de una institución que existe para proteger la vida de los civiles, haya ayudado a criminales de las AUC para cometer delitos y evitar la acción de la justicia?

La exigua confianza que hoy exhiben los colombianos en la institución armada y en general, en el Estado, disminuye otro tanto con el caso de Santoyo. De allí la necesidad de que la sociedad civil presione la intervención de la Policía Nacional y se implemente un monitoreo social de las escuelas de formación, de las actuaciones de sus miembros y por supuesto, que sirva para desmontar el cónclave de generales en el que se escogen los oficiales que ascenderán a generales.

Claro que no se puede esperar mucho de los gobernantes colombianos, en especial del Presidente Santos, pues la fuerte ‘burocracia armada’ se torna inexpugnable y a veces inmanejable, en especial si un gobernante pretende tocar intereses y modificar procedimientos.

De tiempo atrás las fuerzas armadas en Colombia vienen jugando un rol político en la sombra, a pesar de la prohibición de deliberar. La institucionalidad política depende casi del proceder y de los intereses de policías y militares, lo que hace posible en Colombia hablar de una democracia uniformada, desde la perspectiva del poder político alcanzado por las instituciones armadas.

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