Por Germán
Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Quienes exigen a gritos, al Presidente,
que rompa los diálogos de paz de La Habana; aquellas voces, como las de Uribe y
el Procurador General de la Nación, que ponen plazos perentorios y nuevas
condiciones al Proceso de Paz y a los negociadores de las Farc y del Gobierno;
aquellos, millones de colombianos, que desde la ignorancia, consumen lo que a
diario “informan” medios televisivos y radiales como RCN y Caracol, la FM y la
W; y por supuesto, las élites y la burguesía que usan y azuzan a los militares para torpedear
los ceses unilaterales anunciados por las Farc, o que facilitan las cosas para
que esa guerrilla cometa verdaderos ecocidios, o golpee a las propias fuerzas
armadas, todos ellos, tienen Miedo.
Sí, ellos y la Colombia urbana y rural
entera, tienen miedo. La
clase dirigente tradicional, las élites que jamás supieron liderar un proyecto
de Estado-nación que incluyera, reivindicara y aceptara las diferencias
regionales, culturales y étnicas, tienen miedo.
Lo mismo sucede con los grupos emergentes que hoy ostentan algún poder
económico y político: tienen miedo.¿A
qué le temen? A la democracia, a reconocer que se equivocaron y que jamás han
sido referentes políticos, éticos y/o culturales, capaces de guiar a una
sociedad confundida en su historia. Y tienen miedo porque la Derecha vivió cómoda con el conflicto armado interno, porque jamás estuvo en riesgo su poder. Ahora tienen miedo de perderlo en los escenarios electorales del posconflicto.
Como sociedad conservadora, machista y
patriarcal, el miedo al cambio, a lo diferente y a tener
que reconocer a Otros, adquirió un talante político y tiene expresión
ideológica. De allí que el miedo a permitir que el Estado y la sociedad
se transformen sea, de tiempo atrás, un asunto político, ideológico y
cultural. Nos acostumbramos a vivir así, en medio de la guerra, de la desidia,
de la corrupción, de la muerte. Los ríos de sangre no nos conmueven, solo los
vemos correr, sin inmutarnos. Son un espectáculo más.
Varios hechos así lo indican. Cuando
nace la Unión Patriótica (UP), a la derecha, a las élites, a la ultraderecha y a las
fuerzas tradicionales, les dio miedo el respaldo social y la fuerza
política y electoral que dicho partido alcanzó en poco tiempo. Terror profundo
cundió en las huestes de viejas instituciones sociales, militares, religiosas y
políticas: la izquierda
tomaba fuerza y buscaba el poder político.
Se asustaron tanto, que la reacción
violenta que exhibieron legitimó el genocidio del que fue objeto la UP. Una
reacción propia de un ser humano atormentado por su propio devenir. Y asesinaron
a más de 4.000 militantes de la UP.
Los asesinos, pero sobre todo, sus
patrocinadores, lograron un estadio de tranquilidad, sosiego y paz cuando se dieron cuenta de que la sociedad entendió el mensaje: no es posible proponer
cambios. El miedo, entonces, se filtró a la sociedad, se naturalizó
aún más. Desaparecieron a aquellos que, por la vía electoral, buscaron
profundizar y ampliar la democracia. No les dieron la oportunidad de
equivocarse. Parece ser que fallar o equivocarse es exclusivo de las élites, de la burguesía y
del poder tradicional. De la Derecha.
El miedo,
como elemento natural de la especie humana, al ir de la mano de la cultura, se
convierte en ideología. De allí que se encubra y se asocie ese miedo al cambio,
con la tradición, y por esa vía, se naturalice el poder que unas pocas familias
han acumulado a través del despojo, la violencia, la tramoya, la mentira, la
perfidia y la captura del Estado.
La férrea oposición al proceso de
negociación que se adelanta en La Habana, bien se puede explicar desde el miedo. Hay miedo a la historia y a reconocer que, en
las circunstancias objetivas que legitimaron el levantamiento armado interno,
subsisten máximas responsabilidades en las clases dirigente, empresarial,
política, eclesiástica y militar; las mismas que han hecho todo para mantener
en la completa oscuridad, a millones de colombianos, confundidos en una naturalizada ignorancia e incapacidad para
comprender su propio contexto.
En el fondo, quienes se oponen a la
firma de un armisticio que le ponga fin al conflicto, exhiben un miedo profundo a escuchar los discursos de
los líderes de las Farc, pues reconocen la posibilidad que hay de que terminen
por darles la razón a quienes osaron levantarse en armas. Y eso resulta
inaceptable, porque la tradición, el linaje y la experiencia son factores
sustanciales sobre los que las élites fincan su poder. Ese poder, así expuesto,
se torna terco, obstinado, obtuso, arisco y huraño.
Si bien el miedo hace parte de la política y del
ejercicio del poder, esa característica se intenta ocultar detrás de discursos
que insisten en viejas dicotomías e, incluso, nos recuerdan episodios propios
de la guerra fría. Esos
discursos que ocultan el miedo al cambio, claramente desestiman la
posibilidad de probar otros modelos de Estado, mercado, sociedad y ciudadanía.
De pensar y probar otras posibilidades de vida, a pesar de los riesgos que
siempre conllevará tratar de vivir juntos dentro de un territorio.
Somos, entonces, una sociedad con miedo. Miedo a vivir sin el sonido de las armas.
Nos hemos acostumbrado tanto al olor de la muerte y al aturdidor canto de los cañones, que no somos
capaces de imaginar cómo sería tratar de vivir, sin que medie el poder de las
armas y la belicosidad de los combatientes. Como sucede con animales domesticados,
nos acostumbramos a los “comandos” que nos entregan unos Amos, que fungen como
verdaderas deidades.
Nos aterra dialogar y dar la
oportunidad para que otros se expresen. Nos da terror la posibilidad de que nos
convenzan y de que erosionen nuestras creencias y certezas. Por ello, es mejor
alejarnos de esos Otros que sacaron tiempo para cuestionar el poder e intentar,
por la vía de la lucha armada, tomárselo para que sirviera a todos y no a unos
pocos. Por lo menos, ese fue su sueño.
En el fondo, nos hemos acostumbrado a
la vida que unos pocos nos propusieron e impusieron. Y claro, nos da miedo que aquellos que dedicaron su vida a
combatir ese orden al que nos hemos aferrado, a pesar de su histórica debilidad
e ilegitimidad, resulten peor a quienes por tradición, poder y linaje, han
sometido a una Nación a vivir en medio de un excremental orden social, político
y económico, que para muchos, deviene justo y legítimo.
Quizás, cuando reconozcamos que tuvimos
y que tenemos miedo a la paz, entonces, estemos listos para apoyar el fin del
conflicto y su negociación política, a través del diálogo. Mientras tanto, aquellos y cientos de miles de colombianos seguirán pidiendo más guerra, porque ella les oculta el miedo que tienen de esculcar sus vidas y el devenir del orden establecido, y, además, les ahorra el ejercicio de pensar en quiénes realmente recae la responsabilidad histórica de lo que ha pasado en Colombia. Les evita, la guerra, superar la vieja, anacrónica y equívoca dicotomía con la cual se suele comprender el conflicto armado colombiano: se trata de un enfrentamiento entre Buenos y Malos.
Imagen tomada de abc.es
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