YO DIGO SÍ A LA PAZ

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viernes, 22 de octubre de 2010

CALI: UN SOLO LIBRO, VARIOS “EDITORES”


Por Germán Ayala Osorio.

Pensemos por un momento que la Ciudad es un inmenso libro, bueno, no tan inmenso, pero si lleno de historias, diálogos y hasta con ilustraciones que se nos hacen más o menos difícil o grata cualquier lectura.

Los libros, los buenos libros, dicen cosas, nos ilustran y alegran, nos entristecen y responden los interrogantes que les lanzan al paso de sus páginas. Uno los ama, porque a los libros hay que amarlos dado que ellos no traicionan nunca. Son fieles a lo que dicen y nos esperan siempre en un rincón.

Nosotros siempre nos vamos y los retornamos. Así las cosas, los libros son como las ciudades. Imaginemos entonces que la Calle 5, la Pasoancho, la Avenida del Río, la Autopista suroriental y la Simón Bolívar son las páginas de ese gran libro llamado Cali; y que los barrios, sus capítulos.

Y es en esa Cali, pensada como libro, en la que muchos encuentran los más diversos temas, que van desde las páginas de frivolidad, de violencia, de mujeres hermosas, del teatro y claro está, de las que han escrito los “traquetos”, pasando por las que ‘hablan’ de la pérdida de valores arquitectónicos y ambientales.

Volvamos a las calles. Ellas, como dije, son páginas eternas, cuya tinta apenas si alcanzamos a ver secar. Páginas o calles, en las que se escriben, en tiempos diferentes, disímiles e interminables historias que son interpretadas de mil formas.

Pero si miramos a la ciudad en su textualidad, hay que tener en cuenta que los textos urbanos tienen un trazo rápido, tan rápido que la letra es apretada para dar cabida a la sucesión vertiginosa de narraciones. Por ello, entre una generación y otra, en una misma esquina, hay mil cuentos escritos. La ciudad como libro, tiene hojas con innumerables notas a pie de cada página.

La diferencia quizás más dolorosa entre un libro y la ciudad es que mientras el libro queda en el estante sin ser alterado a menos que sea reeditado, la ciudad en su proceso narrativo, crece con borrones y tachaduras profundas entre el presente y el pasado.

De igual manera, una ciudad no se puede guardar, pues es un libro vivo, que se lee - escribe a diario. Cada ciudad asume un terrible riesgo de perder la memoria en una carrera por estar de vez en vez, mejor empastada como los libros de Madrid o New York.

Creo entonces entender al escritor Fernando Cruz Kronfly cuando dice que los “habitantes de la ciudad imaginan que todo allí puede ser ‘mejorado’, es decir, demolido - vuelto a hacer, incesantemente. No faltará quien se duela del costo cultural que esto pueda significar respecto a la memoria histórica y arquitectónica.”1

Esa lógica de re-construir, de re-hacer y tumbar y desmontar como espectáculo circense pertenece a la dinámica de unos “editores” insertados en la era del marketing urbano para reproducir en cada espacio réplicas, copias falsas de un libro –ciudad original que fue escrito en otras tierras, con otros ojos y momentos históricos precisos.

Esos tachadores, censores de redacciones pasadas, de estilos en donde el tiempo pasado no tiene sentido frente a un presente continuado, son típicos de aquellos grupos de poder que determinan qué se queda, qué debe mantenerse, qué es útil y qué no. Y en esa perspectiva, de editores incultos, el libro va perdiendo páginas y capítulos enteros, dejando a la ciudad sin historia, sin memoria, en un acto de prepotencia de ciudadanos trashumantes, que al saberse finitos y pasajeros, simplemente reproducen los preceptos de una racionalidad mercantil y económica. Quizás se represente así el absurdo del que nos habla Camus en el Mito de Sísifo.

¿Cómo acercarnos a ese difícil libro en el que hemos convertido a la Ciudad?, ¿Cómo deleitarnos y sufrir con sus páginas, sus portadas y sus capítulos?; ¿cómo escribir la historia de la ciudad sin desconocer las múltiples miradas que de ella hacen los ciudadanos, los transeúntes, los ‘nuevos nómadas’?; ¿cómo no reconocernos como parte de la historia de Cali, cómo participar de la historia y en su redacción?.

Pues viviendo, pero no en sentido virtual, sino real, en nuestro tiempo de lectores, de ciudadanos, de sabernos que somos incluso más que lectores. Somos letras, palabras, somos discursos que deambulamos, unos por calles estrechas y otros por avenidas, por semiautopistas y otros que de manera simple, pero estratégicamente, circulan por recovecos, por callejuelas, a poca velocidad, porque saben que caminando despacio y revisando los cruces es que la ciudad se hace y se deshace, se lee, se escribe y se relee.

Y esto lo saben muy bien quienes tienen que ver con la propuesta discursiva de la ciudad. Estoy hablando de urbanizadores, de los políticos y de todos aquellos que no ven la ciudad como libro. Y de aquellos, que “prisioneros de la mitología del progreso”, saben que también son discursos plenamente lógicos. Todos ellos han hecho de la Ciudad un libro incoherente, difícil de leer, de entender, de querer, de amar, de proyectar, y hasta de disfrutar. Digamos entonces que la ciudad, como texto, se parece al texto político : Incoherente, como si fuera escrito a varias manos sin un norte definido, sin objetivos claros.

Estos editores urbanos como dice Jesús Martín Barbero, no quieren que los “ciudadanos se encuentren sino que circulen, porque ya no se les quiere reunidos sino conectados.”2

Hablamos de leer la ciudad, pero cómo leerla. Pues bien, la lectura como el buen vecino requiere de una mirada más humana, amable y no cibermoderna. Con ella, es decir, con una mirada humana, logramos romperle el espinazo a los urbanistas y planificadores que hacen de nuestras ciudades, de nuestra Cali, un libro sin portada, un texto sin continuidad, sin cohesión, sin coherencia, una novela sin final.

Así veo y entiendo porqué nuestro Cristo Rey y nuestras Tres Cruces están ocultas en un bosque de agujas tecnológicas infames y porqué a nuestros 7 ríos les hemos arrebatado la vida.

De allí que los diseños ultramodernos responden más a la lógica de los contratos que a la solución de los reales problemas de comunicación de la ciudad. Ellos, los editores incultos, quieren acabar con nuestro patrimonio arquitectónico, entre otras cosas.

Y si en la ciudad nos encontramos para mirarla como texto, como libro, entonces aparece la palabra como recurso clave. Creo, por ello, que la ciudad no puede olvidarse, debemos apropiarnos de ella, como nuestra mejor obra. La ciudad y el libro, con la riqueza de lenguajes, nos hacen la vida más llevadera, por eso hablar de ella, de Cali, es importante.

Que circulen entonces los libros, que circulen los discursos, no más flujo vehicular, no más puentes, no más complejos viales. Necesitamos que fluyan las historias. Necesitamos lectores amantes de su libro-ciudad.

Y es que Cali, como concepto, no puede seguir siendo mirada como carpa de circo que se desmonta a capricho o al vaivén de las ferias. Ella, “ya no podrá seguir siendo considerada sólo como una simple ‘instalación física’, sino como lo que realmente es, una estructura eminentemente cultural. Objeto, por tanto, de diversísimas miradas. Entre ellas, la mirada literaria.”

En esa dirección, es importante reconocernos como parte de la ciudad. Pero no como simples ciudadanos, con derechos y deberes, sino como discursos, como ideas que van a hacer parte de las historias de Cali.

Pensarse como ideas, como discursos, asegura, más que una responsabilidad civil, un sentido histórico. Somos relatos y metarrelatos, somos generadores de historias, somos lenguajes y podemos echar mano del lenguaje, con todo y sus dobleces, para contar historias pues finalmente para eso vinimos al mundo.

Si cada ciudadano asumiera el papel de cronista, de contador de historias e incluso de ensayista, Cali se llenaría de sentido, de vida, de metarrelatos; si todos nosotros asumimos el compromiso de escribir y leer, de ser lectores - escritores, estructuraremos una mejor ciudad, a partir de las múltiples relaciones que se establecen con el lenguaje.

Generamos relaciones para sobrevivir”, dicen por ahí. Porque lo que se está discutiendo aquí es la supervivencia del hombre común cuando se habla de ciudad y de libros.

Y es así porque hemos hecho de Cali una ciudad sin posibilidad de relaciones humanas. Una ciudad sin espacios confortables para llegar y leer tranquilos la prensa, un poema, un cuento o una carta de despedida sentados en un parque o en un olvidado café.

Una ciudad sin sombra y sin un mínimo de silencio es una ciudad que muere o es asesinada por quien sea. Reconozcamos entonces que las relaciones que establecemos dentro de la ciudad están, infortunadamente, mediadas por el factor económico, de allí que se agreguen problemas de toda índole.

Y por estos factores es que entre los correctores de estilo de nuestra ciudad o los “levantapuentes”, y los precios altos de los libros hay una cercana alianza: el dinero y el hombre. No la necesidad de hacer cultura en el sentido de crear y generar vida.

Pero volvamos al libro. Si dominamos el lenguaje, si aprendemos a leer, si amamos la lectura, si amáramos los libros, seguramente tendríamos una mejor ciudad, por lo menos la gozaríamos mejor.

De nosotros depende entonces qué tipo de libro queremos que sea Cali. Hay muchas posibilidades: un libro con páginas enteras dedicadas a la frivolidad, a la violencia, al fútbol, a la salsa; o un libro con múltiples miradas e inagotables historias y personajes verdaderamente humanos capaces de decirnos que vale la pena vivir esta Cali y aceptarla a cada vuelta de página.

Hagamos ciudad a partir de la lectura y de la escritura. Escribamos, o mejor, caminemos desnudos, así ello implique un riesgo que se acerca a lo que se plantea en las siguientes líneas:

“...Un mal poema implica un mal poeta, un relato defectuoso supone un escritor inhábil y un cuadro bobo nos hace siempre pensar en aquel pintor. Una ciudad deshecha remite, por el contrario, a múltiples autores: arquitectos avaros, funcionarios complacientes, especuladores, ciudadanos sumisos y fraccionadores disfrazados de urbanistas. Personajes activos, termitas infatigables que trabajan, roen, desde hace años.”3

Ellos, funcionarios complacientes, arquitectos e ingenieros y dirigentes nos han dicho cómo debemos gozarnos la ciudad, cómo vivirla y sentirla; cómo recorrerla y hasta la velocidad bajo la cual debemos transitar; nos han escrito la historia, han llenado las páginas de Cali de una racionalidad positivista que sólo tiene sentido para ellos; por eso, tenemos que leer y escribir, entenderles sus discursos, sus propuestas para que a través del lenguaje, les propongamos otras lecturas, otras miradas, otras formas de pensar y hacer ciudad. Para que cambiemos la historia de Cali.

Pasando algunas páginas

Al pasar las páginas de Cali encontramos lugares y no lugares (Marc Augé), e incluso esquinas que generan miedo y hasta terror, pero que hacen parte de ese libro. Pero también encontramos hechos, que pueden ser noticiosos o que quizás nunca, sus protagonistas, serán noticia porque ese estatus no se lo ‘merecen’.

Quizás es hora de hablar de los libreros de Santa Rosa. Hablemos de ellos dado que fueron durante mucho tiempo un referente para los caleños. Y estoy hablando de cuando ellos, los libreros, ocupaban el llamado espacio público, los andenes, incomodando a transeúntes y a la competencia organizada, a escritores y defensores de los derechos de autor.

Eran entonces la página “fea” de Cali, por qué no decirlo, esa página que todos quieren saltar, pasar de largo, porque en ella hay hechos densos de entender y comprender. Seguramente párrafos complejos y hasta farragosos.

Eso eran ellos justamente: “párrafos” que generaban dolor de cabeza a políticos, o quizás una oportunidad para éstos en plena campaña electoral, o quizás tema de discusión para planificadores urbanos y vecinos del sector que veían con preocupación cómo su entorno perdía valor comercial. Este sector muchos lo consideraron como marginal, quizás como una nota al margen que con el tiempo se convirtió en un capítulo de la historia de Cali.

Qué curioso que una ciudad, con sus dirigentes a bordo, se haya dado el lujo de tener por tanto tiempo a cientos de miles de libros relegados en casuchas, amontonados y dejando que de ellos, libros y libreros, se escribieran páginas enteras maldiciendo su llegada y su existencia. Cuántos de esos libros contienen parte de la historia de Cali y cuántas historias hay en cada librero que están a medio contar.

Los libreros de Santa Rosa fueron escribiendo su propia historia, porque ellos se pensaron como lectores - escritores, es decir, leían la ciudad desde sus casetas y desde de sus complejas realidades, e iban escribiendo páginas enteras de la Cali que les permitía subsistir.

Fueron los libreros, durante mucho tiempo, un referente para los caleños que buscaban el libro pedido en el colegio, o el libro perdido que se buscaba leer de nuevo. O sólo quien sabía que leyendo muchos libros podría leer y entender la ciudad, reconociendo que ella es un libro. Se sabían lectores – escritores y al mismo tiempo fueron adquiriendo la categoría de “editores”.

Sigamos en Santa Rosa. Los libreros trazaron un hito, un mojón. De ese lado del andén de la carrera 10, de la página 10, al frente ubicaron un límite, una frontera invisible, pero real cuando de buscar hechos se trataba. Y era tan clara esa frontera, que al pasar la página 10, se entraba a un capítulo aparte, a un apéndice, en el que aparecían la marginalidad, la prostitución, el vicio, los marginados, aquellos excluidos social, económica y políticamente, pero que hacen parte de la historia de Cali. Y allá justamente, en donde las historias, los relatos y los metarrelatos abundan, muchos editores decidieron hacer a un lado hechos de la realidad caleña.

Atravesar la página 10, esto es, la Calle 10, es posible “porque las calles son ahora todo menos un lugar de encuentro. No es ya un lugar de convivencia o de encuentro; es, más bien, el precio que pagamos por llegar de una casa a otra. Nos hemos resignado a que sean feas, duras e inhóspitas.”

Y lo más curioso es que ambas fronteras, ambos hitos, marginados y libreros, eran vigiladas por la Iglesia, otro de los editores de la ciudad, que lleva el nombre del sector.

Reconozcamos entonces a la Iglesia como uno de los poderosos editores de la historia y del devenir de la ciudad. Miremos entonces a la Iglesia, uno de los primeros editores de la ciudad colombiana.

Y la Iglesia toma el nombre de “editor”, dada la posibilidad que tiene, por su poder, de validar ciertos hechos concretos, de legitimarlos según sus propios intereses, o según los intereses de otros “compañeros editores”, como la Justicia y las Fuerzas Militares en representación del gran editor llamado Estado o del Leviatán de Hobbes; pero también fungen como “editores” los Comerciantes, la Universidad y los Sindicatos, entre otros.

Todos estos “editores”, se incluyen los libreros, han afectado la redacción del libro. Ellos se saben lectores - escritores, es decir, saben que pueden proponer lecturas de la ciudad a los demás, pero también saben que son protagonistas de ella y parte fundamental de los discursos y de las miradas que de ellos o de la ciudad se hagan y se propongan con el tiempo. Simplemente, hacen historia, participan de ella, pero también dicen qué y cómo debe escribirse la historia.

Ese reconocer la importancia de ciertos hechos, de descalificar o no ciertas lógicas, dinámicas y formas de pensar y de actuar de ciudadanos, ilustres o no, determina un lugar en el libro, en determinado capítulo, o aseguraría un lugar en la portada. Y puede también determinar si va o no va en el libro. Es decir, la función de editor es clara.

Cuando pienso en la Iglesia como “editor”, lo hago desde la posibilidad que tiene de proponer lecturas de los hechos cotidianos. La capacidad de seleccionar y desechar información alrededor de hechos o sucesos infortunados para la ciudad, reprochables, quizás como una especie de Fe de Erratas, en donde esos mismos hechos se reconocían como errores por los avatares de la vida, pero no reconocidos como problemas estructurales de la sociedad caleña.

Pero hablemos de otros “editores”, que han cumplido con sus tareas con mejores resultados. Déjenme contarles una historia porque surge de los días previos a escribir estas páginas; recorría las trajinadas calles de Cali en compañía de una buena amiga. Hablábamos justamente de pensar la ciudad como libro. Después de oírme con atención, ella recordó una historia, indagó algunos detalles y la reconstruyó para mí, para ustedes. Esta es:

Ignacio Torres Giraldo, viejo comunista y compañero apasionado de María Cano, se refugia en Palmira durante 2 o tres años, por allá por 1965, cuando por esas cosas de la política lo expulsan del Partido y para no abandonar de algún modo su lucha ideológica monta la librería Cervantes.

Ésta funcionó en la segunda calle en importancia del municipio vecino, en una vieja casa de un primo del poeta y político Jorge Zalamea, junto al Edificio Mürle. A un amigo, Giovanny Saa, constante visitante de su negocio, le confiesa que tiene lectores asiduos, quienes sin embargo no desaprovechan oportunidad de robarle los libros que su mañoso descuido permite. Allí, en los estantes de libros vendidos a consignación reposaban por poco tiempo los libros que le enviaba la editorial Bedout y la librería Cultura, editora oficial del Partido Comunista.

Estamos hablando de hace 35 años, cuando su selecta clientela la conformaba entre otros, algunos bibliófilos, rebeldes sin dinero y lectores ávidos, sin suficiente presupuesto para adquirir los tomos que anhelan como a una mujer inalcanzable.

La plata no alcanza y el libro es un placer que se da una población con ciertos privilegios; pero el deseo es mucho y muchos se dan a la tarea de sustraer clandestinamente uno que otro ejemplar, con la creencia de que el dueño del negocio ni se entera. En esa época de menos vicios, un libro se roba para ser leído.

Pero ellos, no se enteran de que él lo sabe y que además los justifica: ¨Ladrón que roba libros, es un ladrón culto y si le hago escándalo lo espanto y no me vuelve a comprar¨ decía con tono de viejo zorro, el que fuera antes dirigente comunista.

Igual maña desarrollaba un paisa andariego y autodidacta, que llegó a Palmira desde Urrao, Antioquia. Su nombre: Julio César Quiceno. Por los años sesenta montó su propio negocio de libros; éste si con una combinación tan ecléctica que en los mismos estantes cabían los filósofos griegos, los expertos en esoterismo, publicaciones católicas y hasta consumados autores anarquistas.

A su negocio lo bautizó al principio, ¨Librería Voltaire", pero conocedor del anticlericalismo del autor francés, decidió cambiar de local y de nombre y le puso Librería ¨Minerva¨ para atraer entre sus clientes a los católicos escandalizados con Voltaire. En una tarde en la cual el paisa le administró una buena borrachera al amigo, le confesó que él sabía perfectamente cuáles de sus clientes habituales le robaban libros. Giovanny le había birlado un deseado ejemplar de ¨El amor, las mujeres y la muerte ¨ de Schopenhauer.

El paisa Quiceno no tuvo problema en sumar el ejemplar a las cuentas pendientes y paulatinamente descontárselo en cada cuota. Nuestro amigo lo pagó, lo leyó y ni se enteró hasta la tarde de aquella imborrable borrachera. La vergüenza no le permitió volver a robar libros, siguió comprándolos, coleccionándolos y leyéndolos.

Estas son sólo dos historias de libros, regadas por las calles de una ciudad que en su discreción cobija personajes distintos: noctámbulos, diletantes, beodos con enormes y desperdiciadas inteligencias, mujeres distantes a veces, como un libro puesto en una vitrina y libros deseados y alcanzados, en un amor gentil que lleva al caballero a robarlos y devorarlos en una noche de pasión por el conocimiento que encierran.

Y créanme, eso poco sucede hoy cuando leer y pensar son cosas raras. Por ello me sonrío cuando entro a las bibliotecas de nuestras universidades y hay grandes sistemas de seguridad... ¿para qué? Si poco entran o cuando entran es para algo diferente a leer... ¿para qué cuidar cuando lo que hay es que dar el libro en regalo? Así, entre anécdotas de libros y libros que son calles y gente, les cuento que tenemos ante nosotros dos opciones: la primera, leer- escribir; y la segunda, morirnos siendo mediocres espectadores.
”7

Una invitación final: miremos con recelo a todos los “editores” tradicionales. A los comerciantes, a los políticos, planificadores, al Estado, a la Iglesia. Seamos nosotros mismos editores de nuestra propia realidad. Que nadie más nos redacte la historia y nos digan cómo, qué leer y sobre qué escribir.

Y vuelvo a la idea planteada líneas atrás: escribir es como andar desnudo con todas nuestras ‘vergüenzas’, desafiando no sólo al viento sino al discurso moralizante que atraviesa a la ciudad y a nosotros mismos. De allí entonces la invitación a que todos nos desnudemos.



Notas:

1. CRUZ KRONFLY, Fernando. Las Ciudades Literarias. Revista Universidad del Valle. Número 14. Agosto de 1996. p. 12.
2.Ibid. CRUZ Kronfly. p. 15.
3.MARTÍN – BARBERO, Jesús. La Ciudad Virtual. Revista de la Universidad del Valle. Número 14. Agosto de 1996. p. 31.
4. Op cit., CRUZ KRONFLY. p. 5.
5. Ibid., CRUZ KRONFLY. p. 16.
6. Ibid., CRUZ KRONFLY. p. 17.
7.El texto pertenece a Diana Margarita Vásquez Arana. Investigadora y docente de la UAO.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Germán. Me recreó mucho la lectura del ensayo sobre la ciudad de Cali. Me pareció muy bien escrito y con un estilo poético muy cautivador.

Te felicito.

Anónimo dijo...

Que machera lo disfrute .

Lucy