Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
¡Se murió Chávez! Se murió el Comandante, el coronel golpista, el líder mesiánico y megalómano, el Presidente de Venezuela y el líder de lo que muchos llaman socialismo del siglo XXI. Casi toda Venezuela llora su muerte y en varios rincones de América Latina las lágrimas, por su deceso, no se pueden contener.
Si, se murió un líder continental que revivió una vieja lucha ideológica que muchos creían superada por el triunfo del capitalismo. Enconado enfrentamiento ideológico, militar, económico y político que provocó guerras, intervenciones militares y humanitarias, que sólo sirvieron para confirmar la perversidad de la condición humana, su fragilidad, pero también lo delirante que puede ser buscar y conservar el poder político a toda costa.
Se murió Hugo Rafael Chávez Frías, un líder mesiánico que gobernó por 14 años a unas mayorías excluidas e invisibilizadas por el modelo neoliberal y por unos cuantos miembros de una casta venezolana, blanca, oligárquica y dañina. Fina ralea que extiende sus tentáculos por Colombia y por América Latina, empobreciendo a varias naciones, saqueando recursos, concentrando la riqueza en pocas manos y jugando el pérfido juego del sistema financiero internacional.
Chávez pudo guiar la vida y las esperanzas de millones de venezolanos que viejas oligarquías jamás vieron. Chávez les dio identidad, voz, iluminó sus vidas, les subió la autoestima y de alguna manera, les recordó que también eran seres humanos. Chávez Frías confirmó que años y años de exclusión social, política y económica de vastos sectores sociales, van abriendo el camino para que líderes carismáticos y mesiánicos recojan el generalizado descontento y lo conviertan en arma política, para alcanzar el poder del Estado. Y con el disfraz de demócratas y de revolucionarios, se atornillan en el poder creyéndose irremplazables.
Chávez Frías, el Comandante golpista, logró darle dignidad a millones de venezolanos. Y lo hizo, apoyado en una rabiosa, pero peligrosa reivindicación étnica, con la que él, un mestizo poco agraciado, logró mover las sensibles fibras de millones de pobres y excluidos, que asumen su llegada como una acción divina. Chávez refundó los símbolos estéticos que una élite blanca y perfumada sembró y con los cuales gobernó por muchos años.
Se equivocó el coronel Chávez. Creyó que era perenne. Dijo, en varias ocasiones, que no quería morir. Se sintió tan poderoso, que no contemplaba la natural condición humana: morir. Jugó a ser Dios y eso, en política, es peligroso y profundamente inconveniente. Ahora, sus sobrevivientes seguidores, lo despiden con llanto, oraciones y peticiones, acciones muy propias de confiados e incautos feligreses que confían sus vidas y su futuro, a una imagen, a un ícono, a un ser casi divino que una vez los salvó del proceso de cosificación que soportaron en años de exclusión y abandono estatal.
Quedan muchas lecciones por descubrir y por entronizar, pero sobre todo, mucho por comprender de este fenómeno mediático, social, cultural y político que guió a Venezuela por 14 años. Años y años de un proceso revolucionario que queda inconcluso, pues no modificó sustancialmente las tradicionales formas en las que opera el poder del Estado y en las que opera un mundo sumido en un desarrollismo y en una loca carrera por consumir y acumular, que termina por deshumanizar a una frágil condición humana.
Paz en su tumba, pero sobre todo, paz para un país y para una nación que requieren con urgencia sentarse a dialogar, en medio de las diferencias, para hacer posible que vivir con dignidad, responsabilidad y con alegría, no dependa de la buena voluntad de un Presidente, sino que obedezca a formas regladas y consensuadas de una nueva cultura. Allí está realmente la revolución.
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