Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Las protestas de campesinos del Catatumbo es la expresión genuina de lo difícil que ha resultado, históricamente, avanzar hacia la construcción de un orden justo, para quienes desde sus saberes e intereses optaron por vivir de lo que la tierra les puede ofrecer. Orden injusto que hoy, en el contexto de los diálogos de paz en La Habana, entre el gobierno de Santos y la cúpula de las Farc, está en cuestión en la perspectiva de transformar las férreas estructuras de un Estado que sólo sirve a ciertos sectores privilegiados.
Es decir, mientras que en La Habana guerrilleros y representantes del Gobierno ponen sobre la mesa sus propuestas para reconstruir este perverso orden social, económico y político que se llama Estado, las realidades socioeconómicas y socioambientales de miles de campesinos de esa geoestratégica zona de Colombia, no sólo cuestionan una historia de abandono y de violencia estatales, sino que le ponen un enorme manto de duda sobre el real interés, pero por sobre todo, de la capacidad del Estado de poner en marcha acciones de desarrollo alternativo, justo y viable humana y ambientalmente, como parte de un esperado posconflicto.
Si Santos de verdad desea aportar a la reconstrucción de este casi fallido orden político, mientras avanzan los diálogos en La Habana, bien podría asumir el Catatumbo como un laboratorio de posconflicto, liderando reformas que den respuesta efectiva a las legítimas y sentidas demandas de los campesinos que hoy se movilizan.
Pero Santos no lo hará. Y no lo puede hacer porque su agenda teleológicamente está orientada para extender y profundizar un modelo de país, de sociedad y de Estado, en el que las circunstancias de pobreza y de exclusión se mantengan en condiciones ‘normales’, es decir, que a pesar de los sangrientos enfrentamientos entre la policía y los manifestantes (civiles desarmados), el orden, al final, triunfe. Además, Santos dirige los destinos del Estado con la clara intención de perpetuar un desarrollo extractivo que avanza sin control a través de la locomotora minero- energética y la extensión de proyectos agroindustriales, pensados justamente para desestimular o acabar con la autonomía alimentaria y laboral de comunidades indígenas, afro y campesinas.
Así las cosas, el gobierno opta por descalificar la protesta señalando que está infiltrada por las Farc y cerrar así los ojos ante las consecuencias de un desarrollo extractivo y de la puesta en marcha de proyectos propios de una economía de enclave en donde campesinos, indígenas y afrocolombianos son obstáculos que deben aniquilarse o por los menos, neutralizarse.
Su decisión de viajar a Europa para buscar que Medellín fuera sede de unas justas deportivas es prueba clara y fehaciente de que los intereses urbanos y su concepción de desarrollo, fincada en la construcción de ciudades para el sistema financiero que está detrás de los espectáculos deportivos, están por encima de los graves problemas del Catatumbo. Al final, no logró la sede para los juegos Olímpicos de la Juventud (2018) y deberá, con más represión o con diálogo, responder a las justas demandas de los manifestantes.
Las partes que dialogan en La Habana pueden perfectamente pactar ejercicios de posconflicto, tomando escenarios y sobre todo, territorios reales, en donde se reproducen a diario las circunstancias que motivaron el levantamiento de las guerrillas en los años 60.
Toda la zona del Catatumbo bien podría servir de laboratorio de paz y de posconflicto para que las transformaciones que las Farc proponen para asegurar mejores condiciones de seguridad alimentaria y de desarrollo rural de miles de campesinos dispuestos a labrar la tierra, se apliquen en contextos y circunstancias reales y palpables. No hacerlo, aleja el proceso de paz de la gente de a pie, de los que sufren a diario para ofrecer una vida digna a sus familias.
El gobierno de Santos habla con la guerrilla, pero no es capaz de escuchar y sentarse a conversar con los líderes campesinos del Catatumbo, es una conclusión a la que los propios manifestantes llegan, al sentir la represión de la Policía y el desprecio del Presidente para escuchar sus demandas. Convertida esa conclusión en imaginario colectivo, socialmente se deslegitima el proceso de paz en un sector social y en un amplio y geoestratégico territorio.
Lo que se está negociando en La Habana, en especial en lo que tiene que ver con la tierra y en general con las actividades agrarias, amerita ejercicios reales de paz, en zonas golpeadas por el paramilitarismo y el terror estatal, con los consabidos desplazamientos de campesinos. Es urgente que el proceso de paz realmente se convierta en una posibilidad real de mejoramiento de las condiciones de vida de campesinos pobres y deje de ser un tema de discusión de académicos y de políticos que desde cómodos escritorios ‘piensan y diseñan’ el posconflicto, sin los mínimos de realidad que los campesinos del Catatumbo han explicitado a través de sus protestas.
Mientras en La Habana se edifica un país soñado por guerrilleros que fungen como libertadores, en el Catatumbo y en otras zonas del país la vida transcurre en medio de penurias e incertidumbres que las partes dialogantes en Cuba apenas si logran ver, en la distancia, y sin mostrar mayores preocupaciones por complejas y difíciles realidades como las que se viven en la zona del Catatumbo.
Los experimentos de posconflicto que se puedan hacer, mientras transcurren los diálogos, aupados por los líderes del Gobierno y de las Farc serían, sin duda, acciones de paz concretas en un país en donde el Estado y sucesivos gobiernos se acostumbraron a enfrentar las protestas sociales a través de la firma de compromisos que con el tiempo pierden valor, con la entrega de subsidios de acuerdo con la capacidad organizativa y de presión de los manifestantes, o a través de la represión policial o militar. Ni el actual orden político le sirve a los campesinos del Catatumbo, y mucho menos el Estado ideal que la cúpula fariana intenta imponer en la mesa de diálogo.
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