Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
A partir de los incuestionables
avances en el proceso de paz y negociación que se adelanta en La Habana, se espera que las conversaciones terminen
y/o conduzcan hacia el fin del conflicto armado entre el Estado y las Farc. Con
la firma del armisticio, la dejación de armas, la desmovilización de los
guerrilleros farianos o la transformación en un cuerpo de policía rural y/o su
reintegración a la vida civil, el país avanza hacia la construcción de estadios
de posacuerdos, posguerra y ojalá, de posconflicto[1], en donde finalmente se
debería consolidar la paz.
Ponerle fin al conflicto no sólo
debe hacer posible la disminución efectiva de muertos y heridos tanto en las
filas de las Farc, como en las de las fuerzas oficiales que defienden al
Estado, sino que dará un respiro importante a los ecosistemas naturales
afectados por la presencia y las acciones de combatientes en zonas biodiversas
de especial valor ambiental. Eso sí, hay que señalar que la variable ambiental
no tiene un lugar privilegiado en lo acordado hasta el momento, pero ello no es
óbice para que desde la sociedad civil y en particular desde la Academia, se
vaya pensando en la necesidad de que, de cara a escenarios de posguerra y
posacuerdos, las partes y el país entero empiecen a darle al tema del medio
ambiente y la reparación ambiental, un lugar preponderante.
Así como han faltado reglas para
humanizar el conflicto, se echan de menos medidas de mitigación ambiental en
quienes combaten en zonas inhóspitas que terminan por desquiciar a quienes no
sólo deben cuidar sus vidas de las balas enemigas y procurar hacerle daño al
enemigo, sino que todo el tiempo deben cuidarse de los “males” que la selva
produce, como las picaduras de serpientes y las letales del conocido mosquito Pito.
El país aún no ha cuantificado
los daños ambientales que la guerra interna ha generado en ecosistemas
naturales. Quizás lo haga mientras diseña y consolida escenarios de posguerra y
posacuerdos. Es urgente que esas valoraciones se hagan para que la sociedad y
el Estado sepan cuánto costará reparar el medio ambiente que los combatientes,
de disímiles maneras, han afectado en estos 50 años de conflicto armado
interno.
Una vez valoradas las
afectaciones socio ambientales, habrá que caminar hacia el diseño e
implementación de estrategias de reparación ambiental que permitan, por
ejemplo, reforestar zonas boscosas, descontaminar ríos y descifrar con claridad
qué especies vegetales y animales están en peligro de extinción, bien por los
efectos directos de las hostilidades, la instalación física de campamentos de los combatientes
o el consumo indiscriminado de dantas, guaguas y tapires, entre otros animales.
Medio ambiente y justicia transicional
De acuerdo con las circunstancias
que se logren consensuar y consolidar en un proceso de justicia transicional,
reparar el medio ambiente debe mirarse como una alternativa jurídica para los
jefes de las Farc procesados y condenados por los delitos que finalmente la
justicia colombiana logre demostrar. Es decir, dentro de la alternatividad de
las penas a proferir, reparar el medio ambiente podría resultar importante.
Acompañados por guerrilleros
rasos que conozcan muy bien las zonas selváticas y montañosas señaladas para
aplicar en ellas procesos de reparación ambiental, los líderes de las Farc
podrían desarrollar actividades de reforestación y recuperación de ecosistemas
e incluso, de reincorporación de especies animales a los hábitats de donde fueron
expulsados o fuertemente disminuidos en su población. Todo lo anterior, deberá
hacerse con el acompañamiento del Ministerio del Medio Ambiente y Desarrollo
Sostenible, las CAR y un grupo, ojalá numeroso, de ecólogos, ingenieros
forestales, botánicos y zootecnistas, entre otros.
Para ello, se requerirá de
recursos técnicos, humanos y económicos que aseguren procesos exitosos de
reparación ambiental de aquellas zonas, especialmente afectadas por la presencia
y las acciones de los combatientes.
Lo cierto es que en La Habana se habla con mayor propiedad y
preocupación por el reconocimiento y la reparación de las víctimas de los actores armados que durante 50 años
se han enfrentado en el contexto del conflicto armado interno. Sin duda, es una
prioridad. Ello no tiene discusión y el Estado y la sociedad deben hacer todo
para que ello se dé no sólo en términos económicos, sino en lo que corresponde
a la reconstrucción identitaria de las víctimas de actores como la Fuerza
Pública, guerrillas y paramilitares, enfrentados en este largo y degradado
conflicto.
Pero
poco se habla de reparar los ecosistemas naturales afectados por las dinámicas
del conflicto armado interno, en especial cuando se producen bombardeos por
parte de las fuerzas estatales, sobre campamentos guerrilleros, se depredan
bosques para la construcción de campamentos, móviles y fijos de guerrillas y
paramilitares y por la presencia de los cultivos de amapola y coca; y por
supuesto, por la fumigación con glifosato de zonas de parques naturales (Plan
Colombia) y de zonas de cultivos de pan coger de campesinos y colonos. De igual
forma, los efectos negativos que deja la construcción de laboratorios para el
procesamiento de alcaloides, manejados por narcos, Paramilitares, bandas
criminales y guerrilleros, así como la destrucción de los mismos, por parte de
las autoridades. Y a ello se suma, los efectos socio ambientales que viene
dejando la explotación de oro a lo largo y ancho del territorio colombiano.
También hay que considerar la
presencia permanente o flotante de combatientes en zonas selváticas y
montañosas viene generando de tiempo atrás impactos socio ambientales que el
país poco registra y conoce. Pensemos por un instante en las siguientes
acciones que guerrilleros y militares han realizado en las zonas selváticas en
donde suelen combatir por el control territorial: pesca con explosivos, tala de
árboles para construcción de campamentos, destrucción del llamado soto bosque,
procesos efectivos de defaunación por cuenta del consumo indiscriminado de
especies animales y la captura de ciertos animales que terminan domesticados
por los combatientes; bombardeos indiscriminados, destrucción de laboratorios
para el procesamiento de pasta de coca y la instalación misma de esos
laboratorios en ecosistemas frágiles, entre otras actividades desarrolladas por
guerrilleros[2]
y soldados.
Así entonces, como país biodiverso,
Colombia debe hablar más con mayor fuerza e ímpetu de reparación de una biodiversidad frágil que, además de
soportar un modelo de desarrollo social y ambientalmente insostenible, y la
extracción incontrolada de recursos del suelo y del subsuelo, sufre las
consecuencias de una guerra interna en la que los actores armados depredan
bosques y contaminan fuentes de agua.
Por la debilidad del Estado, por
la cooptación privada y mafiosa de sus instituciones y de los recursos
públicos, y por la inexistencia de un pensamiento ambiental[3] acorde
con las circunstancias y mayores responsabilidades que impone ser un país
biodiverso, Colombia crece económicamente bajo un modelo de desarrollo que
depreda y pone en riesgo la calidad de vida de futuras generaciones.
Mientras tanto, en los diálogos
de paz que adelantan el Gobierno de Santos y la dirigencia de las Farc en La
Habana, el tema de la
reparación ambiental no aparece en la Agenda pactada. El tema ambiental sigue
siendo un asunto marginal, una externalidad. Y es claro que las Farc es un
grupo armado ilegal que, sin duda, ha depredado y violentado frágiles
ecosistemas[4].
No olvidemos que las Farc han construido carreteras y campamentos en zonas
biodiversas y cazan y capturan animales sin mayores consideraciones
ecosistémicas.
Los efectos que la guerra interna
deja hasta el momento en el medio ambiente, deberían de ser considerados no
sólo por los negociadores, sino por la Academia y actores de la sociedad civil,
en especial ONG ambientales, de cara a la construcción de escenarios de
posconflicto en los que el medio ambiente por fin sea un asunto transversal y
nuclear para la sociedad colombiana de los posacuerdos y del posconflicto.
El asunto no es menor. Por el
contrario, reviste la mayor importancia. Pero se requiere, además de una
coherente conciencia ambiental, un pensamiento ambiental que guíe la discusión
no sólo de cómo cuantificar los daños ambientales dejados por los actores
armados, legales e ilegales, sino del tiempo, los costos y las condiciones que
demandará la reparación de frágiles ecosistemas sometidos a los fragores de una
guerra sucia y degradada.
Esta tarea bien la puede asumir
el Sistema de Cuentas Ambientales, eso sí, ampliando sus alcances, que según Gloria Cecilia Vélez Arboleda y
Paula Andrea Cárdenas Henao, están para “conocer y cuantificar las riquezas
naturales que posee y además corregir los impactos que genera la producción
económica sobre los recursos naturales y el medio ambiente, es decir, en el
Sistema de Cuentas Ambientales se involucran los recursos naturales y el medio
ambiente como activos que, incorporados a la actividad económica, incrementan o
disminuyen su capacidad de crecimiento actual y futuro. De esta forma, los
recursos naturales ya no son tratados como bienes libres y de oferta ilimitada,
sino que adquieren la característica de bienes escasos que al asignarles la
categoría de activos, deben ser valorados como tales en términos monetarios y
se debe proceder a calcular tos costos de su agotamiento y degradación”[1].
Imagen tomada de wwf.es
[2] La voladura de oleoductos es una práctica que
bien puede calificarse como ecocida. De sus efectos, poco informan las
autoridades ambientales.
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