Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Los desastres socioambientales
generados y provocados por un enfoque de desarrollo arrasador de casi todos los
gobiernos que ha tenido Colombia, con contadas excepciones, y especialmente los
dos más recientes, los gobiernos de Uribe Vélez y Santos, se explican no sólo
por las políticas implementadas y las decisiones tomadas por estos mandatarios,
sino porque no hemos podido concebir y consolidar un pensamiento ambiental que permee
el discurso político y las conciencias de la élite política y empresarial de
Colombia.
Con Uribe Vélez no sólo hubo un
crecimiento exponencial en la entrega de concesiones y títulos mineros, sino el
debilitamiento de la institucionalidad ambiental. El ser parte de la cultura
arriera, ganadera, latifundista y como hijo de la violenta colonización
antioqueña, Uribe Vélez despreció y desprecia aún los valores y la oferta
ambientales de una biodiversidad frágil, intervenida desde el desconocimiento
(ignorancia supina) de las lógicas de los ecosistemas que sufren los impactos
de las actividades antrópicas.
Uribe lideró en sus ocho años de
gobierno un movimiento de intervención ambiental sin límites. Tanto para él,
como para todos aquellos que apoyaron sus dos administraciones y hacen parte de
su círculo cultural, el bosque es monte, y el monte hay que intervenirlo,
limpiarlo, acabarlo, tumbarlo, potrerizarlo. Ganaderos, arrieros y
latifundistas comparten esa representación de selvas y bosques, lo que hace
imposible exigirles una mínima conciencia ambiental y respeto por los servicios
ambientales que puede ofrecer un bosque o un ecosistema boscoso y/o hídrico.
En cuanto a Juan Manuel Santos,
hay que señalar que es un citadino que poco entiende de equilibrios ambientales
y límites de resiliencia. Él representa a una élite que ve el sector rural y
los bosques como lugares propicios para pasar vacaciones. Con todo y su cultura
citadina, miembros de esa élite logran comprar terrenos en zonas protegidas o
de especial valor ambiental, para construir allí sus fincas para alardear en su
círculo social y político. Y esta misma práctica e ideal de vida es compartido
por profesionales y académicos que muestran alguna preocupación por los
desastres ambientales que la locomotora minero-energética viene dejando a su
paso.
De esta manera, el Estado
colombiano viene provocando y apoyando un modelo de desarrollo extractivo que
ya pone en peligro la vida de especies de fauna y flora, así como el bienestar
de comunidades indígenas, campesinas y afrocolombianas. Y como efecto
colateral, la propia vida en las ciudades, puesto que dependemos del campo.
Todo lo anterior ha sido posible
porque jamás se consolidó un pensamiento ambiental en Colombia. Hubo movimientos,
defensores ambientales y cierto liderazgo de parte de académicos y científicos
genuinamente preocupados por el devenir del medio ambiente, pero no un discurso
ambiental sólido que penetrara las agendas públicas y las conciencias de la
clase política y empresarial. Y que incidiera en las representaciones sociales que millones de
colombianos tienen del medio ambiente, de la biodiversidad. Los ambientalistas
se quedaron en discusiones internas que giraban entre conservar y aprovechar,
en un diálogo académico que poco trascendió los muros de las universidades
públicas y privadas.
Así, el divorcio entre
conocimiento ambiental, pensamiento ambiental y discurso político ha permitido
que las apuestas de un desmedido desarrollo extractivo de presidentes como Uribe
y Santos, se hayan impuesto a pesar de una legislación y una institucionalidad
ambiental fuertes, que llenaron de esperanzas a
ambientalistas y científicos en los 90, cuando cobró vida la Ley 99 de
1993 y se creó el Ministerio del Medio Ambiente y el Sistema Nacional
Ambiental, SINA.
Es lamentable que un país
biodiverso como Colombia no tenga un partido político con un discurso verde,
que soporte la idea de una reconciliación entre la Naturaleza y el ser humano. Esa
es otra consecuencia factual de la no consolidación de un pensamiento ambiental
sólido y coherente.
De cara a las elecciones de 2014,
bien valdría la pena que como electores tomemos conciencia de la importancia
que tiene la variable socio ambiental, en un país que viene recorriendo, sin
mayor discusión académica y política, los caminos del desarrollo, con una
visión equivocada acerca de cómo aprovechar los recursos que ofrece la
biodiversidad.
Le corresponde a la izquierda
democrática asumir la bandera socio ambiental. En especial, esperamos que sean
las mujeres y el discurso feminista las que asuman la tarea de modificar
sustancialmente las relaciones que hoy tenemos entre la Naturaleza y la
sociedad.
Es una lástima que el tema
ambiental y los desastres socio ambientales provocados tanto por el Estado y
las empresas privadas, como por los grupos armados al margen de la ley, no
atraviesen los puntos de la agenda de negociación en el contexto de los
diálogos de paz que se llevan a cabo en La Habana, entre el Gobierno de Santos
y la cúpula de las Farc. Los nocivos efectos ambientales de la guerra son
responsabilidad del Estado y de los otros actores armados. Es hora de empezar a
hablar de reparación ambiental (http://laotratribuna1.blogspot.com/2013/05/reparar-las-victimas-si-pero-cuando.html).
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