Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
La polarización política e
ideológica que de tiempo atrás rodea al Proceso de Paz de La Habana, se viene
generando por la injerencia directa de varios agentes y actores de la sociedad
civil, y por supuesto, por la naturalización de las circunstancias producidas
por la incomprensión social y política de los orígenes y las razones que
permitieron y facilitaron el enfrentamiento entre guerrillas y Estado, y la
extensión en el tiempo de lo que se conoce como el conflicto armado interno.
En los bandos, orillas ideológicas
y sectores de poder político, social y económico en donde se instalan aquellos
que creen en que es posible y urgente poner fin a las hostilidades y los otros
que, por el contrario, invitan a mantener la confrontación, eso sí, alejada de
sus entornos familiares, hay que reconocer un elemento central: una aparente
fe ciega en el Estado colombiano, en sus élites tradicionales y lo más
preocupante, en el talante poco democrático de todos los que por la paz o por
la guerra, intercambian ideas, improperios, conceptos, propuestas y amenazas.
Fe ciega en un Estado que
históricamente ha servido a los mezquinos intereses de una clase política,
dirigente y empresarial, que se sirvió de narcotraficantes, sicarios y
paramilitares para extender y consolidar su poder y mantener así la “captura”
del Estado. Esa misma clase que viene usando a las Fuerzas Armadas para hacer y
mantener la guerra interna, como una efectiva estrategia de dominación social,
política y económica del resto de la sociedad, alejando así las aspiraciones de
llegar a tener, algún día, un verdadero Estado Social de Derecho. Con dicha
estratagema, burgueses, ricos y clase política tradicional han podido robar y
perseguir a quienes osaron competirles electoralmente y asesinar a quienes
resolvieron, con mucho de ingenuidad, tratar de cambiar el destino del país y
trazar caminos divergentes en donde la vida, la democracia, las instituciones y
la institucionalidad derivada sean respetadas. Y quizás, sagradas.
Para aquellos que dudan del
sentido de las negociaciones de Paz de La Habana y que poco comprenden la
naturaleza sistémica de nuestro conflicto armado interno, les recomiendo que
esculquen las acciones y decisiones políticas y económicas que históricamente
presionaron y presionan aún unas cuantas familias poderosas, para gozar a sus
anchas de los beneficios que otorga mantener sometido el Estado a sus
intereses. Quizás, al hacerlo, entiendan que el levantamiento armado no solo
está justificado para el contexto en el que se dio, a pesar de los errores
cometidos por las guerrillas en esta larga y degradada lucha armada.
En las disputas y confrontaciones
que a diario se suscitan en espacios privados y públicos y las que la Gran
Prensa registra, se evidencia el talante belicoso, violento y profundamente
anti democrático de quienes, por defender una idea, son capaces de ver al otro
como un enemigo al que hay que desaparecer o castigar.
No me voy a referir a un político
en particular, pero es claro que este país violento ha sido guiado por Machos
igualmente violentos. El error histórico que cometieron las élites en Colombia
está en haberse formado política y académicamente- muchos de sus miembros en el
exterior – sin haberse hecho la pregunta de qué es Colombia y de qué había significado para sus
antecesores. Y así, sin mayores anclajes culturales en un país diverso y
sobre todo, con enormes problemas de autoestima, los dignos miembros de
nuestras élites tradicionales se dieron a la tarea de mandar en un país que
jamás conocieron y frente al cual mantienen la misma actitud de no quererlo
conocer y reconocer.
Con todo y lo anterior, genera
enorme tristeza ver el espectáculo que brindan quienes se oponen al fin del
conflicto, a pesar de que el Gobierno neoliberal de Santos se ha encargado de
mostrar que sus intenciones de paz jamás lo llevarán a tocar las estructuras
del Establecimiento en el que el Presidente cómodamente vivió y del que se
sirvió para mantenerse como miembro de ese selecto grupo de colombianos que ha
ejercido algún tipo de “liderazgo”, así sea dañino, en nombre de todos los
colombianos.
Y más triste es escuchar vociferar
a cientos de miles de colombianos apiñados en ciudades mal planificadas y con
enormes problemas de convivencia, que hay que continuar en guerra. Eso sí,
cuando se les pregunta si serían capaces de uniformarse para defender ese
modelo de Estado y a ese “ejemplo” de élites, entonces el miedo los arropa con
tal fuerza, que sus ideologizados argumentos caen en pedazos.
Nuevamente me declaro “pesimista
batallador”. Observo a sectores sociales y políticos comprometidos con el fin
del conflicto, a sabiendas de que la construcción de la paz nos tomará, a lo
mejor, el doble del tiempo que dure el conflicto armado. Y eso me llena de
esperanza. Pero cuando escucho a periodistas-estafetas de ese indecoroso, sucio
y criminal Establecimiento defender y dar vocería a esos “líderes” políticos
emergentes de dudosa moral y de una ética acomodaticia, el pesimismo me
embarga. Pues no veo cambio algunos en esos mismos que hicieron todo para poner
a sus pies el Estado, con todo y su simbología.
Y peor me siento, al notar en el
desinterés de estudiantes y ciudadanos en general, que desde una cómoda
ignorancia, optaron por aceptar e incluso defender a ese Estado, a esas élites,
clase dirigente y burguesía, desconociendo las responsabilidades que les cabe
ante las circunstancias y hechos que nos impiden hoy vivir en paz y en
condiciones de convivencia en este país que se resigna a "dejar ir" al Sagrado
Corazón.
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