Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Avanza con éxito la fase de
implementación del Acuerdo Final II, suscrito por los delegados del Gobierno de
Santos y de las Farc. Se trata de un hecho histórico que abre la posibilidad
para que el país consolide un régimen democrático plural y el Estado se erija,
por fin, como un orden justo, legítimo y capaz de guiar la vida de todos sus asociados.
Mientras avanza la concentración,
entrega de armas y la reinserción de los miembros de las Farc a la vida
civil y se crea y se establece la
institucionalidad que se pactó en La Habana[1] para
lograr una paz estable y duradera, millones de colombianos empiezan a entender
la dimensión de la grave enfermedad que de tiempo atrás sufren los colombianos: la corrupción
política.
Enfermedad que se tornará
incurable, si la sociedad en su conjunto no reacciona ante semejante desafío
ético-político. La corrupción público-privada no solo conlleva a la pérdida de
recursos económicos del erario, sino que socava la confianza de los ciudadanos
en el Estado, en la democracia y en sus gobernantes, al tiempo que marchita la esperanza que día
a día depositamos en las nuevas generaciones, obligadas a cambiar el destino de una Nación que parece
naufragar en medio del dolo, la ilegalidad, la perfidia y la inmoralidad.
Lo más curioso y preocupante es
el silencio que guardan hasta el momento la Iglesia Católica, los Militares, la
Academia, y los grupos de intelectuales, escritores y pensadores, entre otros,
frente a los escandalosos casos de corrupción de Odebrecht, Reficar e
InterBolsa, para nombrar tan solo a los más recientes. No hay hasta el momento
quién o quiénes, con toda la legitimidad necesaria, lideren un proceso de
construcción de una ciudadanía capaz de asumir el reto ético de rechazar a los
corruptos, en especial a aquellos que quieren llegar a gobernar y a legislar,
de la mano de las sempiternas mafias que han hecho de Colombia un Estado
mafioso y convertido a sus nacionales en amanuenses y cómplices de la
corrupción público-privada.
La coyuntura electoral de 2018
bien podría coadyuvar a un quiebre histórico en las lógicas que rodean las
relaciones entre el Estado y específicos actores de la sociedad civil señalados
de aupar las prácticas corruptas. Para dar ese salto, necesitamos de una
ciudadanía activa que se levante en contra de ese ethos mafioso[2] que la clase
dirigente y la élite política, militar y
empresarial lograron inocular, legitimar y naturalizar en todo de tipo de
relaciones y transacciones.
No se trata exclusivamente de fustigar
y verbalizar nuestro rechazo a las prácticas corruptas de funcionarios
estatales y agentes privados. Por el contrario, debemos asumir el compromiso de
votar en contra de todos aquellos candidatos y candidatas a cargos de elección
popular –incluyendo la Presidencia de la República – que hayan tenido
relaciones con mafias y funcionarios investigados y sancionados por corrupción. Incluso, que hayan guardado silencio, por conveniencias políticas o simpatías ideológicas, frente a actos de corrupción.
Un ejercicio ético de una
ciudadanía consciente del daño que hacen y dejan las prácticas dolosas y sucias
de funcionarios y particulares, debe llevar a que millones de ciudadanos,
en 2018, digan NO a la pretensión de Germán Vargas
Lleras de llegar a la Casa de Nariño. Y las razones son claras: su cercanía y
apoyo político a consumados corruptos como los gobernadores de La Guajira, Kiko
Gómez y Oneida Pinto, y el recién
capturado alcalde de Riohacha, Fabio Velásquez.
En esa misma línea ética, es hora
de que los colombianos digan NO a quien desde el Centro Democrático busque
llegar a la Casa de Nariño. Baste con recordar la penetración paramilitar en el DAS, los casos de los falsos positivos, la compra de la reelección (Yidispolítica), el caso de Reficar y Odebrecht, todos estos asuntos y hechos que salpican al Gobierno de Uribe Vélez. De igual manera, la reacción ética y ciudadana
debe llevarnos a evitar que Alejandro Ordóñez[3]
Maldonado logre alcanzar el objetivo de hacerse con el Solio de Bolívar, quien
muy seguramente se presentará a la contienda electoral de la mano del Partido
Conservador[4]. Su espuria reelección como Procurador General de la Nación y el haber convertido el Ministerio Público en una trinchera ideológica desde donde atacó y persiguió a quienes este ladino personaje calificó como impíos, son suficientes elementos de juicio que muestran el ethos mafioso que guía sus acciones públicas.
Así entonces, en las redes
alternas de generación de opinión pública debemos hacer que el tema de la
corrupción público-privada guíe las discusiones y el debate electoral de 2018.
Ese año electoral que se avecina resultará definitivo para la consolidación de
una paz estable y duradera, no solo porque hay que asegurar políticas públicas
y recursos económicos que garanticen el éxito rotundo del Proceso de Paz[5] con
las Farc, sino porque la ejecución de dichos dineros e instrumentos de política
pública deberá hacerse de manera transparente, a través de un ejercicio
político limpio de toda sospecha. Y para ello, debemos llevar a la Presidencia
y a los otros cargos de elección popular, a ciudadanos probos y no a los
bandidos, amanuenses, estafetas y testaferros
ideológicos de quienes desde el Estado y la sociedad civil han venido
manejando a sus anchas las redes mafiosas y clientelares y por esa vía,
debilitando el Estado y la confianza ciudadana en las instituciones públicas y
en general, en la Política.
Quizás haya llegado la hora de
darle el lugar privilegiado que se merece la Ética, en especial cuando solo
vemos y advertimos en el horizonte cómo se borran los límites entre lo correcto
y lo incorrecto y entre lo legal y lo ilegal.
Imagen tomada de ELESPECTADOR.COM
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