YO DIGO SÍ A LA PAZ

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viernes, 22 de abril de 2016

No hay forma de parar

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo

Se conmemora hoy, 22 de abril de 2016, el Día de la Tierra. Un día más, una conmemoración más que servirá para gritarnos, entre nosotros, que las relaciones de dominación que hemos establecido con la naturaleza vienen dejando huellas indelebles que terminarán, no tanto poniendo en riesgo la vida del Planeta, sino afectando la calidad de vida de las generaciones futuras.

Advertimos en Colombia sobre la incapacidad del Estado para controlar las actividades minero-energéticas y sobre su probada invalidez para someter las actividades ilegales que particulares y empresarios desarrollan en territorios rurales y urbanos. Pero nada más se puede hacer. Es la inercia del desarrollo la que nos amarra las manos, silencia los discursos y deslegitima la protesta de unos cuantos ambientalistas que, “emparapetados” en espacios de opinión y redes sociales, olvidan que justamente la conciencia ambiental y la valoración de los ecosistemas naturales son materias pendientes no solo en una sociedad como la colombiana, agobiada por la ignorancia, diversas incertidumbres y por disímiles prácticas violentas, sino por el resto de sociedades, en especial las más opulentas que demostraron hasta la saciedad su desprecio por los ecosistemas naturales. Se suma a lo anterior, la inercia de nuestras cómodas vidas que nos impide movilizarnos para repensar nuestras maneras de estar en el mundo.

No hay forma de parar. El Hombre, con su enorme arrogancia continuará su avanzada transformadora de la naturaleza porque como especie dominante, no tiene más que retarse así misma. De allí que el desarrollo científico, técnico y tecnológico, como expresión de esa capacidad humana para adaptarse y transformar la Naturaleza, devenga arrogante, desdeñoso y soberbio. En menor grado resultan despreciativas e imperiosas las prácticas adaptativas y transformadoras emprendidas por comunidades indígenas, afrocolombianas y campesinas. Pero su condición de minorías solo les permite sugerir a unos cuantos que sus proyectos de vida, sus Planes de Vida, pueden ser en mayor medida sostenibles frente al insostenible  “plan universal que consagra la vida urbana” en el contexto de un mundo globalizado y globalizante.

Hay allí un elemento clave: son (ser) minorías. Y ello se traduce en la presencia, existencia y permanencia de comunidades pequeñas. Más claro: menos gente. Quizás allí esté el elemento nuclear para tratar de amainar los efectos que como especie venimos dejando.

Dice Brigitte Baptiste que “…no hay una noción consolidada de desarrollo alternativo (salvo la improbable ecoaldea global), sino una suma de cuestionamientos ideológica y emocionalmente sensibles, sin más agenda operativa que las delimitaciones en el territorio, líneas imaginarias en las que hoy hace agua la sostenibilidad del desarrollo. Las resistencias locales al atropello global, sin embargo, marcan una tendencia ligada con el principio de precaución que desconfía de las expectativas de una vida mejor diseñada por terceros y que en los territorios de la minería o de los cultivos ilícitos nunca llega, pero que tampoco garantizan las multinacionales ni el Estado, chiquito y anémico cuando se trata de afrontar el reto de la supervivencia biológica de la humanidad y del planeta. Como si la tortilla de la sostenibilidad no requiriera también romper algunos huevos[1]”.

Quizás entonces, las exigencias y los gritos desesperados de ambientalistas y de otros sectores sociales para que el Estado enfrente ese poder incontrastable de las multinacionales que acechan la biodiversidad, y la vida misma de valiosos ecosistemas, deban redirigirse y replantearse de tal forma que terminen confrontando el elemento nuclear sobre el cual el desarrollo y especialmente el mercado fincan su sentido y sus lógicas: la reproducción humana. Cada ser humano que nace en el mundo es un nuevo y efectivo consumidor, que demandará servicios y bienes, lo que sin duda se traduce en efectos ambientales permanentes, como problemas de salud cada vez más difíciles de enfrentar, como las deficiencias respiratorias que afectan a niños y adultos mayores.

Si tanto los apasionados protectores del medio ambiente como los irrestrictos defensores del desarrollo extractivo reconocieran que el problema quizás no radique en las lógicas con las que el Hombre continúa sometiendo y transformando la naturaleza, sino que el gran problema radica justamente en el número de seres humanos que habitan el Planeta, quizás entonces se dé la posibilidad de ajustar el hegemónico modelo económico y acercarnos más a la comprensión de los planes de vida de aquellas minorías que a pesar del paso del tiempo y de las presiones globales, mantienen una relación consustancial con la naturaleza.

Relaciones de inmanencia sustentadas en sus prácticas ancestrales y cosmovisiones, claramente diferenciadas de esas amorfas “comunidades” urbanas obnubiladas y entretenidas por todo lo que ofrece un desarrollo humano cada vez más artificial y artificioso. Por lo anterior, creo que no hay forma de parar.




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