Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo.
La paz en Colombia ha sido esquiva por cuanto en los centros de poder social y político, la guerra no se ha entendido de manera consensuada como un asunto político, de allí que específicos gobiernos le hayan dado un tratamiento exclusivamente policivo, debilitando aún más el carácter político que precede y sostiene a esta guerra interna. Lo que ha sucedido en Colombia es que la guerra ha sido un asunto de Estado, pero la búsqueda de la paz, por el contrario, ha sido y lo es aún, un asunto de Gobiernos.
Ha sido difícil que el Estado en su conjunto y sectores tradicionales de la sociedad civil miren y comprendan que la guerra interna tiene un natural carácter político, que no puede simplemente desconocerse a juicio de sectores interesados en minimizar su impacto y sus características, a través de políticas públicas como la Política de Defensa y Seguridad Democrática en la que el conflicto como tal no existe y en la que se señala y se califica que lo que existe en Colombia son agrupaciones terroristas o una simple amenaza terrorista.
En ese camino de entender y comprender el conflicto interno como un asunto político, aparecen episodios en los que la política, como conjunto de reglas y como posibilidad de resolver los conflictos y las diferencias, se confunde con apuestas y coyunturas electorales[1] con las que la búsqueda de la paz queda contaminada por los afanes de quienes buscan llegar al poder del Estado. Y ese sentido electoral tiene en las regiones unas dinámicas bien particulares en las que conviven prácticas de economía ilegal (narcotráfico), con habilidades políticas asociadas al clientelismo y al poder de gamonales y familias poderosas, tradicionales y emergentes, con las que el conflicto, la guerra, adquieren dimensiones distintas que hacen compleja su comprensión.
La paz en el gobierno de Pastrana, la guerra en los dos periodos de Uribe y la paz, con Santos Calderón
En las elecciones de 1998, Pastrana Arango buscaba llegar a la Casa de Nariño precedido de una amarga derrota electoral que le infringió Ernesto Samper Pizano. Acosado por su afán de convertirse en Presidente, Pastrana apostó su futuro político, jugando con la paz. Utilizó la paz, el sueño de millones de colombianos (10 millones de colombianos le dimos el Mandato por la Paz), como recurso electoral para llegar al Solio de Bolívar. Y a fe que lo logró: de la fina maniobra electoral de Pastrana en 1998, nació un nuevo proceso de paz con las Farc. Proceso que resultó fallido por la presión mediática y de sectores de poder económico, político y militar, a los que se sumaron errores políticos y militares tanto de las Farc como de quien fungió como Presidente de Colombia entre 1998 y 2002. De otro lado, las circunstancias generadas por los atentados terroristas en los Estados Unidos (9/11), fueron determinantes y definitivas para que el Gobierno que sucedió a Pastrana, asumiera ese elemento del contexto internacional para desconocer de manera tajante el carácter político del conflicto y el de las agrupaciones guerrilleras.
Convertida la zona de distensión en tierra de nadie, en donde floreció por poco tiempo un soñado Estado fariano[2], la llamada opinión pública terminó no sólo desengañada del sueño de paz que cobró vida a partir del abrazo histórico entre el entonces Pedro Antonio Marín (alias Manuel Marulanda Vélez) y Andrés Pastrana Arango, sino que terminó convencida de que los diálogos no llevaron a la paz por culpa exclusiva de la cúpula de las Farc. La verdad es que el proceso se rompió en buena medida por el manejo irregular que le dio la agrupación armada ilegal a la zona de distensión, pero también, por el doble juego planteado por Pastrana en torno a que de un lado internacionalizó el conflicto, con el Plan Colombia y la fuerte presencia de los Estados Unidos, y por el otro, permitió que la agrupación guerrillera usara a discreción una zona que por momentos fue un escenario de diálogo interesante en lo que se llamó en su momento las Audiencias p¿Públicas. Fue el Plan Colombia de Pastrana el que abrió todas las posibilidades para que se fortaleciera la institucionalidad armada de la cual se beneficiaría el gobierno de Uribe Vélez.
Para destacar de ese fallido proceso, la Agenda Común para un Nueva Colombia, con 12 puntos de contenido que dieron muestra de que es posible que las fuerzas enfrentadas, las del Estado y las de las Farc, pueden llegar a coincidir en varios puntos y asuntos que terminan demostrando que el orden social y político establecido ofrece no sólo problemas de legitimidad histórica, sino dificultades en su viabilidad.
Mientras que las fuerzas estatales mejoraban y modernizaban el armamento con la ayuda técnica y militar allegada gracias a los recursos internacionales a través del Plan Colombia, las Farc hicieron lo mismo, usando la zona de distensión para recibir armamento a cambio de droga, hacer mantenimiento a los equipos, recuperar a los enfermos y someter a proceso de reentrenamiento a varios de sus frentes. Nuevamente, se dialogó en medio de la guerra, con la esperada mirada moralizante de los medios masivos y de otros sectores tradicionalmente reacios a que se dialogue con las guerrillas. Con cada ataque y golpe dado por las Farc a la fuerza pública, se generaban climas de opinión desfavorables en torno a la real voluntad de paz de uno de los actores de la guerra.
Roto el proceso de paz, el único camino que se abrió fue el de la confrontación militar. El escenario electoral de 2002 sirvió no para soñar con la paz, sino para delirar con la solución militar al conflicto, por la vía de la eliminación del enemigo. Uribe, ungido como el Mesías, asumió, como nunca lo había hecho un Presidente en la historia reciente, el papel de máximo comandante de las fuerzas armadas, con el claro propósito de acabar con las Farc, aprovechando las ventajas comparativas que su antecesor le dejó con el Plan Colombia. Uribe mandó entre 2002 y 2010.
Los duros golpes dados a las Farc, magnificados por una prensa hincada a su poder, fueron elementos suficientes para que sectores de la derecha colombiana apoyaran política, social y económicamente la aventura reeleccionista, que asegurar la victoria militar que para muchos estaba cerca. El fin del fin hacía parte de la euforia colectiva que generó un Gobierno de mano dura, que apeló al odio generado por la presencia otoñal de unas guerrillas cada vez más lumpenizadas por la penetración del narcotráfico y por la incapacidad técnica y operativa de sus comandantes para mantener la unidad y el control de los frentes, dado la presión militar de las fuerzas estatales.
En una muy fina cirugía constitucional y con una evidente compra de conciencias a varios congresistas, la guerra a muerte contra las Farc se extendería cuatro años más. El resultado, una cúpula fariana golpeada y acosada por constantes bombardeos. Bastó la decisión política y militar de usar grandiosas ventajas militares aseguradas a través del Plan Colombia, para hacer posible que hoy presenciemos unos nuevos diálogos de paz, esta vez, y nuevamente[3], fuera del país.
Retomemos. Mientras que Pastrana jugó electoralmente con el carácter político del conflicto armado interno, su sucesor, Álvaro Uribe Vélez, desconoció dicho carácter y logró inocular en millones de colombianos la idea de que efectivamente el país enfrentaba una amenaza terrorista. En parte lo logró con la aplicación técnica y política de su Política de seguridad democrática, y por supuesto, lo pudo hacer gracias a las empresas mediáticas que cerraron filas en torno a su política de mano firme y claro está, a las muchas acciones desesperadas de las Farc que merecían y merecieron el calificativo de terroristas.
Así, entonces, el carácter político de la guerra colombiana ha sido manoseado, desconocido, bien por coyunturas electorales o por apuestas político-militares, siempre en beneficio de someter a una fuerza ilegal que históricamente ha sido la única capaz de develar, confrontar y proponer cambios al injusto orden social, económico y político vigente en Colombia, dada la precariedad discursiva, operativa y política de los partidos políticos, los sindicatos y la academia.
Terminado el aciago periodo de Uribe Vélez, en medio de escándalos por corrupción y violación sistemática de los derechos humanos (‘falsos positivos’ y las ‘chuzadas’ del DAS[4]) y en medio del triunfalismo militar, el poder del Estado lo asumiría en 2010 quien fungió como Ministro de la Defensa de Uribe Vélez: Juan Manuel Santos Calderón. Hijo de la rancia élite bogotana, Santos Calderón daría un giro importante, devolviéndole el carácter político al conflicto armado. Lo hizo en dos momentos: el primero, reconociendo que efectivamente en Colombia había un conflicto armado, lo que le permitió crear, junto con el Congreso de la República lo que se conoce como la ley Marco para la Paz; y el segundo momento, cuando con la misma ayuda del Legislativo, se dio vida a la ley de víctimas y restitución de tierras. Con estos dos elementos jurídico-políticos se dio vida a un nuevo proceso de paz que, sin el consenso social y político del proceso de paz liderado por Pastrana, camina a pesar de los embates mediáticos y los de una férrea oposición de ganaderos y terratenientes, liderados por el hoy ex presidente Uribe, que en 2014 aspira a convertirse en senador y/o llevar en su lista cerrada a una buena cantidad de Congresistas, con el firme propósito de evitar que lo acordado en La Habana, se refrende en el Congreso.
Devolverle el carácter político a la guerra, al conflicto y al principal actor ilegal, le permitió a Santos hablar de paz, sin que el país esté sintonizado completamente con el asunto. Es claro que en el plano interno el proceso de paz no cuenta con un amplio consenso. Por el contrario, hay un ambiente de incertidumbre, de duda y de un muy moderado optimismo alrededor de lo que pueda suceder en la mesa de diálogo instalada en La Habana. Contrasta lo anterior con el apoyo brindado por varios países y el buen recibo que del proceso de paz manifestó la ONU.
Contrario a lo que hizo Pastrana[5], Santos no sujetó su plan de gobierno a la paz, al proceso mismo. Es decir, la agenda de paz, su abordaje y discusión la entregó a sus negociadores, con el firme propósito de tratar de no amarrar la agenda pública de su Gobierno, a un proceso incierto del que no se sabe a dónde llegará.
La complejidad de los seis(6) puntos acordados en la agenda y la propia dinámica dada por los equipos negociadores de la cúpula de las Farc y del Gobierno de Santos, ha llevado a que los diálogos de paz queden sujetos, nuevamente, a la coyuntura electoral, esta vez con un significado especial: se trata de la reelección de Santos. Eso sí, con un agravante: existen sectores de poder que vienen haciendo oposición directa y soterrada a la gestión del presidente Santos, juego político en el que aparecen fuerzas uribistas que desean recuperar el poder para, nuevamente, desmontar el perfil político de la guerra colombiana.
Dada la debilidad manifiesta de los partidos políticos, de los sindicatos, de la Academia y la imposibilidad de los medios de comunicación de mediar a favor de la superación del conflicto, los temas de la agenda de paz y los asuntos propios de la forma como opera el actual orden político en Colombia, no se discuten de manera amplia entre sectores de la sociedad civil y en amplios escenarios públicos. Ese es quizás el mayor obstáculo que han enfrentado quienes de tiempo atrás agencian escenarios de paz en Colombia, de cara no sólo a la superación del conflicto, sino a la comprensión de su carácter político, que conlleve a aceptar que la solución debe tener ese mismo perfil.
A lo anterior se suma la débil institucionalidad estatal, producida por grupos de poder interesados en mantener dicha labilidad hasta límites sostenibles del orden establecido. Esa histórica circunstancia impide que el conflicto armado sea asumido por el Estado en su conjunto, como un asunto político, y por ese camino, se piensen y se diseñen salidas políticas negociadas que lo superen.
[1] Elemento y factor que hace parte de la política y que para el caso colombiano resulta nefasto en la medida en que con lo electoral, las fuerzas políticas enfrentadas y ganadoras en los escenarios electorales, terminan legitimando una democracia formal y excluyente y por ese camino, intentan desestimar la lucha política armada de las guerrillas e insistiendo en que es posible cambiar el injusto orden social y político, a través de las urnas, a pesar de la presencia del clientelismo y de la posibilidad de que grupos de poder alimenten episodios de violencia política.
[2] Que sirvió para probar que en el proyecto revolucionario de las Farc subsisten elementos propios de la ideología conservadora, en especial en lo que tiene que ver con el derecho de las personas al libre desarrollo de la personalidad y a la clara separación entre las esferas privada y pública. Las Farc ejercieron labores policivas de control cultural e ideológico que los hizo aparecer como una agrupación con unos ideales cercanos a los del partido conservador y de una cultura machista. Se convirtieron en una suerte de policía revolucionaria, que controlaba, vigilaba y castigaba prácticas sociales consideradas como negativas, como por ejemplo, episodios de violencia intrafamiliar, señalamientos y castigos a los hombres que golpearan a sus compañeras y a jóvenes que usaran aretes, pelo largo y exhibieran su homosexualidad. En lo económico, las Farc emitió la Ley 002 mediante la cual impusieron gravámenes a empresas y empresarios.
[3] En el periodo de Belisario Betancur Cuartas se dialogó en Tlaxcala, México y en otros países. Resultado de esos diálogos de paz fue la creación de la Unión Patriótica, brazo político de las Farc, con el que dicha agrupación armada ilegal pudo participar en política y en escenarios electorales. Una combinación de fuerzas del Estado, de grupos paramilitares y narcotraficantes, eliminó a más de 3.000 militantes de esa naciente colectividad.
[4] Departamento Administrativo de Seguridad. Esta entidad, que dependía directamente de la Presidencia, fue cooptada por el Paramilitarismo, cumplió el papel de policía política, para vigilar, perseguir y afectar la vida de quienes fueran señalados como enemigos del régimen o detractores del gobierno de Uribe. Entre las víctimas aparecen magistrados de la Corte Suprema de Justicia, periodistas, académicos e intelectuales. El gobierno de Santos la liquidó. Hoy existe la Dirección Nacional de Inteligencia, DNI.
[5] Sin retomar en forma directa los puntos de la Agenda lograda en el proceso de paz de Pastrana, tanto la cúpula de las Farc, como los negociadores del Gobierno de Santos, convinieron una agenda de cinco puntos: 1. Política de desarrollo agrario integral. 2. Participación política. 3. Fin del conflicto. 4. Solución al problema de las drogas ilícitas. 5. Víctimas y verdad.
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