Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Hay fiestas de fiestas. Hay muchas en donde todo es permitido, pero otras en donde el glamour y carísimas elegancias (y fragancias) suelen evitar lo que en los carnavales suele suceder con personajes que logran decir y hacer de todo por aquello de que las máscaras y los tragos ayudan a desinhibirse.
La muy comentada celebración del matrimonio de la hija del Procurador, es un buen ejemplo de una fiesta en donde el poder político sirvió para sostener ese tinglado arrogante de apariencias, en un contexto en el que fácilmente crimen y política, corrupción y ética, logran compenetrarse hasta tal punto, que consiguen reproducir lo que socialmente, y a diario, sucede en Colombia. Esto es, la convivencia entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo legal y lo ilegal, entre lo sucio y lo prístino.
La elegante y publicitada recepción del casorio de la hija del personaje de marras es la expresión del país premoderno que no sólo encarna el orgulloso Procurador General de la Nación, sino el que se reproduce justamente en este tipo de celebraciones en donde cada movimiento, cada palabra, cada saludo, con regalo incluido, guarda un significado especial porque cada elemento sirve para construir, fortalecer o para dar vida a un tipo de relación en donde lo que menos importa es la decencia, la pulcritud, la ética pública y la defensa de los intereses del Estado.
La élite empresarial, jurídica y política de Colombia se hizo presente en la fastuosa reunión, como muestra del país excluyente que los representantes de cada élite han ayudado a construir. Una costosa, muy costosa fiesta que sirvió para mostrar el poder político de un Procurador General de la Nación que sigue anclado a los preceptos de la Carta Política de 1886.
Ruidosa fue fiesta porque allí se congregó la sociedad colombiana: sucia, proclive al crimen, acomodaticia en su ética, inferior a los compromisos de actuar dentro de las normas constitucionales y siempre al filo de lo ilegal. Parapolíticos y personajes nefastos de la política nacional estuvieron allí frente al nuevo emperador que la godarria pronto podrá considerar como presidenciable. Estaban allí para someterse a su credo, el mismo con el que este jefe del Ministerio Público desconoce los derechos de mujeres y homosexuales.
Representantes de los poderes públicos y de los poderes económicos y políticos se congregaron en una celebración que sirvió para insistir en una institución hegemónica y oscura como la Iglesia Católica, cuyo ritual, el matrimonio, ha servido para tolerar y legitimar el machismo y fomentar la violencia, simbólica y física, contra las mujeres.
La prensa de farándula, que se exhibe como ingenua, legitima con sus registros fotográficos y textos periodísticos la Colombia que hace rato debimos de haber superado. Esa Colombia que huele a muerte, a crímenes de lesa humanidad, a pobreza extrema, a perfidia, a clientelismo, pero que se sirve de fiestas para ocultar la precaria institucionalidad estatal, pero especialmente, el sinuoso y ladino carácter de su dirigencia, untada, embadurnada, por acción u omisión, de delitos, de crímenes y de actos propios de cuatreros que deambulan vestidos de gala y con altas dosis de finos perfumes, que por unas horas ocultan el mal humor y los olores que expelen no sólo cuerpos envejecidos, sino conciencias a punto de estallar porque no les cabe una bajeza más, un delito más.
Creo que el Procurador General de la Nación logró, nuevamente, hacer confluir al grueso de la sociedad colombiana en una fiesta, es decir, en un escenario en donde es posible hacer que el mal, que el crimen, que la perfidia, que la inmoralidad y los problemas éticos sean, todos juntos, un nimiedad. Ya en el pasado varios narcotraficantes intentaron y lograron hacer lo mismo.
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