Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Quienes comparten sus vidas con perros o con gatos, construyen relaciones afectivas con éstos fieles compañeros, pensadas y permeadas por el lenguaje, herramienta del ser humano para representarse el mundo y para explicar su presencia en él. Relaciones en las que se plantean monólogos que realmente son verdaderos diálogos, en los que nosotros y ellos, humanos y perros (animales en general), intercambiamos ideas, percepciones, expresamos sentimientos y que a diario sirven, por lo menos, para re-conocernos.
Justamente, con esa herramienta, letal y poderosa, logramos tal conexión con estos ángeles que se disfrazan de animales, esperando respuestas cuando les preguntamos qué han hecho, qué ha pasado por acá o quién hizo este daño.
Cuando se vive con perros, en especial con labradores, es común escuchar que son tan inteligentes, que sólo les falta hablar. La frase, cargada de cierta inocencia, conlleva unos riesgos infinitos y por supuesto, la lejana esperanza, pero al fin esperanza, de que ello pueda suceder.
Pero la verdad, huelga decir que lo mejor que nos puede suceder es que ello nunca suceda. Es suficiente con verlos desde el lugar privilegiado de una especie perversa, dañina, compleja, débil y profundamente arrogante como lo es el ser humano. Desde ese perjudicial antropocentrismo pensamos en la muy lejana posibilidad de que nuestras mascotas nos hablen.
No sólo sería una gran sorpresa, capaz de detener cualquier corazón, se trataría de la perdición de estos bellos animales. Se abriría la puerta al engaño, al doble sentido, a los dobleces de una lengua que ha servido a los más bellos propósitos, pero que también sirve a los intereses más perversos. Con la lengua y con el lenguaje logramos hacer daño a los otros y con las dos, logramos decidir qué es digno de vivir y qué no.
¿Cuántas veces no hemos usado el lenguaje para estigmatizar a hombres y mujeres, afros e indígenas, flacos, gordas, pequeños, grandes…¿Cuántas veces el lenguaje, al servicio del poder, ha coadyuvado a la violación de los derechos humanos, a desaparecer a individuos disonantes, a ciudadanos incómodos?
¿Qué compleja se hace la vida cuando advertimos los riesgos del lenguaje, en especial en los usos particulares de la lengua? Pero qué bello es descubrir y ampliar las oportunidades que nos brinda el lenguaje cuando con él logramos una sonrisa en los niños, la felicidad en una mujer, la meneada de una cola de nuestros perros y la confianza de los demás. Y mejor, cuando con el lenguaje logramos que nuestras mascotas respondan afirmativamente ante un llamado, y cuando con actos de habla nos levantamos contra el maltrato animal y logramos extender el amor y el respeto a otros animales no domesticados.
Cuando los actos de habla logran ese carácter formal y esa estructura lógica y narrativa que llamamos discurso, los seres humanos entramos en una dimensión apasionante y riesgosa, pues reconocemos que al discurso le acompañan siempre la posibilidad de dañar, de golpear, de someter, de desvirtuar, de legitimar lo que muchas veces es ilegítimo; es, y, lo sabemos, un arma poderosa con la que es posible, incluso, decidir quién vive, en qué condiciones e incluso, ponerle tiempo a la vida de otros animales semejantes, incluyendo, por supuesto, a los perros y los gatos y en general, los no domesticables.
Por ello, por toda la perversidad y la ambigüedad que nos acompaña como seres simbólicos, sigamos pensando con el deseo de que perros como Pasquino, Yuco y Simón, logren articular un discurso o pronunciar alguna frase, haciendo consciencia de que ello sería el final de los días de esas criaturas y la de su especie, pues perderían esa condición física y mental que les asegura el lugar cómodo, no azaroso, en donde viven sin esa poderosa arma que históricamente hemos usado para producir dolor. Viven sin ella, pero logran hacerse entender, expresar sentimientos, transmitir deseos, penas, dolor, rechazo y afecto. Que sigan siendo inteligentes, sí; que incluso, logren avanzar en la toma de decisiones, muy precisas y contextualizadas como diría Boris Cyrulnik, pero que ¡jamás nos hablen!.
Quienes comparten sus vidas con perros o con gatos, construyen relaciones afectivas con éstos fieles compañeros, pensadas y permeadas por el lenguaje, herramienta del ser humano para representarse el mundo y para explicar su presencia en él. Relaciones en las que se plantean monólogos que realmente son verdaderos diálogos, en los que nosotros y ellos, humanos y perros (animales en general), intercambiamos ideas, percepciones, expresamos sentimientos y que a diario sirven, por lo menos, para re-conocernos.
Justamente, con esa herramienta, letal y poderosa, logramos tal conexión con estos ángeles que se disfrazan de animales, esperando respuestas cuando les preguntamos qué han hecho, qué ha pasado por acá o quién hizo este daño.
Cuando se vive con perros, en especial con labradores, es común escuchar que son tan inteligentes, que sólo les falta hablar. La frase, cargada de cierta inocencia, conlleva unos riesgos infinitos y por supuesto, la lejana esperanza, pero al fin esperanza, de que ello pueda suceder.
Pero la verdad, huelga decir que lo mejor que nos puede suceder es que ello nunca suceda. Es suficiente con verlos desde el lugar privilegiado de una especie perversa, dañina, compleja, débil y profundamente arrogante como lo es el ser humano. Desde ese perjudicial antropocentrismo pensamos en la muy lejana posibilidad de que nuestras mascotas nos hablen.
No sólo sería una gran sorpresa, capaz de detener cualquier corazón, se trataría de la perdición de estos bellos animales. Se abriría la puerta al engaño, al doble sentido, a los dobleces de una lengua que ha servido a los más bellos propósitos, pero que también sirve a los intereses más perversos. Con la lengua y con el lenguaje logramos hacer daño a los otros y con las dos, logramos decidir qué es digno de vivir y qué no.
¿Cuántas veces no hemos usado el lenguaje para estigmatizar a hombres y mujeres, afros e indígenas, flacos, gordas, pequeños, grandes…¿Cuántas veces el lenguaje, al servicio del poder, ha coadyuvado a la violación de los derechos humanos, a desaparecer a individuos disonantes, a ciudadanos incómodos?
¿Qué compleja se hace la vida cuando advertimos los riesgos del lenguaje, en especial en los usos particulares de la lengua? Pero qué bello es descubrir y ampliar las oportunidades que nos brinda el lenguaje cuando con él logramos una sonrisa en los niños, la felicidad en una mujer, la meneada de una cola de nuestros perros y la confianza de los demás. Y mejor, cuando con el lenguaje logramos que nuestras mascotas respondan afirmativamente ante un llamado, y cuando con actos de habla nos levantamos contra el maltrato animal y logramos extender el amor y el respeto a otros animales no domesticados.
Cuando los actos de habla logran ese carácter formal y esa estructura lógica y narrativa que llamamos discurso, los seres humanos entramos en una dimensión apasionante y riesgosa, pues reconocemos que al discurso le acompañan siempre la posibilidad de dañar, de golpear, de someter, de desvirtuar, de legitimar lo que muchas veces es ilegítimo; es, y, lo sabemos, un arma poderosa con la que es posible, incluso, decidir quién vive, en qué condiciones e incluso, ponerle tiempo a la vida de otros animales semejantes, incluyendo, por supuesto, a los perros y los gatos y en general, los no domesticables.
Por ello, por toda la perversidad y la ambigüedad que nos acompaña como seres simbólicos, sigamos pensando con el deseo de que perros como Pasquino, Yuco y Simón, logren articular un discurso o pronunciar alguna frase, haciendo consciencia de que ello sería el final de los días de esas criaturas y la de su especie, pues perderían esa condición física y mental que les asegura el lugar cómodo, no azaroso, en donde viven sin esa poderosa arma que históricamente hemos usado para producir dolor. Viven sin ella, pero logran hacerse entender, expresar sentimientos, transmitir deseos, penas, dolor, rechazo y afecto. Que sigan siendo inteligentes, sí; que incluso, logren avanzar en la toma de decisiones, muy precisas y contextualizadas como diría Boris Cyrulnik, pero que ¡jamás nos hablen!.
1 comentario:
Sin duda. Mi querido Germán, quienes al igual que tú compartimos para nuestra fortuna la vida y el día a día, especialmente lo domingos con esos seres de luz a quienes amamos con el amor de padres porque los consideramos nuestros hijos peludos. Sabemos y gozamos de su infinito amor , incondicionalidad a ultranza y la ausencia de cualquier maledicencia. Condiciones que como tu bien lo dices, son posibles en ellos porque carecen del instrumento que nos pone en una condición superior frente a ellos. He aquí la gran contradicción, lo que se supone que nos permite desplegar nuestra humanidad es también aquello a través de lo cual nos podemos alejar totalmente de nuestra condición natural.
Con afecto respetuoso recibe de esta madre orgullosa y sus tres hijos labradores: Thomás, Luna y Scott un gran abrazo perruno.
Liliana
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