Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Columna publicada en el periódico EL PUEBLO: http://elpueblo.com.co/conflicto-armado-interno-en-perspectiva-etnica/
Del conflicto armado interno
hemos escuchado que tiene anclajes en factores y elementos sociales, económicos
y políticos, íntimamente relacionados con el problema de la concentración de la
tierra en pocas manos, la estrechez política y electoral de un régimen
democrático que, al igual que el Estado, está en proceso de consolidación y
profundización. Podemos sumar otras características y fenómenos, como el
maridaje entre política y crimen, paramilitarismo y un ethos mafioso compartido por élites de poder y fuerzas sociales; al
final, llegaríamos a comprender, que estamos ante un complejo conflicto que
tiene expresión armada, pero que es social, político, étnico, ambiental,
cultural y económico.
Se hace muy difícil comprender,
históricamente, el devenir de la guerra colombiana, porque solemos separarlo de
otros conflictos, problemas y situaciones que claramente expresan las enormes
dificultades que el Estado y la sociedad atraviesan para guiar procesos
civilizatorios y de civilidad, que minimicen al máximo el riesgo natural que supone vivir juntos, para
una especie que, como la humana, deviene hostil, inestable y con rasgos fuertes
de perversidad.
Nos hemos representado el
conflicto armado interno, como un asunto que solo toca e involucra los
territorios rurales del país, en donde hay unas fuerzas guerrilleras, o un
ejército de bandoleros, o una ‘chusma’, que no ha dejado “progresar” al país.
De allí el atraso del campo. Pero detrás de esa imprecisa representación social
del conflicto armado interno, subsiste la histórica tensión entre lo Rural y lo
Urbano. Lo primero, símbolo del atraso y de lo incivilizado y lo segundo, ícono
de la civilización, de la civilidad, del progreso y las oportunidades.
Sobre esa real, pero
inconveniente dicotomía, hemos escondido un asunto que pocos aceptan, y que
daría la posibilidad para señalar que el conflicto armado tiene expresiones
identitarias y étnicas[1], que
si bien no suponen el enfrentamiento étnico-racial que caracterizó la implosión
y el desmembramiento de la Yugoslavia de Tito, sí han servido para desestimar,
invisibilizar y estigmatizar a comunidades afrocolombianas, indígenas y
campesinas, asociadas históricamente a la vida rural, al campo.
Señalo que a la dicotomía
Rural-Urbano se suma una generalizada animosidad hacia aquellas comunidades que
viven en el campo y que han resistido las dinámicas y los horrores de la guerra
interna entre Estado-paramilitares y subversión. Esa animosidad étnica hacia lo
afro, lo indígena y lo campesino, puede estar detrás de, y alimentando, los
conflictos sociales y políticos que se advierten en ciudades capitales como
Cali, Medellín, Barranquilla y Bogotá, entre otras urbes receptoras de
ciudadanos desplazados por la violencia política en el contexto del conflicto
armado interno.
La ciudad y lo urbano construyen
maneras de ser y parecer, que para el caso de Colombia, devienen opuestas al
campo, a lo rural, lo que ha facilitado el rechazo hacia los proyectos de vida
de campesinos, afrocolombianos e indígenas, convertidos de tiempo atrás en ciudadanos
disonantes[2] e
incómodos para el modelo de sociedad, Estado y mercado que defienden unas reducidas
élites mestizas y ‘blancas’. De allí que el desplazamiento y la desaparición
física y cultural de dichas comunidades, se advierta como un objetivo
estratégico para los agentes políticos, sociales y económicos que han aupado,
desde diversos sectores, la prolongación del conflicto armado y claro está, el
financiamiento de los actores armados que siguen la línea ideológica planteada
por la élite “blanca”, que no acepta como iguales a los campesinos, afros e
indígenas.
Es decir, la guerra interna
colombiana y sus actores, cuyo escenario natural ha sido lo rural, y los
conflictos sociales y culturales que se manifiestan en territorios urbanos, esto
es, en las ciudades capitales, devienen acompañados por la animosidad étnica
hacia los indígenas, afros y campesinos, que las élites de poder, han alimentado
a través de la promoción de una cultura dominante y hegemónica que ha excluido
a las señaladas comunidades. Hay que insistir en que esa élite, considerada ‘blanca’,
viene desconociendo sus propios procesos de mestizaje, circunstancia esta que
les facilita tomar distancia de aquellos que simplemente, no comparten un mismo
color de piel y un linaje que de
forma natural legitima su poder. La animadversión, en particular, contra los
indígenas, y contra lo indígena, se explica por el sentido consustancial que
sus proyectos de vida plantean con la Naturaleza y por supuesto, por la
recuperación de territorios ancestrales, en manos de latifundistas y
hacendados.
Es necesario establecer
conexiones entre un progresivo, constante y desordenado desarrollo urbano y la
debilidad manifiesta del Estado para consolidarse como un orden eficaz y
legítimo en territorios rurales, en donde sobreviven esos ciudadanos
disonantes. De igual manera, hay que conectar el fenómeno paramilitar y el
desplazamiento forzado provocado por las fuerzas paramilitares, con la élite
mestiza y ‘blanca’, que asociada a relaciones y esquemas de poder citadino,
presionan la salida de afros, campesinos e indígenas de sus territorios
rurales, con el claro propósito de transformarlos identitariamente, a través de
la entronización del discurso de lo urbano y claro está, de ocupar sus
territorios colectivos para el desarrollo de la mega minería, ganadería
extensiva, proyectos agroindustriales y turísticos.
Así entonces, hoy parece más
fácil ponerle fin al conflicto armado, desde una perspectiva de paz económica,
que a los conflictos interétnicos que una élite de poder, aupó y consolidó, a
través de las dinámicas de un conflicto armado interno que no logró alcanzar el
carácter nacional y que de manera exclusiva tuvo su desarrollo en el campo y
las selvas de Colombia.
Imagen tomada de conflictoarmado.com
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