Por largo tiempo, y en diversos rincones del mundo, millones de seres humanos han confiado sus vidas y el manejo de las incertidumbres que nacen tanto de la compleja vida en sociedad y de las múltiples identidades, a un Estado que no es más que una idea de orden con la que se intenta, entre otras búsquedas, limitar la posibilidad de que otro ser humano o un grupo, piense o decida someter la voluntad de una o de varias personas. A veces, con inusitada confianza, pensamos que sólo basta con nombrar esa nomenclatura para alcanzar y asegurar lo que en términos de derechos y deberes ese Estado nos debe garantizar y exigir.
Y a veces, con cierta desesperanza, sufrimos las consecuencias de un Estado opresor, irresponsable, precario y violento. Y en los dinámicos procesos de uso del lenguaje, de la lengua y los propios actos de habla individual, creemos que basta con señalar al Estado como responsable o co responsable de algo que consideramos como positivo, negativo, arbitrario o correcto. Resulta que al tiempo en que señalamos al Estado como culpable o reconocemos una acción correcta de su parte, de esa misma manera ocultamos hechos y responsabilidades políticas individuales y grupales, asociadas, por ejemplo, a gobiernos específicos, a gobernantes y a funcionarios públicos en particular.
De igual forma, señalar hacia el Estado se vuelve una suerte de universo intangible, acción esta que iguala en sentido a expresiones como a ellos los mató la violencia, o el paramilitarismo, las guerrillas o el narcotráfico asesinaron a estos o a aquellos. Pero pocas veces pensamos en que ese Estado es operado por individuos, por personas, por ciudadanos, por seres humanos complejos, por grupos de poder, que defienden intereses económicos y políticos, así como ideologías que pueden resultar contrarias a las que históricamente viene exhibiendo ese mismo Estado.
De allí la necesidad de que los ciudadanos aprendan a develar responsabilidades, reconociendo elementos, circunstancias, contextos, marcos jurídicos y por supuesto, personas, individuos y funcionarios estatales, entre ellos presidentes, congresistas, concejales y diputados, entre otros, como responsables directos de los errores cometidos por esas estructuras de poder que llamamos Estado. Y cuando pensamos en esos seres humanos que hacen parte del Estado, con todas las diferencias administrativas y políticas con las cuales sea posible distinguir unos de otros, olvidamos que detrás de cada funcionario estatal, permanente o pasajero (por asuntos electorales) hay una historia de vida, hay aspiraciones, pulsiones y conflictos que pueden en algún momento afectar la prestación de un servicio público, la eficiencia de una institución estatal e incluso, la participación en un delito.
Como construcción social y política, el Estado moderno obedece a un devenir humano que ha requerido de procesos largos de socialización (civilización), para asegurar no sólo el sometimiento de voluntades, sino la construcción de marcos normativos con los cuales brindar seguridad a millones de personas, de ciudadanos, que reconocen el poder del Estado y confían en que su intromisión en asuntos privados y públicos es necesaria para garantizar la convivencia humana en condiciones aceptables, normales, desde la perspectiva de minimizar los conflictos, así como la resolución pacífica de los mismos. Las referencias cotidianas al Estado van configurando una cierta confianza y desconfianza en su presencia y en su poder de coerción y de organización de la vida en sociedad.
Para el caso colombiano, millones de colombianos afectados por la violencia política en el contexto de un degradado y largo conflicto armado, siguen aún señalando al Estado como culpable o co responsable de una determinada desgracia. Pero para un sano ejercicio de descripción y de establecimiento de responsabilidades, cada víctima del Estado, por acción u omisión, debe reconocer elementos claves en ese camino de desenmascarar lo que hay detrás de esa nomenclatura: el momento histórico en el que se suceden los hechos, señalando circunstancias políticas, económicas, sociales y culturales, globales y locales; el gobierno y las circunstancias de su elección, sus características ideológicas, su proyecto político, sus conexiones y finalmente, las fuerzas que lo sostienen o lo sostuvieron; en otro grado, hay que enumerar las cabezas visibles y responsables de instituciones estatales que participaron directamente en los hechos o aquellas que deban o puedan vincularse en tanto se piense el Estado como una organización monolítica. Por lo anterior, cuando hablamos de Estado, de qué hablamos.
Del orden que se propone desde una institucionalidad, simbólica y físicamente capaz de seducir y de someter la voluntad de millones de ciudadanos, o por el contrario, cuando hablamos de Estado nos referimos a grupos de poder que han cooptado las instituciones estatales y la institucionalidad para impedir la consolidación de esa idea de Estado social de derecho que aparece en la Carta Política de 1991. El Estado colombiano, precario, débil, y en lo funcional, privatizado, es co responsable de las relaciones asimétricas que ha construido con la sociedad civil y en general con los ciudadanos, lo que deja como consecuencia el debilitamiento de la concepción de lo público.
La expresión más clara de ello son las formas idealizadas y deificadas con las que los ciudadanos suelen mirar a congresistas, ministros, pero especialmente a la figura presidencial, funcionarios públicos que tienen altas obligaciones y responsabilidades para hacer del Estado, un verdadero orden social, político, económico, jurídico y cultural en el que los ciudadanos no sólo confíen, sino que efectivamente lo usen para alcanzar sus sueños de realización personal, de acuerdo con sus posibilidades e intereses individuales. Existen aún millones de colombianos que dan las gracias a los gobernantes cuando entregan ayudas, inauguran un hospital o una vía carreteable, entre otros.
Cuando aprendamos a exigir el cumplimiento de obligaciones legales y constitucionales a Presidentes y mandatarios regionales, entonces, el clientelismo, como institución política, se podrá debilitar, y por ese camino, vendrá entonces la aparición de una ciudadanía y de una sociedad civil responsables de sus derechos. Funcionalmente, el Estado colombiano opera desde intereses privados que por largo tiempo se han instalado en sus entrañas, para poner sus recursos, simbólicos, coercitivos (físicos) e institucionales, al servicio de los intereses de exclusivas élites de poder (local, regional y transnacional), que se sirven de lo público-estatal para reducir el Estado, desde lo operativo, al desarrollo de proyectos, sociales, culturales y de infraestructura relacionados con sus intereses de clase.
Por lo anterior, resulta de especial importancia que cada ciudadano reconozca cuáles son las organizaciones de la sociedad civil que han penetrado el Estado para mantener viejos privilegios de clase, y hacer de este un orden social débil, precario y privatizado. Y finalmente, a lo que hay que apuntar es a pensarnos como ciudadanos co responsables política, social y culturalmente del futuro de ese orden que de manera más o menos voluntaria hemos aceptado. Para el caso colombiano es claro que los gremios económicos, los medios masivos de comunicación, poderosas familias, los sindicatos y poderosas ONG, en contubernio con políticos y partidos políticos, aliados estos de paramilitares y narcotraficantes, han coadyuvado a consolidar un Estado frágil, inestable e incapaz de erigirse como un orden social y político legítimo.
Nota: publicada en el portal http://www.nasaacin.org/attachments/article/3938/SOBRE%20EL%20ESTADO.pdf
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1 comentario:
Hola Uribito:
Te observo muy centrado, conceptualmente, en este tema sobre el cual ya habíamos dialogado y, comparto en términos generales tu apreciación.
En efecto, el Estado, como el Derecho, la Constitución y múltiples instituciones, son creaciones humanas simbólicas para convivir, nada más. La mitología social consiste en convertir dichas instituciones en realidades y pedirles solución a las necesidades puntuales de cada momento y contexto, al igual que como se le pide al dios de cualquier religión.
Luis F.
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