YO DIGO SÍ A LA PAZ

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viernes, 13 de febrero de 2015

DISQUISICIONES SOBRE LOS ORÍGENES DEL CONFLICTO ARMADO INTERNO

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo


El informe de la Comisión de Historia del Conflicto y sus Víctimas (CHCV) es un insumo importante que sirve para comprender los inicios del conflicto armado y su devenir político, social, económico y político. Se trata de un ejercicio académico que no nace de acuerdos preliminares establecidos entre los comisionados, que no pretende establecer forzosos consensos, pero que sí puede ser el motor de arranque de futuras comisiones de la verdad que busquen esclarecer lo acontecido en Colombia a lo largo de la historia de sus múltiples expresiones de violencia política.

Entonces, el informe sobre los orígenes, causas, actores y circunstancias internas y externas, determinantes en las dinámicas de lo que se conoce como el Conflicto Armado Interno, debe entenderse como un insumo sobre el cual debemos volver para intentar comprender un(os) complejo(s) conflicto(s) y los escenarios de violencia política como expresión de ese(os) conflicto(s). No puede aceptarse como una única verdad, en la medida en que está atravesado por ejercicios académicos e históricos soportados en visiones individuales y particulares de los comisionados que lo redactaron. Es más, el lenguaje académico con el cual se explican unos hechos y una historia, puede convertirse en sí mismo en un obstáculo para las grandes mayorías que puedan estar interesadas en conocer más de la historia de Colombia.  

En aras de encontrar quiebres históricos y diferencias que ayuden a separar anteriores estadios de múltiples violencias, guerras civiles y el Conflicto Armado Interno, definido desde 1964, propongo los siguientes elementos de juicio:

En primer lugar, puede hablarse de Conflicto Armado Interno porque dentro de sus dinámicas bélicas participan ejércitos, legales e ilegales, constituidos bajo orientaciones propias de la milicia, es decir, fuerzas fuertemente jerarquizadas, con propósitos de toma del poder político (o de mantenimiento, para el caso de las Fuerzas Militares) y transformación de los modelos económico y político, objetivo final de las guerrillas. Ejércitos conformados bajo las lógicas castrenses en donde se definen asuntos como el mando, responsabilidad, espíritu de cuerpo, dignidad,  honor y respeto por la antigüedad y por los perfiles (troperos y políticos, en el caso de las Fuerzas Militares; y perfil militar e ideológico, para las guerrillas). Con la modernización de las formas bélicas no desaparecen la barbarie, en especial para el caso colombiano en donde las fuerzas estatales exhiben poderío militar y las guerrillas enfrentan esa ventaja comparativa con armas “hechizas” y con procedimientos militares cargados de sevicia.

Un segundo elemento tiene que ver con el carácter político del conflicto mismo. Antes de 1964, las luchas eran más de tipo social, asociadas a actividades de saqueo, bandolerismo, conflictos de tierras, enfrentamientos ideológicos y de otros tipos, resueltos a través de mecanismos y formas alejadas de toda idea civilizada de afrontar los problemas y las diferencias; es decir, conflictos y problemas con un menor anclaje a una ideología política al servicio de una idea moderna de democracia.

El carácter político del Conflicto Armado Interno a partir de 1964 lo dan y/o lo aseguran condiciones y circunstancias externas e internas. Para las primeras, está clara que la injerencia de los Estados Unidos a través de la Alianza para el Progreso tenía visos políticos, con un trasfondo económico con el se justificó enfrentar a ese enemigo llamado comunismo. Y por supuesto, huelga decir que tal decisión se dio como respuesta al triunfo de la revolución cubana, convertida en un hito político para la política exterior de los Estados Unidos. Por supuesto que no podemos olvidar los movimientos guerrilleros latinoamericanos y los desarrollos de la guerra de Vietnam y África, entre otros.

En el plano interno, y en especial en el mundo académico y político, las ideas políticas giraban en torno a la posibilidad de ampliar la democracia y por ese camino se legitimaba el camino de las  armas y la suma de todas las formas de lucha para cambiar sustancialmente un orden social, político y económico injusto e inviable, reconocido así tanto por líderes revolucionarios, aunque no tanto por las élites que, a pesar de todo, seguían sosteniendo las estructuras de poder y alimentando esas condiciones generadoras de ilegitimidad.

No creo que se trate de un solo Conflicto Armado Interno prolongado en el tiempo y  que devino en picos altos y bajos, en discontinuidades y en procesos repetitivos. Si bien hay que atender los sucesos violentos de las guerras civiles y los propios de la Violencia, ello no significa que de manera clara se pueda hablar de un solo conflicto con diversos momentos históricos y con expresiones diferenciadas en el uso del poder y la violencia. Es más, creo posible -y necesario-  caracterizar las etapas, los momentos históricos y los hechos políticos y económicos que han afectado, positiva y negativamente, las dinámicas de ese conflicto.

Años 60, 70 y 80

Por ejemplo, los años sesenta, setenta y parte de los ochenta fueron escenarios de lucha ideológica y política. Una inconforme ciudadanía, afectada por las ideas de una modernidad europea, buscaba respuestas a una empobrecida idea de democracia que ya se instalaba en esta parte de América. El enfrentamiento Este-Oeste y la Guerra Fría fueron ingredientes importantes para darle ese talante político a un conflicto armado que arrastraba, por supuesto, formas de violencia que sin bien no se podrían calificar como apolíticas, devenían empobrecidas, para el caso local, por una cultura en el contexto de un país rural y campesino. Los sectores urbanos de Colombia siempre miraron con desdén el campo, y por esa vía, se descalificó los proyectos de vida de campesinos, afros e indígenas.

El vaciamiento del sentido de la política que el Frente Nacional produjo, sin dudas le pudo quitar ese anclaje político al conflicto armado, pero más que ello, fue el carácter periférico con el cual el Conflicto Armado Interno se expresó y  fue entendido por las élites de poder tradicional, los medios de comunicación y las fuerzas económicas que se instalaron en las principales ciudades del país. Incluso, habría que mirar la misma disposición y la estrategia de copamiento, recuperación y consolidación de territorios por parte de las fuerzas armadas (en especial, las fuerzas militares) para entender que desde allí el conflicto también se miró como una externalidad, como un asunto lejano, focalizado en zonas “infestadas de comunistas”.



Años 90

El capitalismo como sistema económico y la consolidación del modelo económico neoliberal se sirvieron de la implosión de la URSS y de la caída de los símbolos socialistas para posicionar un discurso político en el que la lucha armada perdía protagonismo y arraigo social, en los ya debilitados movimientos sociales, en el contexto de una sociedad atomizada e incapaz de erigirse como un colectivo y una fuerza para reconstruir e interactuar con el Estado. De igual manera, las disposiciones del Consenso de Washington y el progresivo desmonte del Estado de Bienestar se sumaron a esos discursos que dejaban sin piso la lucha “revolucionaria” de unas guerrillas colombianas que se habían quedado solas en el mundo.

A esas circunstancias hay que sumar la influencia que el narcotráfico tuvo en los actores armados, legales e ilegales. Contaminados por las enormes ganancias de dicha actividad, protegida de alguna manera por el sistema financiero internacional y  los “paraísos fiscales”  y perseguida desde una perspectiva exclusivamente policiva, el conflicto armado se empobreció políticamente. Ya desde finales de los 80 se hablaba, tímidamente, de narco-guerrillas. En los 90, los señalamientos llegaron hasta la calificación de las guerrillas, en especial a las Farc, como carteles del narcotráfico.

Penetrada la sociedad, los partidos políticos y los medios de comunicación por los carteles de la droga, el conflicto armado interno y sus dinámicas, continuaron perdiendo terreno político y anclaje social.  Al tiempo en el que estas circunstancias contextuales y actores nacionales e internacionales jugaban en contra de la naturaleza, el sentido y el devenir político del Conflicto Armado Interno, el país político intentaba, a través de los diálogos de paz, devolverle la dignidad política a un conflicto y a unos actores políticos  armados que ya venían en crisis ideológica y política, compartida con la que vivían ya los partidos políticos en Colombia y en el mundo-

En todo lo anterior, hay que reconocer la debilidad del Estado[1], capturado por élites de poder interesadas en aumentar su riqueza y en ampliar privilegios, en especial aquellos asociados al crecimiento de ciudades capitales como Bogotá, Medellín y Cali. Mientras que en las zonas rurales, ese Estado era penetrado por fuerzas guerrilleras que vivieron durante muchos años (años 60, 70 y 80) de la renta petrolera, a través de la extorsión y el sabotaje a la infraestructura de empresas multinacionales. En esos rincones del país, guerrillas se aprovecharon el erario y cooptaron a alcaldes y gobernadores. Así sobrevivieron durante mucho tiempo. Luego vendría la penetración paramilitar en el Estado, orquestada por élites y narcotraficantes. Una poderosa y  exitosa empresa criminal que respondió económica y políticamente al proyecto revolucionario. La respuesta militar no se dio a gran escala en el sentido de “acabar” con las guerrillas. Por el contrario, el  paramilitarismo diseñó, planeó y aplicó estrategias que terminaron con el  desplazamiento forzado de afros, campesinos e indígenas. Un proyecto económico y social que siempre estuvo al servicio de la gran agroindustria nacional e internacional.

Procesos de paz, como escenarios de “repolitización” del conflicto

Como se dijo líneas atrás, los procesos de paz fueron escenarios con los que se intentó “repolitizar” el conflicto armado interno. Es decir, devolver ese estatus, esa dignidad perdida por el triunfo del capitalismo y del mercado y el consecuente vaciamiento del sentido de la política. Quizás el único proceso de paz que no se pensó bajo esa orientación fue el que se dio durante el gobierno de Belisario Betancur Cuartas, dado que el contexto político ardía de manera natural.

Digamos que fue genuino el interés de encontrar una salida negociada al conflicto, pero las fuerzas tradicionales, una sociedad empobrecida culturalmente y unas élites de poder incapaces de hacer ejercicios de prospectiva para hacer avanzar el país y profundizar la democracia; y el poder de los militares, dieron al traste con ese esfuerzo político. El nacimiento de la UP y su posterior aniquilamiento fue clara expresión de un país dividido entre dos sectores: uno, capaz de darle vida política a unas agrupaciones alzadas en armas y otro, más poderoso, que no aceptó ni aceptará el ejercicio político de ninguna expresión de izquierda democrática que a través del voto popular vaya a poner en jaque al poder tradicional.

Luego vendrían otros procesos de paz con resultados positivos, expresados en la dejación de armas de guerrilleros del M-19, Quintín Lame y PRT. Más por debilidad militar, dichas agrupaciones se instalaron en el reducido espacio que las fuerzas democráticas de la época les abrieron, en el entendido en que el Establecimiento no iba a sufrir sustanciales transformaciones.

El Caguán

En cuanto al proceso de negociación entre el gobierno de Pastrana y las Farc, había un trasfondo económico que tuvo en el Plan Colombia al componente más importante. Sin duda, volvió a tener el conflicto armado un talante político, pero por cuenta de los intereses de los Estados Unidos y de otros países que aportaron dinero al Plan Colombia para extender sus tentáculos en renglones de la economía como la explotación de hidrocarburos, minería (oro), y la producción de agro combustibles.  El fracaso del Caguán, muy bien estructurado por Pastrana, ayudado por la torpeza histórica de las Farc, serviría más adelante para que el Presidente Uribe Vélez, con la ayuda de los hechos del 11 de septiembre de 2001, lograra quitarle el cobijo político al conflicto armado. Uribe intentó borrar la historia del conflicto armado, reduciéndola a una amenaza terrorista, sostenida en la “guerra con el terrorismo” promovida por los Estados Unidos.

Después de ocho años (2002-2010) de un fuerte escalamiento del conflicto y de la inexorable consolidación del proyecto neoconservador de los paramilitares y de las fuerzas económicas que se finalmente se beneficiaron del desplazamiento forzoso, el conflicto armado interno perdió, nuevamente, ese carácter político y esa dimensión política que históricamente se había ganado por cuenta del alzamiento armado de las Farc y del Eln, en los años 60.

Posterior a los aciagos años de la lucha contra el terrorismo a través de la Política de Defensa y Seguridad Democrática (PPDSD), vendría el Gobierno de Juan Manuel Santos Calderón, quien nuevamente le devolvió el carácter político al conflicto armado interno, pero desde un interés económico. Santos, en ese sentido, busca poner el fin del conflicto armado a través de una negociación política que se sostiene cada vez más en los intereses económicos de actores nacionales e internacionales interesados en continuar explotando los recursos del subsuelo, pero en condiciones óptimas de seguridad. No les interesa continuar con sus actividades de explotación y expoliación,  asumiendo los costos de un conflicto armado. Santos devuelve el carácter político al conflicto armado que su antecesor borró con una política pública, sobre la base de unas necesidades e intereses económicos que de tiempo atrás pusieron sus ojos sobre las riquezas que ofrece un país biodiverso como Colombia. Es posible que en La Habana se esté diseñando una paz económica, sin mayores cimientos políticos y sociales.


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imagen tomada de elpais.com


[1] Desde la perspectiva del Estado-nación, su debilidad se expresa en su incapacidad para consolidarse en todo el territorio para brindar bienestar y seguridad a sus asociados. Además, de precariedad para erigirse como un orden moralmente superior a la moral y a la ética del pueblo que sobrevive dentro de su territorio. 

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