Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
La consolidación de una
institucionalidad[1] estatal que le sirva a la
democracia y que tenga como norte la búsqueda del bien común, depende
directamente de la estructura ética de los funcionarios y del tipo de
relaciones que éstos establezcan, por ejemplo, con otras instituciones
públicas, con particulares y con actores decisivos de la sociedad civil.
Con un débil soporte ético y arrastrados por la doble moral de una sociedad patriarcal,
premoderna y atravesada por un ethos
mafioso, agentes de Estado como Alejandro Ordóñez Maldonado (Procurador
General de la Nación), Rodolfo Palomino (Director General de la Policía
Nacional), Jorge Pretel Chaljub (Magistrado de la Corte Constitucional), Jorge
Armando Otálora (Defensor del Pueblo) y Luis Eduardo Montealegre (Fiscal
General de la Nación), con sus actuaciones públicas y privadas configuran una
enorme fuerza que no solo erosiona la legitimidad de sus cargos, sino que
elimina el talante moral de una institucionalidad[2] que
se supone que al estar al servicio del colectivo, construye una idea
consensuada de bien común que le sirve a la democracia y al Estado para
legitimarse.
Ordóñez, Palomino, Pretel,
Otálora y Montealegre son enemigos de la institucionalidad que ellos
representan y que han coadyuvado a crear, consolidar y difundir. Por sus
andanzas, decisiones, actuaciones y por las interesadas relaciones que les
preceden, las instituciones que representan motivan al grueso de la población a
dudar del Estado como orden y forma de dominación que requiere, para ser
aceptado, respetado y defendido, de demostraciones de pulcritud, diligencia,
aplomo y seriedad.
El daño que estos cinco (5)
funcionarios le han hecho al Estado es invaluable, de allí que urge redefinir
los parámetros éticos y de moralidad pública bajo los cuales vienen funcionando
la Procuraduría General de la Nación, la Policía Nacional, la Corte
Constitucional, la Defensoría del Pueblo y la Fiscalía General de la Nación.
La espuria reelección de Ordóñez
Maldonado[3]
evidencia su proyecto ideológico con el que claramente sometió la
institucionalidad del ente de control, a sus aspiraciones personales y a su
moral cristiana. De tiempo atrás se viene oponiendo al sentido y al espíritu
liberal de la Carta Política de 1991. De igual manera, convirtió a la
Procuraduría en una trinchera ideológica desde donde atacó y se opuso al
desarrollo jurisprudencial de la Corte Constitucional en temas como el aborto y
el matrimonio igualitario, entre otros temas.
En lo que respecta al caso del
General de la Policía, Rodolfo Palomino[4], la
institucionalidad de una institución como la Policía quedó en cenizas ante las
actuaciones del alto oficial que al parecer,
y según lo denunciado, hacen parte de su orientación sexual[5], por
demás legítima, pero que no debió alinear con el cargo, la dignidad y el mando
propios de su condición de oficial de la Policía Nacional. A ello se suman las
denuncias periodísticas que darían a pensar en un posible enriquecimiento
indebido e improbable de acuerdo con lo devengado durante sus años de servicio
a la institución policial.
En cuanto al caso de Pretel[6],
claramente impuso una interesada y mafiosa
institucionalidad que terminó por enlodar el buen nombre de la Corte
Constitucional, corporación que gozó de respeto, prestancia y admiración social
gracias al talante ético de magistrados como Carlos Gaviria Díaz y José
Gregorio Hernández, entre otros. Hoy, la institucionalidad derivada de dicha
entidad deviene manchada por las actuaciones del magistrado Pretel.
El caso de Otálora[7], de
igual manera, resulta ejemplar para determinar el grado de debilitamiento de la
institucionalidad derivada que arrastraba la Defensoría del Pueblo y que de
muchas maneras le garantizaba un buen nombre y única posibilidad para muchos
colombianos de contar con una entidad que velara y defendiera sus derechos. Las denuncias por acoso laboral
y sexual no solo resultan ignominiosas, sino que coadyuvan a que el Machismo,
como práctica cultural, se perpetúe.
Y lo que tiene que ver con el
caso de Montealegre[8], la institucionalidad
derivada de las acciones de la Fiscalía, durante su escandaloso periodo, viaja
río abajo en medio suspicacias que derivaron, en un primer momento, de sus
relaciones con Carlos Palacino (Saludcoop) y posteriormente, por los recelos,
por decir lo menos, que generaron los millonarios contratos otorgados a la
politóloga Natalia Springer.
De esta manera, Ordóñez, Palomino,
Pretel, Otálora y Montealegre se erigen como eficientes matarifes y
sepultureros de eso que a lo mejor desconocen: la institucionalidad. Sus
débiles referentes éticos los convierten en ladinos y resbaladizos funcionarios
que parecen seguir a pie juntillas la escuela
desinstitucionalizante que “sembró” y afianzó Álvaro Uribe Vélez entre el
2002 y el 2010.
Imagen tomada de pulzo.com
[4] Véase: http://laotratribuna1.blogspot.com.co/2015/12/periodismo-palomino-e-institucionalidad.html
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