Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
La corrupción pública y privada
en Colombia deviene no solo histórica, sino legitimada social, política y
culturalmente. Y está anclada en un ethos
mafioso que ha permeado la sociedad hasta tal punto, que actores de la
sociedad civil, pensados como referentes de moralidad, pocas veces salen a manifestar
su rechazo a las prácticas corruptas y a los delitos cometidos por gobernantes
y en general, por la clase política y empresarial. La corrupción no convoca marchas en su contra. Se marcha y se protesta contra Gobiernos, desde orillas ideológicas cuyos líderes tampoco se atreven a develar el carácter estructural de la corrupción.
Los casos del “Carrusel” de la
Contratación en Bogotá (Los Nule y el alcalde Samuel Moreno), Interbolsa (Víctor
Maldonado y sus compinches), Reficar y ahora Odebrecht (gobiernos de Uribe y
Santos) dan cuenta de las finas redes de clientelismo y corrupción tejidas
entre políticos y contratistas y empresarios, lo que pone en evidencia que
subsiste dentro del Estado poderosas estructuras mafiosas al servicio de empresas
nacionales (grupos de contratistas) y extranjeras que no solo desfalcan las
arcas públicas, sino que debilitan la confianza de la sociedad en el régimen
democrático, dado que el voto para
elegir a mandatarios locales, regionales y hasta el propio Presidente de
la República, pierde su real valor y poder elector, frente al consolidado y
validado poder mafioso y corruptor de contratistas ávidos de cerrar negocios
(negociados) con el Estado.
Frente a estos hechos deshonrosos
y delictivos han guardado silencio cómplice la Iglesia Católica, otras
comunidades religiosas, Sindicatos, asociaciones de industriales, banqueros, Intelectuales
y la Academia. El mutismo de estos actores de la sociedad civil colombiana ha
servido para legitimar la comisión de delitos como el cohecho y el concierto
para delinquir. El desinterés de aquellos facilita la tarea de los delincuentes
de Cuello Blanco, que de antemano conocen las debilidades de la Justicia
colombiana, los vacíos legales y normativos y la facilidad con la que pueden
llegar a presionar y/o comprar jueces, magistrados y fiscales.
Unos y otros, políticos y
particulares, comprenden muy bien lo que se conoce como la “economía del delito[1]”. No
temen a la justicia y mucho menos al escaso señalamiento social y mediático, porque
los beneficios económicos son mayores frente a los costos en los que deben
incurrir para cometer los ilícitos y en los que posiblemente incurran al enfrentar
penas, normalmente irrisorias.
El resultado no puede ser más
nefasto: la naturalización del soborno, del pago de coimas, de la contratación
amañada y del cohecho. Además, el cubrimiento periodístico coadyuva en ese
proceso de naturalización de la corrupción público-privada por cuanto los
hechos narrados por la Gran Prensa, le dan a esos hechos delictivos un carácter
episódico que no deja ver y entender que estamos ante una "cooptación y captura" criminal
del Estado por parte de agentes privados que se sirven de la clase política y
de la Política, para agrandar sus utilidades y riquezas, mientras erosionan la
legitimidad del Estado y la viabilidad del régimen democrático. Todo, en un ejercicio de un extendido individualismo que solo tiene como objetivo buscar el rápido enriquecimiento, no importa cómo se logre.
Así entonces, el nuevo escándalo
que hoy nos muestran los Medios por las prácticas mafiosas y dolosas
emprendidas por la multinacional Odebrecht[2] en
Colombia y en otros países de América Latina, solo servirán para corroborar la
inoperancia de los órganos de control del Estado (Contraloría General de la
República y Procuraduría General de la Nación), la ineficacia de la Justicia,
la entronización del ethos mafioso en
empresarios, contratistas y políticos, y el inexistente sentido de la ética y
de la moralidad pública de unos y otros. ¿En dónde estaban los órganos de control cuando se adjudicaron y se ejecutaron las obras viales otorgadas a Odebrecht?
Adenda 1: de cara a las elecciones de 2018 y garantizado el éxito en
la desaparición de las Farc como grupo guerrillero, debemos insistir en que el
real problema del país no estaba en las acciones bélicas de la subversión, sino
en la corrupción público-privada liderada por una clase política sucia,
criminal y mafiosa, que con la anuencia de una oscura burguesía, han puesto el
Estado al servicio de contratistas inescrupulosos y tramposos. Eso sí, debemos
ser conscientes de que no importa quién llegue a la Presidencia, porque la
corrupción público-privada no va a parar. Para ello se requerirá de un profundo
cambio cultural, el mismo que nuestra clase dirigente (empresarial y política),
no está dispuesta a emprender. Y dudo de
que la corrupción se acabe derrotando el actual Régimen de poder.
Adenda 2: ojalá las capturas del ex vice ministro de transporte, Gabriel García y del ex senador Otto Bula no terminen siendo ellos, simples chivos expiatorios para una sociedad mediatizada que exige cabezas, pero que de muchas maneras ha validado la corrupción y ha permitido la entronización del ethos mafioso.
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