Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Cuando se aborda el asunto o el ‘problema’ ambiental, casi de forma natural aparecen dos racionalidades que resultan conflictivas: la económica y la ecológica. En la primera se advierten cuestiones como la maximización de la utilidad, ganancias, eficiencia, efectividad, libre mercado, desarrollo y Estado mínimo, entre otros. Para la racionalidad ecológica, aparecen, por tanto, asuntos como holismo, pensamiento integracionista, sistémico y búsqueda de la interdisciplinariedad, entre otros[1]. Más allá de insistir en el enfrentamiento de racionalidades, la misma situación ambiental planetaria y la de Colombia hoy, exige y motiva el cruce de miradas y posturas frente a la evidente crisis no sólo de unos recursos naturales escasos, desde la perspectiva económica, sino frente al cambio climático y la transformación de los entornos naturales con claros efectos para la vida humana.
Por ello, quizás resulte importante avanzar en la comprensión académica de los efectos de actividades antrópicas sujetas a una idea de desarrollo, arraigada a su vez en una racionalidad económica que le otorga al medio ambiente y a los recursos naturales el carácter de bienes de uso y de intercambio, sujetos, por supuesto, al libre juego del mercado, en un mundo globalizado que demanda cada día más materias primas, la búsqueda de fuentes alternativas de energía (eólica, geotérmica), así como la construcción de metrópolis que van corriendo la cerca y borrando los límites entre lo urbano y lo rural.
Colombia, como país biodiverso, arrastra problemas graves en materia de conservación y explotación responsable[2] de los recursos naturales, circunstancia que involucra, en forma contradictoria, la existencia, por un lado, de marcos legales considerados como ‘completos y vanguardistas’, pero sin la fuerza jurídica y política para vincular tanto al Estado como a los particulares en las tareas de explotación ‘sostenible’ de dichos recursos, y por el otro, la imposición de una racionalidad económica que exacerba la explotación irracional de los recursos naturales, en un contexto en el que se sobresale la incapacidad y la precariedad del Estado frente a una iniciativa privada, nacional y transnacional, que cuenta con recursos económicos y con apoyos políticos (redes clientelares) para el desarrollo de iniciativas de explotación, así como la puesta en marcha de megaproyectos de infraestructura (construcción de carreteables, hidroeléctricas y exploración minera y petrolera).
Por las señaladas condiciones endógenas y el dinámico contexto exógeno, Colombia trató en el pasado de responder jurídica y políticamente a las exigencias de organismos internacionales, así como a corrientes de pensamiento ambiental, que reclamaban una revisión del modelo de desarrollo, en donde se destaca la mitigación de impactos ambientales por la puesta en marcha de proyectos de infraestructura y explotación de recursos de especial importancia energética (petróleo, gas y carbón) y económica (entrada de divisas por explotación de oro y otros minerales), en zonas y ecosistemas frágiles e importantes como los páramos, las formaciones coralinas y en general, los bosques tropicales.
Colombia respondió y adquirió compromisos éticos y políticos expuestos en el escenario de la Cumbre de la Tierra (1992, veinte años después de la primera cumbre internacional llevada a cabo en Estocolmo). En respuesta a éstos y en el contexto de una Constitución Política liberal y garantista, promulgada en 1991[3], el Estado colombiano avanzó en materia ambiental al concebir un marco legal que le permitiera construir las bases de un modelo de explotación responsable de los recursos naturales: la Ley 99 de 1993, con la cual se creó el Ministerio del Medio Ambiente y se organizó el Sistema Nacional Ambiental (SINA).
En términos prácticos, dicha norma le daba un lugar privilegiado al tema ambiental, no sólo por el hecho de elevarse al carácter ministerial, sino por la capacidad del novel Ministerio de intervenir en discusiones de planeación, formulación de planes de desarrollo, así como en la puesta en marcha de proyectos de infraestructura (construcción de represas, complejos viales, explotación exhaustiva de oro y madera, entre otros) y formulación de políticas públicas y de reconocer, en adelante, la intervención interesada de las comunidades locales asentadas en territorios y zonas biodiversas, proclives a sufrir el impacto de obras de infraestructura ambiental y socialmente complejas.
Con esa nueva herramienta jurídico-política, el Estado colombiano y el incipiente ambientalismo de la época, creyeron avanzar hacia la consolidación de una cultura ambiental nacional, que al superar la incapacidad vinculante y sancionatoria tanto del INDERENA como del entonces Código Nacional de los Recursos Naturales, colocaría al país a la vanguardia en la explotación y en la conservación responsable de importantes recursos de la biodiversidad. Pero no fue así.
Hoy asistimos a una terrible bonanza minera que está acabando con ecosistemas frágiles, con recursos hídricos, con bosques, y hasta con territorios en donde intentan vivir, de manera autónoma, comunidades indígenas, campesinas y negras.
Instrumentos claves como la licencia ambiental permitieron en el pasado, de alguna manera, ponerle límites a la inercia del desarrollo extractivo, pero en los dos gobiernos de Uribe Vélez, dicho instrumento perdió su valor técnico y científico, para convertirse en un inocuo mecanismo burocrático de “control” ambiental. El gobierno de Santos tiene la obligación ética y política de reversar lo que su mentor hizo en ocho años de involución, en materia de desarrollo sostenible.
Por lo anterior, y dadas las complejas circunstancias ambientales generadas por un desarrollo circunscrito a la extracción de recursos naturales escasos y a la afectación de ecosistemas frágiles, hay que discutir y pensar en la propuesta de desarrollo y libertad que hace Amartya Sen. Señala Sen que “el desarrollo puede concebirse como un proceso de expansión de las libertades reales de que disfrutan los individuos… el desarrollo exige la eliminación de las principales fuentes de privación de libertad: la pobreza y la tiranía, la escasez de oportunidades económicas y las privaciones sociales sistemáticas…”[4]
Ampliar derechos y libertades aporta, sin duda, a un mejor vivir, pero se requieren espacios democráticos efectivos para que todos participemos de la discusión alrededor del tipo de desarrollo que queremos. Y ello incluye la posibilidad de manifestar nuestro rechazo a los innumerables proyectos mineros, entre otros, que hoy desangran la madre tierra colombiana. Estoy seguro de que dichas iniciativas muy seguramente muy poco contribuirán a superar la pobreza de millones de colombianos. Por el contrario, no sólo llenarán los bolsillos de las empresas nacionales y multinacionales que explotan los recursos, sino que harán que los derechos ambientales consagrados en la Carta Política, sean, como muchos otros, tan solo letra muerta.
[1] Véase CARRIZOSA UMAÑA, Julio. La política ambiental en Colombia, desarrollo sostenible y democratización. Bogota. Fescol, Cerec y Fondo FEN de Colombia. 1992. Págs. 19- 20.
[2] En la actualidad el país asiste a una bonanza minera, que pone en contradicción los intereses del gran capital transnacional, con la política ambiental e incluso, con alguna legislación, en especial con el Código Minero, en el que expresamente se prohíbe la explotación minera en zonas de páramo, pero que de nada sirvió para que el Estado colombiano otorgara una concesión para la explotación minera (falta que se otorgue la licencia ambiental) a una multinacional canadiense para explotar oro en la zona de Santurbán (Santander), ecosistema de páramo especialmente frágil y estratégico, por ser fuente de agua y nacedero de varios afluentes.
[3] En el Capítulo 3, de los derechos colectivos y del ambiente, se lee: Art. 79. “Todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano. La ley garantizará la participación de la comunidad en las decisiones que puedan afectarlo. Es deber del Estado proteger la diversidad e integridad del ambiente, conservar las áreas de especial importancia económica y fomentar la educación para el logro de estos fines. Art. 80. “El Estado planificará el manejo y aprovechamiento de los recursos naturales, para garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración o sustitución. Además, deberá prevenir y controlar los factores de deterioro ambiental, imponer las sanciones legales y exigir la reparación de los daños causados. Así mismo, cooperará con otras naciones en la protección de los ecosistemas situados en las zonas fronterizas”.
[4] SEN, Amartya. Desarrollo y libertad. Bogotá, Planeta. p. 19.
Cuando se aborda el asunto o el ‘problema’ ambiental, casi de forma natural aparecen dos racionalidades que resultan conflictivas: la económica y la ecológica. En la primera se advierten cuestiones como la maximización de la utilidad, ganancias, eficiencia, efectividad, libre mercado, desarrollo y Estado mínimo, entre otros. Para la racionalidad ecológica, aparecen, por tanto, asuntos como holismo, pensamiento integracionista, sistémico y búsqueda de la interdisciplinariedad, entre otros[1]. Más allá de insistir en el enfrentamiento de racionalidades, la misma situación ambiental planetaria y la de Colombia hoy, exige y motiva el cruce de miradas y posturas frente a la evidente crisis no sólo de unos recursos naturales escasos, desde la perspectiva económica, sino frente al cambio climático y la transformación de los entornos naturales con claros efectos para la vida humana.
Por ello, quizás resulte importante avanzar en la comprensión académica de los efectos de actividades antrópicas sujetas a una idea de desarrollo, arraigada a su vez en una racionalidad económica que le otorga al medio ambiente y a los recursos naturales el carácter de bienes de uso y de intercambio, sujetos, por supuesto, al libre juego del mercado, en un mundo globalizado que demanda cada día más materias primas, la búsqueda de fuentes alternativas de energía (eólica, geotérmica), así como la construcción de metrópolis que van corriendo la cerca y borrando los límites entre lo urbano y lo rural.
Colombia, como país biodiverso, arrastra problemas graves en materia de conservación y explotación responsable[2] de los recursos naturales, circunstancia que involucra, en forma contradictoria, la existencia, por un lado, de marcos legales considerados como ‘completos y vanguardistas’, pero sin la fuerza jurídica y política para vincular tanto al Estado como a los particulares en las tareas de explotación ‘sostenible’ de dichos recursos, y por el otro, la imposición de una racionalidad económica que exacerba la explotación irracional de los recursos naturales, en un contexto en el que se sobresale la incapacidad y la precariedad del Estado frente a una iniciativa privada, nacional y transnacional, que cuenta con recursos económicos y con apoyos políticos (redes clientelares) para el desarrollo de iniciativas de explotación, así como la puesta en marcha de megaproyectos de infraestructura (construcción de carreteables, hidroeléctricas y exploración minera y petrolera).
Por las señaladas condiciones endógenas y el dinámico contexto exógeno, Colombia trató en el pasado de responder jurídica y políticamente a las exigencias de organismos internacionales, así como a corrientes de pensamiento ambiental, que reclamaban una revisión del modelo de desarrollo, en donde se destaca la mitigación de impactos ambientales por la puesta en marcha de proyectos de infraestructura y explotación de recursos de especial importancia energética (petróleo, gas y carbón) y económica (entrada de divisas por explotación de oro y otros minerales), en zonas y ecosistemas frágiles e importantes como los páramos, las formaciones coralinas y en general, los bosques tropicales.
Colombia respondió y adquirió compromisos éticos y políticos expuestos en el escenario de la Cumbre de la Tierra (1992, veinte años después de la primera cumbre internacional llevada a cabo en Estocolmo). En respuesta a éstos y en el contexto de una Constitución Política liberal y garantista, promulgada en 1991[3], el Estado colombiano avanzó en materia ambiental al concebir un marco legal que le permitiera construir las bases de un modelo de explotación responsable de los recursos naturales: la Ley 99 de 1993, con la cual se creó el Ministerio del Medio Ambiente y se organizó el Sistema Nacional Ambiental (SINA).
En términos prácticos, dicha norma le daba un lugar privilegiado al tema ambiental, no sólo por el hecho de elevarse al carácter ministerial, sino por la capacidad del novel Ministerio de intervenir en discusiones de planeación, formulación de planes de desarrollo, así como en la puesta en marcha de proyectos de infraestructura (construcción de represas, complejos viales, explotación exhaustiva de oro y madera, entre otros) y formulación de políticas públicas y de reconocer, en adelante, la intervención interesada de las comunidades locales asentadas en territorios y zonas biodiversas, proclives a sufrir el impacto de obras de infraestructura ambiental y socialmente complejas.
Con esa nueva herramienta jurídico-política, el Estado colombiano y el incipiente ambientalismo de la época, creyeron avanzar hacia la consolidación de una cultura ambiental nacional, que al superar la incapacidad vinculante y sancionatoria tanto del INDERENA como del entonces Código Nacional de los Recursos Naturales, colocaría al país a la vanguardia en la explotación y en la conservación responsable de importantes recursos de la biodiversidad. Pero no fue así.
Hoy asistimos a una terrible bonanza minera que está acabando con ecosistemas frágiles, con recursos hídricos, con bosques, y hasta con territorios en donde intentan vivir, de manera autónoma, comunidades indígenas, campesinas y negras.
Instrumentos claves como la licencia ambiental permitieron en el pasado, de alguna manera, ponerle límites a la inercia del desarrollo extractivo, pero en los dos gobiernos de Uribe Vélez, dicho instrumento perdió su valor técnico y científico, para convertirse en un inocuo mecanismo burocrático de “control” ambiental. El gobierno de Santos tiene la obligación ética y política de reversar lo que su mentor hizo en ocho años de involución, en materia de desarrollo sostenible.
Por lo anterior, y dadas las complejas circunstancias ambientales generadas por un desarrollo circunscrito a la extracción de recursos naturales escasos y a la afectación de ecosistemas frágiles, hay que discutir y pensar en la propuesta de desarrollo y libertad que hace Amartya Sen. Señala Sen que “el desarrollo puede concebirse como un proceso de expansión de las libertades reales de que disfrutan los individuos… el desarrollo exige la eliminación de las principales fuentes de privación de libertad: la pobreza y la tiranía, la escasez de oportunidades económicas y las privaciones sociales sistemáticas…”[4]
Ampliar derechos y libertades aporta, sin duda, a un mejor vivir, pero se requieren espacios democráticos efectivos para que todos participemos de la discusión alrededor del tipo de desarrollo que queremos. Y ello incluye la posibilidad de manifestar nuestro rechazo a los innumerables proyectos mineros, entre otros, que hoy desangran la madre tierra colombiana. Estoy seguro de que dichas iniciativas muy seguramente muy poco contribuirán a superar la pobreza de millones de colombianos. Por el contrario, no sólo llenarán los bolsillos de las empresas nacionales y multinacionales que explotan los recursos, sino que harán que los derechos ambientales consagrados en la Carta Política, sean, como muchos otros, tan solo letra muerta.
[1] Véase CARRIZOSA UMAÑA, Julio. La política ambiental en Colombia, desarrollo sostenible y democratización. Bogota. Fescol, Cerec y Fondo FEN de Colombia. 1992. Págs. 19- 20.
[2] En la actualidad el país asiste a una bonanza minera, que pone en contradicción los intereses del gran capital transnacional, con la política ambiental e incluso, con alguna legislación, en especial con el Código Minero, en el que expresamente se prohíbe la explotación minera en zonas de páramo, pero que de nada sirvió para que el Estado colombiano otorgara una concesión para la explotación minera (falta que se otorgue la licencia ambiental) a una multinacional canadiense para explotar oro en la zona de Santurbán (Santander), ecosistema de páramo especialmente frágil y estratégico, por ser fuente de agua y nacedero de varios afluentes.
[3] En el Capítulo 3, de los derechos colectivos y del ambiente, se lee: Art. 79. “Todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano. La ley garantizará la participación de la comunidad en las decisiones que puedan afectarlo. Es deber del Estado proteger la diversidad e integridad del ambiente, conservar las áreas de especial importancia económica y fomentar la educación para el logro de estos fines. Art. 80. “El Estado planificará el manejo y aprovechamiento de los recursos naturales, para garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración o sustitución. Además, deberá prevenir y controlar los factores de deterioro ambiental, imponer las sanciones legales y exigir la reparación de los daños causados. Así mismo, cooperará con otras naciones en la protección de los ecosistemas situados en las zonas fronterizas”.
[4] SEN, Amartya. Desarrollo y libertad. Bogotá, Planeta. p. 19.
2 comentarios:
Uribito:
¡Qué bueno y objetivo! Muy pocos conocen el tema de la Cumbre por la Tierra, reuniones que vienen celebrándose cada 10 años.
Un abrazo,
Luisf.
Buen artículo…
Ary
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