Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
El concepto de democracia obedece a una construcción histórica, resultante de la evolución cultural de civilizaciones y del propio devenir humano a través de los tiempos, lo que hace que la democracia no pueda entenderse como un concepto acabado, como una experiencia definida y menos aún, como una respuesta única, pretendidamente contraria, a las formas como tradicionalmente se ha ejercido y se ejerce aún el poder en distintas esferas, entornos e instituciones. De igual forma, la democracia puede explicarse desde el nacimiento de una idea de Estado moderno que aún sufre modificaciones, que acompañan y repercuten en las ideas actuales alrededor de qué es la democracia.
Eso sí, hay que mirar la democracia en relación con el sistema capitalista y el modelo neoliberal y por supuesto, con la crisis del Estado-nación moderno. Y debe ser así para poder entender las críticas y las sospechas que hoy recaen sobre dicha nomenclatura, que las fuerzas de la globalización reclaman como un régimen político viable, necesario y clave para el desarrollo humano.
Es posible que así sea, pero existe la preocupación de que la democracia empiece a ser vista como una cortina que esconde, detrás de unos derechos y unas garantías ciudadanas, los inmensos desequilibrios que genera el mercado y el capital cuando ambos operan sin controles estatales. Es decir, garantizar libertades y derechos, asegurar el respeto al voto, la participación ciudadana y hacer exigibles principios democráticos cercanos a la idea de democracia radical de Chantal Mouffe, puede estar convirtiendo a la democracia en un discurso falaz, en un cúmulo de promesas y esperanzas que con cada evento electoral se renueva. Al final, con los elevados índices de inequidad y la aparente obsolescencia del Estado-nación para manejar los asuntos públicos y dar cuenta por la calidad de vida de sus asociados, la democracia se desvanece para darle vida a la idea de pseudo-democracia.
A pesar de las innumerables pruebas fácticas que permitirían dudar de la eficacia y hasta de la conveniencia de la democracia, como régimen político capaz de asegurar una mejor calidad de vida a millones de ciudadanos, no deja de resultar benéfico y clave insistir en describir los elementos constitutivos de ese universal llamado democracia.
El concepto de democracia, su aplicación e incluso, su exigencia como régimen político óptimo y deseable resulta de experiencias culturales asociadas a una idea de evolución en las formas en las que el poder político[1] actúa dentro de un territorio y una nación específicos, y por supuesto, dentro de una comunidad de naciones. Cuando se han dado experiencias culturales políticamente traumáticas, expresadas por ejemplo en gobiernos de corte dictatorial, la democracia emerge como un camino deseable y posible de recorrer, en aras de superar lo que cultural y políticamente se considera como indeseable: la dictadura, la violación de los derechos humanos y cualquier acción que vaya en contravía de la dignidad humana[2].
Es decir, todo ejercicio del poder, que determine condiciones de dominación y reducción de la condición humana a un mero sustrato del que se puede disponer discrecionalmente por quien o por quienes tienen el poder absoluto, es visto, en estos tiempos modernos, como una negación dolosa a la generación de mejores circunstancias de vida, en donde la política y lo político puedan ser reducidos a simples estratagemas de dominación. Esas mejores circunstancias y posibilidades humanas se supone que se pueden lograr bajo la democracia o a través de ella.
La democracia aparece como opción salvadora, como un anhelo, como un estadio esperado y mejorable a futuro, en el que todo es posible, especialmente en lo que tiene que ver con la puesta en marcha de efectivos procesos de control social ampliado, hacia instituciones que tradicionalmente sostienen el poder político y en general, concentran la toma de decisiones sobre asuntos públicos de gran impacto sobre los seres humanos asociados a un territorio.
Es decir, la democracia daría sentido y legitimaría el surgimiento de actores, factores y mecanismos de control dispuestos contra agentes, individuos, familias e instituciones sobre las cuales recaen responsabilidades por las decisiones y acciones políticas tomadas, representando de esta forma el uso efectivo e interesado del poder[3], con efectos societales medibles y cuestionables a través de prácticas y mecanismos democráticos.
Estanislao Zuleta decía que “una de las ventajas de la democracia, que es bueno tener presente desde ahora, es que en ella nadie ocupa el poder por derecho propio (por nobleza, por herencia, por derecho de propiedad o porque tiene la verdad), sino por delegación transitoria, por un período más o menos largo según los casos. Un rasgo esencial de la democracia es que el poder se conquista, se reconquista, o se pierde”[4].
El poder, como circunstancia humana, resulta clave para la democracia y en general para cualquier régimen político, en la medida en que a partir de su ejercicio, legítimo o no, se establecen mecanismos y relaciones que bien pueden adquirir un carácter de dominación abiertamente contrario a la dignidad humana, o por el contrario, ofrecer posibilidades dialógicas que dignifiquen los encuentros humanos a través de relaciones simétricas, en medio del respeto por el otro, el reconocimiento de la diferencia y la existencia del conflicto, pero mejor aún, la toma de conciencia alrededor de las formas civilizadas de superarlo.
La democracia se concibe, entonces, como un escenario de control inverso del poder, es decir, desde la ciudadanía y los grupos de interés, hacia las instituciones que se sirven de él para sostenerse así mismas y al gobierno de turno. En cualquier tipo de relación humana aparecería el principio democrático de reconocer al otro como un par, como un igual, con el cual es posible dialogar y construir consensos, a partir de la puesta en común de opiniones, percepciones, sentimientos y argumentos que conlleven a un mejor estar en el mundo, en la institución o en el entorno específico en donde las relaciones de poder aparecen de manera natural.
En ese camino argumentativo, Zuleta señala que “cualquier forma de poder si no está controlada por aquellos sobre quienes se ejerce, si es un poder que no es objetable, ni discutible, ni disputable, ni destituible tiende inmediatamente al abuso del poder, precisamente por el hecho de no ser disputable, ni discutible, ni sustituible. Un poder para que sea legítimo tiene que ser discutible, disputable y sustituible[5].
Avanzar y progresar, desde la perspectiva de la democracia implica un ejercicio imaginativo en el deseo siempre de encontrar el mejor escenario social o el régimen político que permita alcanzar, para grandes mayorías, niveles consensuados de felicidad[6]. Es posible imaginarla tratando de acercarnos al pensamiento de Thoreau, más en la perspectiva de recogerlo y no desde la intención de hacerlo efectivo, así en apartes estemos en sintonía con lo expresado por este pensador.
Y en esa misma línea, la idea de vivir en democracia nos hace pensar en términos de progreso, esto es, en un avance, en un mejoramiento de las condiciones de vida humana sobre las cuales hay reparos y críticas, bien porque las relaciones de poder terminan o van camino de constituirse en relaciones de dominación, o porque el régimen a cambiar o a mejorar, es abiertamente contrario a las expectativas de las grandes mayorías asentadas en un territorio. O porque simplemente el grado de madurez de un pueblo, alrededor de la ampliación de los derechos y de una mayores exigencias para lograr su respeto y su efectivo cumplimiento y respeto, así lo permite y exige.
Al respecto, Thoreau señaló que la democracia
“desde una monarquía absoluta a otra limitada, desde monarquía limitada a una democracia, es un progreso hacia un auténtico respeto por el individuo”. Y el propio Thoreau se pregunta y concluye: “¿Es una democracia como la que conocemos el último adelanto posible en gobiernos? ¿No es posible dar un paso más hacia el reconocimiento y la implantación de los derechos humanos? No habrá un Estado realmente libre e ilustrado hasta que el Estado llegue a reconocer al individuo como un poder independiente y superior, del cual se deriva todo su poder y autoridad, y a tratarlo en consecuencia. Me complazco imaginando un Estado que finalmente se permita ser justo con todos los hombres y tratar al individuo con el respeto de un vecino…”[7].
Pero no obstante, la democracia no es un concepto terminado o el cúmulo de acciones y recomendaciones para que un determinado régimen político u otros entornos humanos[8], aseguren para sí una legitimidad asociada al imaginario universalmente aceptado de democracia, que a una legitimidad ganada gracias a que en la práctica existen mecanismos, discursos, condiciones y ciudadanos capaces de controlar, contrastar, dialogar, oponerse y reestructurar, si es necesario, las instancias tradicionales sobre las cuales descansa el poder, del que se espera que garantice condiciones óptimas de vida para todos, esto es, lograr vivir en grados aceptables de libertad y felicidad[9]. Y de igual forma, que esa legitimidad se logre gracias a que dicho régimen de gobierno u otro entorno humano, aseguren unas circunstancias de vida que garanticen libertades, derechos y la consecución final de la felicidad, con los matices propios de la singularidad de cada ser humano.
La democracia, ante todo, es un proceso continuo, un sin fin, que evalúa las circunstancias contextuales presumiblemente democráticas bajo las cuales una comunidad humana decide vivir, para cumplir unas reglas que permitan la sostenibilidad de las relaciones de poder, connaturales a la convivencia humana y de las formas relacionales establecidas y aceptadas por los miembros de dicha comunidad. Zuleta sostiene que “la democracia es la cátedra, in vivo, de la política para los pueblos porque significa la necesidad de aprender continuamente a luchar por los intereses y a averiguar cuáles son. La democracia es siempre un proceso que puede ampliarse. No hay democracia terminada”[10].
En una eventual evaluación de un régimen democrático se realizan los ajustes necesarios para avanzar en la consolidación de una idea de democracia, no sólo acorde con los imaginarios colectivos universalmente aceptados, sino con las aspiraciones y las capacidades visibles de quienes de manera directa o indirecta ‘sufren’, soportan, se sirven o resultan víctimas del ejercicio del poder en cualquiera de sus dimensiones y ámbitos. Por ello quizás la democracia exige de los ciudadanos especiales capacidades valorativas y cognitivas, para reconocer cuándo son legítimas, viables, aceptables y posibles esas relaciones de poder que se establecen, especialmente desde las instancias estatales y desde poderosos actores de la sociedad civil. Cuanto más consciencia y capacidad de discusión de asuntos públicos hay en los ciudadanos, mejor es la democracia. Justamente, lo que hoy podemos constatar en las aulas es que el estudiante universitario adolece de esa consciencia y de esa capacidad, de ahí que le importe muy poco lo que suceda con el régimen democrático y en general, con los asuntos públicos.
Como proceso, la democracia va de la mano de las aspiraciones humanas alrededor de la búsqueda de un mejor vivir, de un mejor estar en el mundo. En la medida en que la gente, las comunidades, los ciudadanos, los individuos, los grupos de interés, los de oposición al régimen vigente, e incluso, al propio Estado, así como las diversas organizaciones sociales sueñen y anhelen mejores condiciones de vida y la ampliación, por ejemplo, de los derechos, libertades y responsabilidades ciudadanas, de acuerdo con los propios avances de la sociedad, la democracia se va haciendo efectiva, posible, realizable, alcanzable, medible y evaluable. Pero para ello, debe, primero, fijarse en imaginarios colectivos e individuales dispuestos en entornos complejos, donde afloran conflictos diversos y profundos, que llaman la atención por las formas más o menos civilizadas (aceptadas) con las cuales se busca superarlos, ocultarlos o solucionarlos.
Por lo anterior, las aspiraciones de los pueblos por mejorar sus condiciones contextuales se convierten en el motor de la democracia. De esta manera, la democracia depende de los anhelos de los/las ciudadanos e individuos y de grupos de éstos, así como de los mecanismos dispuestos por el Estado y los que crean, piensen, exijan y sueñen las personas o los ciudadanos que habitan dentro de un territorio en el que han decidido vivir social y políticamente, para dar respuesta efectiva a dichas aspiraciones.
Es aquí donde actúan los grupos de poder, para hacer viables- o inviables- las demandas sentidas de aquellos grupos humanos que buscan cambiar y modificar un estado de cosas que no les satisface del todo. Justamente, en ese instante, las instituciones, las formas dialogales, las competencias discursivas de los actores que dialogan y en general el régimen político, que posibilita la discusión pública, así como el control ciudadano sobre agendas públicas, adquieren el carácter democrático y de este modo se hace vívida y factible la democracia, a pesar de los infaltables problemas que se generan cuando las naturales relaciones de poder se hacen presentes, especialmente, cuando éstas llegan a tal grado de sofisticación dentro de las actuales sociedades humanas.
Pero, más allá de las conceptualizaciones académicas y universalmente aceptadas de autores como G. Sartori y Robert Dahl[11], entre otros, y por supuesto, los aportes dejados y recogidos del devenir histórico de la polis griega, bien vale la pena hacer disquisiciones alrededor de qué tipo de democracia podemos concebir, pensar, exigir o diseñar para Colombia, teniendo en cuenta las complejas circunstancias en las que el orden social y político sobrevive en este país, en el contexto de un conflicto armado interno, con evidentes consecuencias sociales, económicas, políticas y culturales, recrudecidas por el modelo económico neoliberal, la precariedad del Estado y la fragmentación de la sociedad civil, preocupación compartida por los profesores que dieron cuenta en estás páginas de su experiencia.
Por lo anterior, en este acápite se esbozará una nomenclatura que acerque dicho concepto a las condiciones institucionales, contextuales y estatales de un país como Colombia.
¿Es Colombia una democracia? La pregunta conlleva a pensar en una única posibilidad de democracia e incluso, en un concepto único, universalmente aceptado, que aplicado a cualquier contexto, debe funcionar, pues se trataría de principios, reglas y procedimientos estandarizados. ¿Qué tipo de democracia es la que opera en Colombia? ¿Qué concepciones cohabitan con otras prácticas en las que el ejercicio del poder resulta clave para definir y tomar decisiones vinculantes y obligatorias? Todas estas preguntas orientan, de alguna manera, la discusión aquí dada, y gravitan en los procesos de enseñanza-aprendizaje puestos en marcha y de los que hacemos parte los autores de esta publicación.
Cuando pensamos evaluar la democracia colombiana lo hacemos, casi de manera natural, desde el referente dejado por los griegos o quizás lo hagamos al contrastar procedimientos, lógicas y regímenes democráticos con otros que se dan en países de Centro, que se erigen como referentes de democracia, como los Estados Unidos de Norteamérica e incluso, de pares periféricos a Colombia, que han tenido una evolución o una involución alrededor de la idea de democracia.
Quizás, con alguna certeza empírica podamos decir que la democracia en Colombia es de tipo procedimental, alejada de la consolidación y expresión de un real sistema democrático en el que elementos sustantivos como la participación ciudadana, la generación de opinión pública[12], la cultura política, el equilibrio de poderes, la fortaleza de las instituciones democráticas, el respeto a los derechos humanos, la ampliación efectiva de éstos, las libertades ciudadanas y el ejercicio del poder político, entre otros más, aparecen fortalecidos y sistémicamente integrados.
Si es así, dichos elementos pueden no ofrecer un óptimo nivel de desarrollo, así como exponer inefectivas relaciones horizontales capaces de construir, concebir y legitimar procedimientos, imaginarios colectivos e individuales y consecuencialmente, una institucionalidad y un régimen democráticos conocidos y respetados por todos los actores sociales, cuyo fin último sea garantizar no sólo una vida digna para todos y cada uno de los/las ciudadanos asociados a un territorio, sino un mejor estar de todos que permita de alguna manera dar sentido universal a la idea de felicidad, referente difícil de asir y de alcanzar, por las distintas percepciones y nociones que en torno a ella se puedan presentar en un específico contexto social.
Quizás por la complejidad misma del concepto de democracia, en especial por su aplicabilidad efectiva de acuerdo con cánones y exigencias de organismos multilaterales y de países de Centro, en el contexto de un proceso de globalización, vivir en democracia quizá sea uno de los retos económicos, sociales, culturales y por supuesto, políticos más grandes que tienen hoy la sociedad y el Estado colombiano. Y es así en la medida en que a pesar de la compleja condición humana, la democracia debería servir para desechar cualquier intento de revivir regímenes autoritarios, despóticos o dictaduras, que de alguna manera confirman que de esa condición humana es posible esperar lo más sublime, pero también lo más degradante y execrable[13].
En la democracia no sólo se define quién decide o cómo se decide, sino que es importante preguntarse ¿qué se decide y para qué? La democracia no puede reducirse a un asunto procedimental y menos aún a las maneras aceptadas para que un evento electoral discurra en condiciones normales, que terminan por legitimar, de manera forzada, un régimen y un orden social en crisis.
En Colombia tenemos una democracia electoral, que a pesar de que actúa bajo principios liberales, está aún lejos de superar condiciones, circunstancias y procedimientos abiertamente no democráticos, que se sostienen en idearios conservadores con los cuales grupos de poder fácilmente identificables, reciben y ven con sospecha la democracia en tanto con ella se erosiona el poder acumulado históricamente.
De manera formal vivimos en democracia. Hay elecciones formales y periódicas. Hay cargos de elección popular. El voto es libre. Existen medios de comunicación y no hay censura oficial (pero hay autocensura[14]). Existe una institucionalidad democrática, no lo podemos negar, pero pueden ser más fuertes las prácticas y los valores no democráticos que terminan debilitando dicha institucionalidad. Contamos con una Constitución garantista y unas altas Cortes atentas a garantizar derechos consagrados en la Carta Política. ¿Pero es suficiente? No.
Estamos lejos aún de consolidar un sistema democrático que sea amplio en disímiles ámbitos, de los cuales se espera que haya actividades, manifestaciones, liderazgos y prácticas comunes que vayan consolidando una idea amplia y aplicable de democracia. Son éstos, los ámbitos: social (respeto al pensamiento divergente), cultural (reconocimiento de la diferencia), político (participación y discusión amplia de asuntos públicos) y económico (posibilidades de una vida digna para todos).
Una democracia entendida desde lo procedimental, desde las circunstancias regladas, deja por fuera la acción constitucional y con ello, se pierde la posibilidad de controlar el poder del Estado, e inclusive, en el contexto de un régimen presidencialista, el poder de un mandatario que puede originar prácticas de gobierno abiertamente antidemocráticas.
Colombia necesita avanzar institucionalmente en mecanismos jurídicos y políticos que, por ejemplo, permitan controlar a un Presidente, a un grupo de poder, a un dirigente, a un militar, o a particulares que socaven en forma deliberada el equilibrio de poderes, connatural a la democracia, y erosionen, con disímiles prácticas y acciones, los objetivos que debe alcanzar el Estado social de derecho.
Desde una perspectiva sistémica, la democracia debe concebirse como un factor que engrana con otros y cuya interdependencia define no sólo la calidad, la viabilidad y el sentido de la democracia, sino del sistema o el régimen político resultante de las formas en las que operan dichos componentes y las fricciones naturales que se dan entre las partes que componen un sistema que pretende ser democrático.
Así, la democracia necesita de varios factores sustanciales para existir y mantenerse en el tiempo. Se nombrarán varios de ellos. La existencia de una Constitución garantista, amplia en derechos y libertades, diseñada teleológicamente bajo ideas democráticas, resulta clave para pensar en profundizar un régimen democrático que como el colombiano viene dando pasos hacia su consolidación, a pesar de los múltiples obstáculos resultantes no sólo por la existencia de la guerra interna, sino por una tradición cultural que históricamente ha legitimado prácticas de exclusión, de persecución ideológica y de negación de participación política de sectores poblacionales señalados como inconvenientes o simplemente como disfuncionales para quienes defienden, desde la tradición y la historia, el Establecimiento.
Ahora, es también importante sustentar la democracia en un proceso de cambio cultural que asegure prácticas y principios básicos para vivir dentro de ese sistema. Sería el caso del reconocimiento real de las diferencias, que se explica en la existencia de seres humanos que piensan distinto y que se oponen a discursos aparentemente consensuados, que hacen parte de una cultura dominante que excluye desde la tradición y desde la conservación de viejos ideales y principios, que poco o nada representan los cambios sufridos por la sociedad colombiana en particular y por la sociedad humana en general.
De igual forma, es clave para la democracia asegurar condiciones de vida digna, en aras de que permita a las mayorías discernir en torno a asuntos públicos que requieren capacidad cognitiva, seguimiento, interés y criterios claros para ser abordados. Esta última se logra cuando el Estado asegura la calidad de la educación a través de procesos de inclusión pensados para superar no sólo los guarismos de analfabetismo, sino para que los ciudadanos adquieran más y mejores competencias discursivas, así como actitudes críticas, con las cuales puedan enfrentar, pacíficamente, a las instituciones estatales y a los particulares que ostentan y ejercitan cualquier tipo de poder.
En Colombia el ejercicio político de la democracia no se apoya en el espíritu de la Constitución, que busca el bienestar general. Y ello ocurre porque de tiempo atrás la acción estatal se encamina hacia la consolidación de sectores poderosos, externos e internos, que históricamente no permiten profundizar en el logro de un sistema que garantice derechos, libertades y las condiciones legítimas de una vida digna para las mayorías, asociadas a un territorio, una nación y a un Estado social de derecho.
Sobra decir que dichos sectores muestran un carácter pre capitalista y feudal que les impide ampliar sus horizontes económicos basados en las deprimentes condiciones de consumo de la sociedad en la que se desenvuelven, porque justamente las condiciones de pobreza de millones de nacionales, terminan afectando el consumo de bienes y servicios y por esa vía, impidiendo el crecimiento económico.
Vivir en democracia obliga a pensar en la Constitución que le da vida al régimen democrático. De manera natural entre ambos espacios se generan tensiones, por cuanto la Constitución se piensa teleológicamente para garantizar derechos y libertades y el régimen democrático para profundizarlas y desarrollarlas haciéndolas efectivas dentro de los distintos escenarios humanos.
Cuando la democracia no logra traducir esos objetivos en realidades fácticas, no sólo falla el régimen político, también lo hace la sociedad, que muestra su incapacidad para exigir al Estado la ampliación de esos derechos y libertades.
El Estado debe garantizar que lo expresado en la Carta Política se cumpla de manera precisa, buscando para sí ampliar la legitimidad necesaria para hacerse viable y creíble, de forma tal que logre entronizar una democracia real y profunda en la vida ciudadana. Su propósito debe ser el de convertirse en el único régimen político deseable dentro de los imaginarios individuales y colectivos.
Un régimen político democrático que transcurra al margen de los derechos humanos, de su cumplimento, y de su extensión, no puede llamarse democrático. Será siempre un simple remedo de democracia, para el peor de los casos y en caso contrario, un régimen político en proceso de consolidación y mejoramiento.
La violación constante de los derechos humanos en Colombia por parte de los actores armados que participan en el conflicto (guerrillas, particulares, paramilitares y el propio Estado), configura un tipo de democracia soportada en el miedo, que le señala al ciudadano un camino menos azaroso que el que le ofrece un normal interés por la política: el de tomar distancia respecto de procesos de participación y comunicación en los asuntos públicos. Hoy en Colombia es un riesgo discutir o proponer un proceso de paz, exigir la libertad de los secuestrados, enarbolar banderas sindicales e inclusive, criticar a quienes ejercen el poder.
El espíritu y la conciencia democráticos son tan pobres entre los colombianos, que terminamos por agradecer al Estado o al mandatario de turno el hecho de que cumplan con su deber. Cuando un gobierno nos asegura la posibilidad de viajar por las carreteras no nos está haciendo un favor. Por el contrario, sólo estará cumpliendo con su deber. A su turno, el deber de los/las ciudadanos es el de reconocer ese derecho y saberlo exigir.
La existencia de un espíritu democrático exige superar el talante de súbditos que subsiste hoy en muchos ciudadanos. Las expresiones de agradecimiento hacia acciones de gobierno, por ejemplo, aquella en la que por la aplicación de una política de seguridad, un sector minoritario pudo regresar a sus fincas, es la demostración de esa forma de entender el gobierno y la política. Se requiere borrar de los imaginarios colectivos e individuales el ánimo o visión feudataria que aún persiste en algunas de nuestras élites y en extensos grupos humanos, que aún se resisten a mirar las acciones estatales desde la perspectiva de la responsabilidad que tiene el Estado de salvaguardar la vida, la honra y condiciones de seguridad para sus asociados.
De igual manera, un régimen democrático que no avance en la necesidad de limitar el poder del Estado, o de los sectores sociales, económicos y políticos tradicionalmente opuestos a la profundización de la democracia, será un simple y fugaz holograma.
La Constitución debe servir para limitar el poder del Estado y del mandatario que ponga en marcha procesos involutivos en el equilibrio de poderes, el aseguramiento social y la ampliación de la legitimidad estatal. En Colombia hemos asistido durante largos periodos a la construcción de una fantasía democrática diseñada para mantener condiciones históricas de iniquidad e inequidad, con la que se asegura únicamente el ejercicio interesado de ciertos sectores poderosos, especialmente en lo político y en lo económico, que hoy buscan asegurar la continuidad de un modelo antidemocrático. Vendría bien a leer la propuesta de democracia radical de Chantal Mouffe.
La democracia radical –dice Mouffe−
“…exige que reconozcamos las diferencias: lo particular, lo múltiple, lo heterogéneo, y, en efecto, todo aquello que ha sido excluido del concepto de hombre en abstracto. El universalismo no se rechaza, antes bien, se particulariza; y surge la necesidad de una articulación nueva entre lo universal y lo particular… Si la tarea de la democracia radical es realmente la profundización en la revolución democrática y la vinculación de diversas luchas democráticas, una tarea de esa índole requiere que se creen nuevas posiciones del sujeto que permitan una articulación común de, pongamos por caso, el antirracismo, el antisexismo y el anticapitalismo. Puesto que estas luchas no convergen espontáneamente, para establecer equivalencias democráticas se requiere un nuevo ‘sentido común’ que permita transformar la identidad de los diferentes grupos de manera que sus reivindicaciones puedan articularse entre sí de acuerdo con el principio de la equivalencia democrática. El proyecto de una democracia radical y plural, por el contrario, precisa de la existencia de la multiplicidad, de la pluralidad y del conflicto, en los que ve la razón de ser de la política”[15].
Nos falta mucho para profundizar la democracia en nuestra acción cotidiana, en los espacios de trabajo y en los encuentros sociales. La democracia es un reto humano que indica que hemos avanzado lentamente por los riesgos que conlleva aceptar que el Otro puede tener razón o que tiene el derecho a pensar distinto, razón que la hace susceptible de ser pensada y analizada en un contexto educativo.
[1] Digamos que sobre el poder político y sobre la política recae la responsabilidad de pensar y hacer posible la democracia, pero en los últimos tiempos, merced al triunfo del capitalismo, el poder económico ha desplazado a la política y al poder político que la interpreta y la sostiene, lo que ha dificultado la ampliación del concepto de democracia y su entronización en los procesos de socialización. Nota del autor.
[2] Es claro que el sistema capitalista y el modelo neoliberal en específicos casos, cada vez más repetidos, impiden que millones de seres humanos alcancen niveles de vida óptimos, desde la perspectiva de preservar y garantizar la dignidad humana. Pero esa constatación parece no servir para poner en duda la democracia, su efectividad y sus alcances, así como para exigir su profundización. Parece claro que se han aceptado unos mínimos democráticos (derechos a votar, al pensamiento crítico, a desconocer la autoridad, entre otros), que no sólo hacen aceptable esa idea de democracia, sino que sirven para ocultar los desastres humanos y ambientales del capitalismo salvaje.
[3] Esta alusión al poder se apoya y de alguna sigue la conceptualización presentada por Michael Foucault. Señala el autor francés que “el poder es, y debe ser, analizado como algo que circula y funciona – por así decirlo- en cadena. Nunca está localizado aquí o allá, nunca está en las manos de alguien, nunca es apropiado como una riqueza o un bien. El poder funciona y se ejerce a través de una organización reticular. Y en sus mallas los individuos no sólo circulan, sino que están puestos en la condición de sufrirlo y ejercerlo; nunca son el blanco inerte o cómplice del poder, sino siempre sus elementos de recomposición. En otras palabras, el poder no se aplica a los individuos, sino que se transita a través de los individuos…” FOUCAULT, Michael. Poder, derecho, verdad. Bogotá. Editorial FICA, 2004. p. 22.
[4] ZULETA, Estanislao. Colombia: violencia, democracia y derechos humanos. Cali: Fundación Estanislao Zuleta, junio de 1998. p. 13.
[5] Ibid. ZULETA, p. 15.
[6] El escritor colombiano, Fernando Vallejo, considera a la felicidad como un instinto. En sus palabras, señala que “la felicidad es un instinto reciente del Homo sapiens que la apareció a este bípedo alzado y subido de tono… fuera del pitecántropo ningún animal nunca, en lo que lleva la vida el planeta, se ha preocupado por ser feliz” (Tomado de VALLEJO, Fernando. El don de la vida. Colombia: Alfaguara, 2010. p. 33).
[7] THOREAU, Henry David. Del deber de la desobediencia civil. EN: Poder vs democracia. Bogotá, FICA, 2004. p. 156.
[8] Hago referencia a entornos no políticos en el sentido de lo público, sino en entornos privados en los que se necesita de un espíritu democrático. Por ejemplo, los entornos familiares e institucionales de carácter privado, alejados de la acción política electoral y de los profesionales de la política (los políticos), requieren de la democracia, en tanto lo vivido dentro de ellos y ellos mismos, se convierten en experiencias y ejemplos a seguir, exigir y aplicar en contextos más complejos en los que se ejerce el poder, como el Estado y las relaciones de éste con los ciudadanos.
[9] Estanislao Zuleta expuso el problema de la felicidad desde el ejercicio de imaginar y de las formas equívocas en las que una comunidad o una nación imagina la felicidad y a partir de allí establece mecanismos para alcanzarla. En su reconocido texto Elogio de la dificultad, Zuleta sostiene que “la pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces, empezamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de Cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y por lo tanto también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes…Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos; que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la misma forma de desear. Deseamos mal. en lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo”. (Tomado de ZULETA, Estanislao. Elogio de la dificultad y otros ensayos. Cali: Fundación Estanislao Zuleta, 5ª edición, 2001. pp. 9 y 10).
[10] Op cit. ZULETA. p. 15.
[11] En el texto La democracia, una guía para los ciudadanos, Robert Dahl señala que “la democracia no es únicamente un procedimiento de gobierno. Dado que los derechos son elementos necesarios de las instituciones políticas democráticas, la democracia es también intrínsecamente un sistema de derechos. Los derechos se encuentran entre los pilares esenciales de un proceso de gobierno democrático”. Igualmente, Dahl, al explicar el por qué de la democracia, lista una serie de consecuencias deseables y elementos que devienen cuando un régimen pretende consolidarse y legitimarse bajo principios democráticos: “1. Evita la tiranía. 2. Derechos esenciales. 3. Libertad general. 4. Autodeterminación. 5. Autonomía moral. 6. Desarrollo humano. 7. Protección de intereses personales esenciales. 8. Igualdad política. 9. Búsqueda de la paz y 10. Prosperidad”. (DAHL, Robert. La democracia, una guía para los ciudadanos. España, Taurus – Grupo Santillana, 1999. págs 56 -59).
[12] La generación de opinión pública, per se, no garantiza que la democracia sea de calidad y que las instituciones que la soportan estén o hayan sido diseñadas bajo principios democráticos. De igual manera, las características de esa opinión pública determinan el carácter y el tipo de medios masivos existentes y las formas adoptadas por éstos para informar a unas audiencias heterogéneas en principio, que se van ajustando a los parámetros y a las necesidades no sólo de los medios masivos, de los periodistas que informan, sino de los anunciantes y de los propietarios de las empresas mediáticas. Nota del autor.
[13] Este texto fue publicado en la revista Razón Pública, wwww.razonpublica.com, el 13 de septiembre de 2010.http://www.razonpublica.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1367:democracia-es-mas-que-poder-votar&catid=19:politica-y-gobierno-&Itemid=27
[14] Como prueba fáctica véase Plan Colombia y medios de comunicación, un año de autocensura. Se trata de un análisis al discurso periodístico-noticioso de seis medios masivos escritos colombianos (EL TIEMPO, EL ESPECTADOR, EL PAIS, EL COLOMBIANO, y las Revistas SEMANA y CAMBIO), que publicaron noticias, entrevistas y notas breves durante un año, alrededor del tema del Plan Colombia. AYALA OSORIO, Germán y GONZÁLEZ AGUILERA, Pedro Pablo. Plan Colombia y medios de comunicación, un año de autocensura. Cali: UAO, 2001.
[15] MOUFFE, Chantal. La Democracia radical, ¿Moderna o posmoderna? Las Incertidumbres de la Democracia. Compilador Pedro Santana R. Bogotá: Ediciones Foro Nacional por Colombia, 1995. páginas 287-303.
El concepto de democracia obedece a una construcción histórica, resultante de la evolución cultural de civilizaciones y del propio devenir humano a través de los tiempos, lo que hace que la democracia no pueda entenderse como un concepto acabado, como una experiencia definida y menos aún, como una respuesta única, pretendidamente contraria, a las formas como tradicionalmente se ha ejercido y se ejerce aún el poder en distintas esferas, entornos e instituciones. De igual forma, la democracia puede explicarse desde el nacimiento de una idea de Estado moderno que aún sufre modificaciones, que acompañan y repercuten en las ideas actuales alrededor de qué es la democracia.
Eso sí, hay que mirar la democracia en relación con el sistema capitalista y el modelo neoliberal y por supuesto, con la crisis del Estado-nación moderno. Y debe ser así para poder entender las críticas y las sospechas que hoy recaen sobre dicha nomenclatura, que las fuerzas de la globalización reclaman como un régimen político viable, necesario y clave para el desarrollo humano.
Es posible que así sea, pero existe la preocupación de que la democracia empiece a ser vista como una cortina que esconde, detrás de unos derechos y unas garantías ciudadanas, los inmensos desequilibrios que genera el mercado y el capital cuando ambos operan sin controles estatales. Es decir, garantizar libertades y derechos, asegurar el respeto al voto, la participación ciudadana y hacer exigibles principios democráticos cercanos a la idea de democracia radical de Chantal Mouffe, puede estar convirtiendo a la democracia en un discurso falaz, en un cúmulo de promesas y esperanzas que con cada evento electoral se renueva. Al final, con los elevados índices de inequidad y la aparente obsolescencia del Estado-nación para manejar los asuntos públicos y dar cuenta por la calidad de vida de sus asociados, la democracia se desvanece para darle vida a la idea de pseudo-democracia.
A pesar de las innumerables pruebas fácticas que permitirían dudar de la eficacia y hasta de la conveniencia de la democracia, como régimen político capaz de asegurar una mejor calidad de vida a millones de ciudadanos, no deja de resultar benéfico y clave insistir en describir los elementos constitutivos de ese universal llamado democracia.
El concepto de democracia, su aplicación e incluso, su exigencia como régimen político óptimo y deseable resulta de experiencias culturales asociadas a una idea de evolución en las formas en las que el poder político[1] actúa dentro de un territorio y una nación específicos, y por supuesto, dentro de una comunidad de naciones. Cuando se han dado experiencias culturales políticamente traumáticas, expresadas por ejemplo en gobiernos de corte dictatorial, la democracia emerge como un camino deseable y posible de recorrer, en aras de superar lo que cultural y políticamente se considera como indeseable: la dictadura, la violación de los derechos humanos y cualquier acción que vaya en contravía de la dignidad humana[2].
Es decir, todo ejercicio del poder, que determine condiciones de dominación y reducción de la condición humana a un mero sustrato del que se puede disponer discrecionalmente por quien o por quienes tienen el poder absoluto, es visto, en estos tiempos modernos, como una negación dolosa a la generación de mejores circunstancias de vida, en donde la política y lo político puedan ser reducidos a simples estratagemas de dominación. Esas mejores circunstancias y posibilidades humanas se supone que se pueden lograr bajo la democracia o a través de ella.
La democracia aparece como opción salvadora, como un anhelo, como un estadio esperado y mejorable a futuro, en el que todo es posible, especialmente en lo que tiene que ver con la puesta en marcha de efectivos procesos de control social ampliado, hacia instituciones que tradicionalmente sostienen el poder político y en general, concentran la toma de decisiones sobre asuntos públicos de gran impacto sobre los seres humanos asociados a un territorio.
Es decir, la democracia daría sentido y legitimaría el surgimiento de actores, factores y mecanismos de control dispuestos contra agentes, individuos, familias e instituciones sobre las cuales recaen responsabilidades por las decisiones y acciones políticas tomadas, representando de esta forma el uso efectivo e interesado del poder[3], con efectos societales medibles y cuestionables a través de prácticas y mecanismos democráticos.
Estanislao Zuleta decía que “una de las ventajas de la democracia, que es bueno tener presente desde ahora, es que en ella nadie ocupa el poder por derecho propio (por nobleza, por herencia, por derecho de propiedad o porque tiene la verdad), sino por delegación transitoria, por un período más o menos largo según los casos. Un rasgo esencial de la democracia es que el poder se conquista, se reconquista, o se pierde”[4].
El poder, como circunstancia humana, resulta clave para la democracia y en general para cualquier régimen político, en la medida en que a partir de su ejercicio, legítimo o no, se establecen mecanismos y relaciones que bien pueden adquirir un carácter de dominación abiertamente contrario a la dignidad humana, o por el contrario, ofrecer posibilidades dialógicas que dignifiquen los encuentros humanos a través de relaciones simétricas, en medio del respeto por el otro, el reconocimiento de la diferencia y la existencia del conflicto, pero mejor aún, la toma de conciencia alrededor de las formas civilizadas de superarlo.
La democracia se concibe, entonces, como un escenario de control inverso del poder, es decir, desde la ciudadanía y los grupos de interés, hacia las instituciones que se sirven de él para sostenerse así mismas y al gobierno de turno. En cualquier tipo de relación humana aparecería el principio democrático de reconocer al otro como un par, como un igual, con el cual es posible dialogar y construir consensos, a partir de la puesta en común de opiniones, percepciones, sentimientos y argumentos que conlleven a un mejor estar en el mundo, en la institución o en el entorno específico en donde las relaciones de poder aparecen de manera natural.
En ese camino argumentativo, Zuleta señala que “cualquier forma de poder si no está controlada por aquellos sobre quienes se ejerce, si es un poder que no es objetable, ni discutible, ni disputable, ni destituible tiende inmediatamente al abuso del poder, precisamente por el hecho de no ser disputable, ni discutible, ni sustituible. Un poder para que sea legítimo tiene que ser discutible, disputable y sustituible[5].
Avanzar y progresar, desde la perspectiva de la democracia implica un ejercicio imaginativo en el deseo siempre de encontrar el mejor escenario social o el régimen político que permita alcanzar, para grandes mayorías, niveles consensuados de felicidad[6]. Es posible imaginarla tratando de acercarnos al pensamiento de Thoreau, más en la perspectiva de recogerlo y no desde la intención de hacerlo efectivo, así en apartes estemos en sintonía con lo expresado por este pensador.
Y en esa misma línea, la idea de vivir en democracia nos hace pensar en términos de progreso, esto es, en un avance, en un mejoramiento de las condiciones de vida humana sobre las cuales hay reparos y críticas, bien porque las relaciones de poder terminan o van camino de constituirse en relaciones de dominación, o porque el régimen a cambiar o a mejorar, es abiertamente contrario a las expectativas de las grandes mayorías asentadas en un territorio. O porque simplemente el grado de madurez de un pueblo, alrededor de la ampliación de los derechos y de una mayores exigencias para lograr su respeto y su efectivo cumplimiento y respeto, así lo permite y exige.
Al respecto, Thoreau señaló que la democracia
“desde una monarquía absoluta a otra limitada, desde monarquía limitada a una democracia, es un progreso hacia un auténtico respeto por el individuo”. Y el propio Thoreau se pregunta y concluye: “¿Es una democracia como la que conocemos el último adelanto posible en gobiernos? ¿No es posible dar un paso más hacia el reconocimiento y la implantación de los derechos humanos? No habrá un Estado realmente libre e ilustrado hasta que el Estado llegue a reconocer al individuo como un poder independiente y superior, del cual se deriva todo su poder y autoridad, y a tratarlo en consecuencia. Me complazco imaginando un Estado que finalmente se permita ser justo con todos los hombres y tratar al individuo con el respeto de un vecino…”[7].
Pero no obstante, la democracia no es un concepto terminado o el cúmulo de acciones y recomendaciones para que un determinado régimen político u otros entornos humanos[8], aseguren para sí una legitimidad asociada al imaginario universalmente aceptado de democracia, que a una legitimidad ganada gracias a que en la práctica existen mecanismos, discursos, condiciones y ciudadanos capaces de controlar, contrastar, dialogar, oponerse y reestructurar, si es necesario, las instancias tradicionales sobre las cuales descansa el poder, del que se espera que garantice condiciones óptimas de vida para todos, esto es, lograr vivir en grados aceptables de libertad y felicidad[9]. Y de igual forma, que esa legitimidad se logre gracias a que dicho régimen de gobierno u otro entorno humano, aseguren unas circunstancias de vida que garanticen libertades, derechos y la consecución final de la felicidad, con los matices propios de la singularidad de cada ser humano.
La democracia, ante todo, es un proceso continuo, un sin fin, que evalúa las circunstancias contextuales presumiblemente democráticas bajo las cuales una comunidad humana decide vivir, para cumplir unas reglas que permitan la sostenibilidad de las relaciones de poder, connaturales a la convivencia humana y de las formas relacionales establecidas y aceptadas por los miembros de dicha comunidad. Zuleta sostiene que “la democracia es la cátedra, in vivo, de la política para los pueblos porque significa la necesidad de aprender continuamente a luchar por los intereses y a averiguar cuáles son. La democracia es siempre un proceso que puede ampliarse. No hay democracia terminada”[10].
En una eventual evaluación de un régimen democrático se realizan los ajustes necesarios para avanzar en la consolidación de una idea de democracia, no sólo acorde con los imaginarios colectivos universalmente aceptados, sino con las aspiraciones y las capacidades visibles de quienes de manera directa o indirecta ‘sufren’, soportan, se sirven o resultan víctimas del ejercicio del poder en cualquiera de sus dimensiones y ámbitos. Por ello quizás la democracia exige de los ciudadanos especiales capacidades valorativas y cognitivas, para reconocer cuándo son legítimas, viables, aceptables y posibles esas relaciones de poder que se establecen, especialmente desde las instancias estatales y desde poderosos actores de la sociedad civil. Cuanto más consciencia y capacidad de discusión de asuntos públicos hay en los ciudadanos, mejor es la democracia. Justamente, lo que hoy podemos constatar en las aulas es que el estudiante universitario adolece de esa consciencia y de esa capacidad, de ahí que le importe muy poco lo que suceda con el régimen democrático y en general, con los asuntos públicos.
Como proceso, la democracia va de la mano de las aspiraciones humanas alrededor de la búsqueda de un mejor vivir, de un mejor estar en el mundo. En la medida en que la gente, las comunidades, los ciudadanos, los individuos, los grupos de interés, los de oposición al régimen vigente, e incluso, al propio Estado, así como las diversas organizaciones sociales sueñen y anhelen mejores condiciones de vida y la ampliación, por ejemplo, de los derechos, libertades y responsabilidades ciudadanas, de acuerdo con los propios avances de la sociedad, la democracia se va haciendo efectiva, posible, realizable, alcanzable, medible y evaluable. Pero para ello, debe, primero, fijarse en imaginarios colectivos e individuales dispuestos en entornos complejos, donde afloran conflictos diversos y profundos, que llaman la atención por las formas más o menos civilizadas (aceptadas) con las cuales se busca superarlos, ocultarlos o solucionarlos.
Por lo anterior, las aspiraciones de los pueblos por mejorar sus condiciones contextuales se convierten en el motor de la democracia. De esta manera, la democracia depende de los anhelos de los/las ciudadanos e individuos y de grupos de éstos, así como de los mecanismos dispuestos por el Estado y los que crean, piensen, exijan y sueñen las personas o los ciudadanos que habitan dentro de un territorio en el que han decidido vivir social y políticamente, para dar respuesta efectiva a dichas aspiraciones.
Es aquí donde actúan los grupos de poder, para hacer viables- o inviables- las demandas sentidas de aquellos grupos humanos que buscan cambiar y modificar un estado de cosas que no les satisface del todo. Justamente, en ese instante, las instituciones, las formas dialogales, las competencias discursivas de los actores que dialogan y en general el régimen político, que posibilita la discusión pública, así como el control ciudadano sobre agendas públicas, adquieren el carácter democrático y de este modo se hace vívida y factible la democracia, a pesar de los infaltables problemas que se generan cuando las naturales relaciones de poder se hacen presentes, especialmente, cuando éstas llegan a tal grado de sofisticación dentro de las actuales sociedades humanas.
Pero, más allá de las conceptualizaciones académicas y universalmente aceptadas de autores como G. Sartori y Robert Dahl[11], entre otros, y por supuesto, los aportes dejados y recogidos del devenir histórico de la polis griega, bien vale la pena hacer disquisiciones alrededor de qué tipo de democracia podemos concebir, pensar, exigir o diseñar para Colombia, teniendo en cuenta las complejas circunstancias en las que el orden social y político sobrevive en este país, en el contexto de un conflicto armado interno, con evidentes consecuencias sociales, económicas, políticas y culturales, recrudecidas por el modelo económico neoliberal, la precariedad del Estado y la fragmentación de la sociedad civil, preocupación compartida por los profesores que dieron cuenta en estás páginas de su experiencia.
Por lo anterior, en este acápite se esbozará una nomenclatura que acerque dicho concepto a las condiciones institucionales, contextuales y estatales de un país como Colombia.
¿Es Colombia una democracia? La pregunta conlleva a pensar en una única posibilidad de democracia e incluso, en un concepto único, universalmente aceptado, que aplicado a cualquier contexto, debe funcionar, pues se trataría de principios, reglas y procedimientos estandarizados. ¿Qué tipo de democracia es la que opera en Colombia? ¿Qué concepciones cohabitan con otras prácticas en las que el ejercicio del poder resulta clave para definir y tomar decisiones vinculantes y obligatorias? Todas estas preguntas orientan, de alguna manera, la discusión aquí dada, y gravitan en los procesos de enseñanza-aprendizaje puestos en marcha y de los que hacemos parte los autores de esta publicación.
Cuando pensamos evaluar la democracia colombiana lo hacemos, casi de manera natural, desde el referente dejado por los griegos o quizás lo hagamos al contrastar procedimientos, lógicas y regímenes democráticos con otros que se dan en países de Centro, que se erigen como referentes de democracia, como los Estados Unidos de Norteamérica e incluso, de pares periféricos a Colombia, que han tenido una evolución o una involución alrededor de la idea de democracia.
Quizás, con alguna certeza empírica podamos decir que la democracia en Colombia es de tipo procedimental, alejada de la consolidación y expresión de un real sistema democrático en el que elementos sustantivos como la participación ciudadana, la generación de opinión pública[12], la cultura política, el equilibrio de poderes, la fortaleza de las instituciones democráticas, el respeto a los derechos humanos, la ampliación efectiva de éstos, las libertades ciudadanas y el ejercicio del poder político, entre otros más, aparecen fortalecidos y sistémicamente integrados.
Si es así, dichos elementos pueden no ofrecer un óptimo nivel de desarrollo, así como exponer inefectivas relaciones horizontales capaces de construir, concebir y legitimar procedimientos, imaginarios colectivos e individuales y consecuencialmente, una institucionalidad y un régimen democráticos conocidos y respetados por todos los actores sociales, cuyo fin último sea garantizar no sólo una vida digna para todos y cada uno de los/las ciudadanos asociados a un territorio, sino un mejor estar de todos que permita de alguna manera dar sentido universal a la idea de felicidad, referente difícil de asir y de alcanzar, por las distintas percepciones y nociones que en torno a ella se puedan presentar en un específico contexto social.
Quizás por la complejidad misma del concepto de democracia, en especial por su aplicabilidad efectiva de acuerdo con cánones y exigencias de organismos multilaterales y de países de Centro, en el contexto de un proceso de globalización, vivir en democracia quizá sea uno de los retos económicos, sociales, culturales y por supuesto, políticos más grandes que tienen hoy la sociedad y el Estado colombiano. Y es así en la medida en que a pesar de la compleja condición humana, la democracia debería servir para desechar cualquier intento de revivir regímenes autoritarios, despóticos o dictaduras, que de alguna manera confirman que de esa condición humana es posible esperar lo más sublime, pero también lo más degradante y execrable[13].
En la democracia no sólo se define quién decide o cómo se decide, sino que es importante preguntarse ¿qué se decide y para qué? La democracia no puede reducirse a un asunto procedimental y menos aún a las maneras aceptadas para que un evento electoral discurra en condiciones normales, que terminan por legitimar, de manera forzada, un régimen y un orden social en crisis.
En Colombia tenemos una democracia electoral, que a pesar de que actúa bajo principios liberales, está aún lejos de superar condiciones, circunstancias y procedimientos abiertamente no democráticos, que se sostienen en idearios conservadores con los cuales grupos de poder fácilmente identificables, reciben y ven con sospecha la democracia en tanto con ella se erosiona el poder acumulado históricamente.
De manera formal vivimos en democracia. Hay elecciones formales y periódicas. Hay cargos de elección popular. El voto es libre. Existen medios de comunicación y no hay censura oficial (pero hay autocensura[14]). Existe una institucionalidad democrática, no lo podemos negar, pero pueden ser más fuertes las prácticas y los valores no democráticos que terminan debilitando dicha institucionalidad. Contamos con una Constitución garantista y unas altas Cortes atentas a garantizar derechos consagrados en la Carta Política. ¿Pero es suficiente? No.
Estamos lejos aún de consolidar un sistema democrático que sea amplio en disímiles ámbitos, de los cuales se espera que haya actividades, manifestaciones, liderazgos y prácticas comunes que vayan consolidando una idea amplia y aplicable de democracia. Son éstos, los ámbitos: social (respeto al pensamiento divergente), cultural (reconocimiento de la diferencia), político (participación y discusión amplia de asuntos públicos) y económico (posibilidades de una vida digna para todos).
Una democracia entendida desde lo procedimental, desde las circunstancias regladas, deja por fuera la acción constitucional y con ello, se pierde la posibilidad de controlar el poder del Estado, e inclusive, en el contexto de un régimen presidencialista, el poder de un mandatario que puede originar prácticas de gobierno abiertamente antidemocráticas.
Colombia necesita avanzar institucionalmente en mecanismos jurídicos y políticos que, por ejemplo, permitan controlar a un Presidente, a un grupo de poder, a un dirigente, a un militar, o a particulares que socaven en forma deliberada el equilibrio de poderes, connatural a la democracia, y erosionen, con disímiles prácticas y acciones, los objetivos que debe alcanzar el Estado social de derecho.
Desde una perspectiva sistémica, la democracia debe concebirse como un factor que engrana con otros y cuya interdependencia define no sólo la calidad, la viabilidad y el sentido de la democracia, sino del sistema o el régimen político resultante de las formas en las que operan dichos componentes y las fricciones naturales que se dan entre las partes que componen un sistema que pretende ser democrático.
Así, la democracia necesita de varios factores sustanciales para existir y mantenerse en el tiempo. Se nombrarán varios de ellos. La existencia de una Constitución garantista, amplia en derechos y libertades, diseñada teleológicamente bajo ideas democráticas, resulta clave para pensar en profundizar un régimen democrático que como el colombiano viene dando pasos hacia su consolidación, a pesar de los múltiples obstáculos resultantes no sólo por la existencia de la guerra interna, sino por una tradición cultural que históricamente ha legitimado prácticas de exclusión, de persecución ideológica y de negación de participación política de sectores poblacionales señalados como inconvenientes o simplemente como disfuncionales para quienes defienden, desde la tradición y la historia, el Establecimiento.
Ahora, es también importante sustentar la democracia en un proceso de cambio cultural que asegure prácticas y principios básicos para vivir dentro de ese sistema. Sería el caso del reconocimiento real de las diferencias, que se explica en la existencia de seres humanos que piensan distinto y que se oponen a discursos aparentemente consensuados, que hacen parte de una cultura dominante que excluye desde la tradición y desde la conservación de viejos ideales y principios, que poco o nada representan los cambios sufridos por la sociedad colombiana en particular y por la sociedad humana en general.
De igual forma, es clave para la democracia asegurar condiciones de vida digna, en aras de que permita a las mayorías discernir en torno a asuntos públicos que requieren capacidad cognitiva, seguimiento, interés y criterios claros para ser abordados. Esta última se logra cuando el Estado asegura la calidad de la educación a través de procesos de inclusión pensados para superar no sólo los guarismos de analfabetismo, sino para que los ciudadanos adquieran más y mejores competencias discursivas, así como actitudes críticas, con las cuales puedan enfrentar, pacíficamente, a las instituciones estatales y a los particulares que ostentan y ejercitan cualquier tipo de poder.
En Colombia el ejercicio político de la democracia no se apoya en el espíritu de la Constitución, que busca el bienestar general. Y ello ocurre porque de tiempo atrás la acción estatal se encamina hacia la consolidación de sectores poderosos, externos e internos, que históricamente no permiten profundizar en el logro de un sistema que garantice derechos, libertades y las condiciones legítimas de una vida digna para las mayorías, asociadas a un territorio, una nación y a un Estado social de derecho.
Sobra decir que dichos sectores muestran un carácter pre capitalista y feudal que les impide ampliar sus horizontes económicos basados en las deprimentes condiciones de consumo de la sociedad en la que se desenvuelven, porque justamente las condiciones de pobreza de millones de nacionales, terminan afectando el consumo de bienes y servicios y por esa vía, impidiendo el crecimiento económico.
Vivir en democracia obliga a pensar en la Constitución que le da vida al régimen democrático. De manera natural entre ambos espacios se generan tensiones, por cuanto la Constitución se piensa teleológicamente para garantizar derechos y libertades y el régimen democrático para profundizarlas y desarrollarlas haciéndolas efectivas dentro de los distintos escenarios humanos.
Cuando la democracia no logra traducir esos objetivos en realidades fácticas, no sólo falla el régimen político, también lo hace la sociedad, que muestra su incapacidad para exigir al Estado la ampliación de esos derechos y libertades.
El Estado debe garantizar que lo expresado en la Carta Política se cumpla de manera precisa, buscando para sí ampliar la legitimidad necesaria para hacerse viable y creíble, de forma tal que logre entronizar una democracia real y profunda en la vida ciudadana. Su propósito debe ser el de convertirse en el único régimen político deseable dentro de los imaginarios individuales y colectivos.
Un régimen político democrático que transcurra al margen de los derechos humanos, de su cumplimento, y de su extensión, no puede llamarse democrático. Será siempre un simple remedo de democracia, para el peor de los casos y en caso contrario, un régimen político en proceso de consolidación y mejoramiento.
La violación constante de los derechos humanos en Colombia por parte de los actores armados que participan en el conflicto (guerrillas, particulares, paramilitares y el propio Estado), configura un tipo de democracia soportada en el miedo, que le señala al ciudadano un camino menos azaroso que el que le ofrece un normal interés por la política: el de tomar distancia respecto de procesos de participación y comunicación en los asuntos públicos. Hoy en Colombia es un riesgo discutir o proponer un proceso de paz, exigir la libertad de los secuestrados, enarbolar banderas sindicales e inclusive, criticar a quienes ejercen el poder.
El espíritu y la conciencia democráticos son tan pobres entre los colombianos, que terminamos por agradecer al Estado o al mandatario de turno el hecho de que cumplan con su deber. Cuando un gobierno nos asegura la posibilidad de viajar por las carreteras no nos está haciendo un favor. Por el contrario, sólo estará cumpliendo con su deber. A su turno, el deber de los/las ciudadanos es el de reconocer ese derecho y saberlo exigir.
La existencia de un espíritu democrático exige superar el talante de súbditos que subsiste hoy en muchos ciudadanos. Las expresiones de agradecimiento hacia acciones de gobierno, por ejemplo, aquella en la que por la aplicación de una política de seguridad, un sector minoritario pudo regresar a sus fincas, es la demostración de esa forma de entender el gobierno y la política. Se requiere borrar de los imaginarios colectivos e individuales el ánimo o visión feudataria que aún persiste en algunas de nuestras élites y en extensos grupos humanos, que aún se resisten a mirar las acciones estatales desde la perspectiva de la responsabilidad que tiene el Estado de salvaguardar la vida, la honra y condiciones de seguridad para sus asociados.
De igual manera, un régimen democrático que no avance en la necesidad de limitar el poder del Estado, o de los sectores sociales, económicos y políticos tradicionalmente opuestos a la profundización de la democracia, será un simple y fugaz holograma.
La Constitución debe servir para limitar el poder del Estado y del mandatario que ponga en marcha procesos involutivos en el equilibrio de poderes, el aseguramiento social y la ampliación de la legitimidad estatal. En Colombia hemos asistido durante largos periodos a la construcción de una fantasía democrática diseñada para mantener condiciones históricas de iniquidad e inequidad, con la que se asegura únicamente el ejercicio interesado de ciertos sectores poderosos, especialmente en lo político y en lo económico, que hoy buscan asegurar la continuidad de un modelo antidemocrático. Vendría bien a leer la propuesta de democracia radical de Chantal Mouffe.
La democracia radical –dice Mouffe−
“…exige que reconozcamos las diferencias: lo particular, lo múltiple, lo heterogéneo, y, en efecto, todo aquello que ha sido excluido del concepto de hombre en abstracto. El universalismo no se rechaza, antes bien, se particulariza; y surge la necesidad de una articulación nueva entre lo universal y lo particular… Si la tarea de la democracia radical es realmente la profundización en la revolución democrática y la vinculación de diversas luchas democráticas, una tarea de esa índole requiere que se creen nuevas posiciones del sujeto que permitan una articulación común de, pongamos por caso, el antirracismo, el antisexismo y el anticapitalismo. Puesto que estas luchas no convergen espontáneamente, para establecer equivalencias democráticas se requiere un nuevo ‘sentido común’ que permita transformar la identidad de los diferentes grupos de manera que sus reivindicaciones puedan articularse entre sí de acuerdo con el principio de la equivalencia democrática. El proyecto de una democracia radical y plural, por el contrario, precisa de la existencia de la multiplicidad, de la pluralidad y del conflicto, en los que ve la razón de ser de la política”[15].
Nos falta mucho para profundizar la democracia en nuestra acción cotidiana, en los espacios de trabajo y en los encuentros sociales. La democracia es un reto humano que indica que hemos avanzado lentamente por los riesgos que conlleva aceptar que el Otro puede tener razón o que tiene el derecho a pensar distinto, razón que la hace susceptible de ser pensada y analizada en un contexto educativo.
[1] Digamos que sobre el poder político y sobre la política recae la responsabilidad de pensar y hacer posible la democracia, pero en los últimos tiempos, merced al triunfo del capitalismo, el poder económico ha desplazado a la política y al poder político que la interpreta y la sostiene, lo que ha dificultado la ampliación del concepto de democracia y su entronización en los procesos de socialización. Nota del autor.
[2] Es claro que el sistema capitalista y el modelo neoliberal en específicos casos, cada vez más repetidos, impiden que millones de seres humanos alcancen niveles de vida óptimos, desde la perspectiva de preservar y garantizar la dignidad humana. Pero esa constatación parece no servir para poner en duda la democracia, su efectividad y sus alcances, así como para exigir su profundización. Parece claro que se han aceptado unos mínimos democráticos (derechos a votar, al pensamiento crítico, a desconocer la autoridad, entre otros), que no sólo hacen aceptable esa idea de democracia, sino que sirven para ocultar los desastres humanos y ambientales del capitalismo salvaje.
[3] Esta alusión al poder se apoya y de alguna sigue la conceptualización presentada por Michael Foucault. Señala el autor francés que “el poder es, y debe ser, analizado como algo que circula y funciona – por así decirlo- en cadena. Nunca está localizado aquí o allá, nunca está en las manos de alguien, nunca es apropiado como una riqueza o un bien. El poder funciona y se ejerce a través de una organización reticular. Y en sus mallas los individuos no sólo circulan, sino que están puestos en la condición de sufrirlo y ejercerlo; nunca son el blanco inerte o cómplice del poder, sino siempre sus elementos de recomposición. En otras palabras, el poder no se aplica a los individuos, sino que se transita a través de los individuos…” FOUCAULT, Michael. Poder, derecho, verdad. Bogotá. Editorial FICA, 2004. p. 22.
[4] ZULETA, Estanislao. Colombia: violencia, democracia y derechos humanos. Cali: Fundación Estanislao Zuleta, junio de 1998. p. 13.
[5] Ibid. ZULETA, p. 15.
[6] El escritor colombiano, Fernando Vallejo, considera a la felicidad como un instinto. En sus palabras, señala que “la felicidad es un instinto reciente del Homo sapiens que la apareció a este bípedo alzado y subido de tono… fuera del pitecántropo ningún animal nunca, en lo que lleva la vida el planeta, se ha preocupado por ser feliz” (Tomado de VALLEJO, Fernando. El don de la vida. Colombia: Alfaguara, 2010. p. 33).
[7] THOREAU, Henry David. Del deber de la desobediencia civil. EN: Poder vs democracia. Bogotá, FICA, 2004. p. 156.
[8] Hago referencia a entornos no políticos en el sentido de lo público, sino en entornos privados en los que se necesita de un espíritu democrático. Por ejemplo, los entornos familiares e institucionales de carácter privado, alejados de la acción política electoral y de los profesionales de la política (los políticos), requieren de la democracia, en tanto lo vivido dentro de ellos y ellos mismos, se convierten en experiencias y ejemplos a seguir, exigir y aplicar en contextos más complejos en los que se ejerce el poder, como el Estado y las relaciones de éste con los ciudadanos.
[9] Estanislao Zuleta expuso el problema de la felicidad desde el ejercicio de imaginar y de las formas equívocas en las que una comunidad o una nación imagina la felicidad y a partir de allí establece mecanismos para alcanzarla. En su reconocido texto Elogio de la dificultad, Zuleta sostiene que “la pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces, empezamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de Cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y por lo tanto también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes…Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos; que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la misma forma de desear. Deseamos mal. en lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo”. (Tomado de ZULETA, Estanislao. Elogio de la dificultad y otros ensayos. Cali: Fundación Estanislao Zuleta, 5ª edición, 2001. pp. 9 y 10).
[10] Op cit. ZULETA. p. 15.
[11] En el texto La democracia, una guía para los ciudadanos, Robert Dahl señala que “la democracia no es únicamente un procedimiento de gobierno. Dado que los derechos son elementos necesarios de las instituciones políticas democráticas, la democracia es también intrínsecamente un sistema de derechos. Los derechos se encuentran entre los pilares esenciales de un proceso de gobierno democrático”. Igualmente, Dahl, al explicar el por qué de la democracia, lista una serie de consecuencias deseables y elementos que devienen cuando un régimen pretende consolidarse y legitimarse bajo principios democráticos: “1. Evita la tiranía. 2. Derechos esenciales. 3. Libertad general. 4. Autodeterminación. 5. Autonomía moral. 6. Desarrollo humano. 7. Protección de intereses personales esenciales. 8. Igualdad política. 9. Búsqueda de la paz y 10. Prosperidad”. (DAHL, Robert. La democracia, una guía para los ciudadanos. España, Taurus – Grupo Santillana, 1999. págs 56 -59).
[12] La generación de opinión pública, per se, no garantiza que la democracia sea de calidad y que las instituciones que la soportan estén o hayan sido diseñadas bajo principios democráticos. De igual manera, las características de esa opinión pública determinan el carácter y el tipo de medios masivos existentes y las formas adoptadas por éstos para informar a unas audiencias heterogéneas en principio, que se van ajustando a los parámetros y a las necesidades no sólo de los medios masivos, de los periodistas que informan, sino de los anunciantes y de los propietarios de las empresas mediáticas. Nota del autor.
[13] Este texto fue publicado en la revista Razón Pública, wwww.razonpublica.com, el 13 de septiembre de 2010.http://www.razonpublica.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1367:democracia-es-mas-que-poder-votar&catid=19:politica-y-gobierno-&Itemid=27
[14] Como prueba fáctica véase Plan Colombia y medios de comunicación, un año de autocensura. Se trata de un análisis al discurso periodístico-noticioso de seis medios masivos escritos colombianos (EL TIEMPO, EL ESPECTADOR, EL PAIS, EL COLOMBIANO, y las Revistas SEMANA y CAMBIO), que publicaron noticias, entrevistas y notas breves durante un año, alrededor del tema del Plan Colombia. AYALA OSORIO, Germán y GONZÁLEZ AGUILERA, Pedro Pablo. Plan Colombia y medios de comunicación, un año de autocensura. Cali: UAO, 2001.
[15] MOUFFE, Chantal. La Democracia radical, ¿Moderna o posmoderna? Las Incertidumbres de la Democracia. Compilador Pedro Santana R. Bogotá: Ediciones Foro Nacional por Colombia, 1995. páginas 287-303.
1 comentario:
Uribito:
Creo que te excediste. Un tema tan importante para tratar, no debe, en mi concepto, ser tan extenso en vía electrónica, porque la lectura se torna fatigable y se pierde la esencia del documento.
Luis F.
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