Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Nuevamente campesinos, indígenas
y afrocolombianos se movilizan para exigirle al Gobierno de Santos que cumpla
con lo pactado en 2013, cuando el Paro Nacional Agrario puso en evidencia para
unos, lo que históricamente ha caracterizado a los Gobiernos: la negación del
campo como posibilidad para que campesinos, indígenas y afros desarrollen sus
actividades productivas, así como sus proyectos y planes de vida colectivos.
De otro lado, la prensa
medianamente informa sobre lo que recién llama su atención de Buenaventura,
pero que sucede de tiempo atrás: el escalamiento de la violencia urbana y el
colapso del Estado local. En el cubrimiento periodístico de estos hechos, la
prensa, de manera consciente, no señala responsabilidades y declara como
responsables al modelo económico neoliberal y la debilidad del Estado,
provocada, asegurada y sostenida por una élite empresarial y política históricamente
enquistada en él, para asegurar que funcione de acuerdo con sus intereses de clase.
Esos dos hechos se suman a las
complejidades de un país como Colombia que deviene en crisis institucionales,
en intentos por solucionarlas, y ejercicios por paliar sus efectos negativos,
en medio de una guerra interna que jamás alcanzó la dimensión nacional, a pesar
de que podemos encontrar teatros de operaciones en los cuatro puntos
cardinales.
Pongamos en perspectiva sistémica
estos dos hechos. Inicialmente, hagamos referencia al conflicto armado interno.
La guerra interna ha servido para limitar derechos y libertades, en un
ejercicio de poder y dominación en el que participan todos los actores armados,
incluyendo, por supuesto, a las propias fuerzas armadas. La guerra interna ha
devenido como consecuencia de un sistema político excluyente y cerrado a
aquellas opciones que buscaron y buscan aún transformar el propio orden social,
económico, cultural y político sobre el
que se sostienen las estructuras del Estado. De esta forma, la pobreza, económica
y cultural, campea por todo el territorio nacional, factor que hace que el
narcotráfico aparezca como una forma de sobrevivir en medio de la precariedad
de oportunidades.
Hay que insistir en que el Estado
como tal no conserva para sí los monopolios de la renta, de la justicia y de la
fuerza, circunstancias que impiden que tenga control total sobre el territorio
nacional (fronteras internas), al tiempo que exhibe relativa legitimidad en
zonas rurales y urbanas cuyo control se disputan actores políticos y armados
ilegales, asociados de diversas maneras con las dinámicas del complejo
conflicto armado interno y el tráfico de drogas y armas. Así entonces, hay que
decir que ese orden social, político, económico y cultural no se consolida
desde la perspectiva de la euro modernidad.
A pesar de esfuerzos
constitucionales para superar la guerra y conseguir la paz (Carta Política de
1991), y de avanzar hacia la consolidación de una sociedad moderna, ésta
deviene en difusos procesos civilizatorios dada la aparición de episodios de
barbarie que hacen ver como fallidos dichos procesos de consolidación de lo
humano. En la actualidad, y con la aparente necesidad de convocar a una Asamblea
Nacional Constituyente para refrendar los acuerdos de paz, el país vuelve a creer en un proceso de
negociación, esta vez entre el Gobierno de Santos y una cúpula de las Farc
envejecida y con un sorpresivo talante liberal, desde la perspectiva económica.
Sigamos con esa perspectiva
sistémica y ahora hagamos referencia al centralismo bogotano y sus implicaciones identitarias en un país
de regiones diversas. Desde Bogotá y otras capitales, el resto de la Nación
asiste a prácticas de no reconocimiento identitario en el contexto de una
sociedad pluriétnica y multicultural que sobrevive en medio de una
biodiversidad natural sobre la que se posan los más diversos intereses,
nacionales y extranjeros, no siempre con criterios de sostenibilidad socio
ambiental a la hora de proyectar actividades de explotación, por ejemplo, en
minería y aprovechamiento forestal.
Con todo lo anterior, y en una
especie de círculo vicioso, los problemas y las soluciones a los problemas que
exhibe Colombia como país, pasan, se producen y dependen de la lógica del
centralismo bogotano, aupado, contradictoriamente, desde regiones en donde
otras élites mantienen y ayudan a la
élite capitalina a mantener las estructuras
del orden establecido, en medio de constantes crisis que no alcanzan
para derrumbarlas.
A pesar de esas prácticas de no
reconocimiento e invisibilización identitarias, en la lógica del centralismo
bogotano y la ideología conservadora, con el concurso de poderes regionales, el
país no reconoce conflictos étnicos, a pesar de que claramente subsisten
procesos de exclusión cultural, social, política y económica de indígenas,
afrocolombianos y campesinos, a los que se suman las prácticas de exclusión a
mujeres y miembros de otras comunidades, especialmente urbanas, como la
comunidad LGTBI y de otras nuevas identidades, como tribus urbanas que buscan reconocimiento
social.
Ahora establezcamos relaciones
sistémicas con el modelo económico neoliberal, el consumo y el modelo económico
extractivo. El país se viene insertando cada vez más a las lógicas del consumo
y a las de una economía de servicio, en
un proceso globalizador y globalizante. Pero con todo y ello, lo cierto es que
el país sigue dependiendo económicamente de la extracción de materias primas, que
se produce sin mayores consideraciones ambientales, a pesar de la existencia de
marcos jurídicos que supuestamente están para proteger la diversidad cultural y
la biodiversidad natural.
Es claro que hay ciudades
modernizadas y que incluso, hay ciudadanos anclados (e hincados) perfectamente
a los discursos de la globalización corporativa, circunstancia esta que no
impide que sus miradas de ciudadanos del mundo promuevan o aseguren el no
reconocimiento de identidades locales y las cosmovisiones de comunidades y
grupos humanos asentadas en ciudades y en el sector rural.
Con todo y lo anterior, Colombia
da tumbos en sus procesos de consolidación como nación y como Estado. Su gente
se dice feliz, en medio de adversidades y fenómenos que millones de colombianos
prefieren no atender, entender o aceptar. La indiferencia, la desconfianza y el
rechazo, son actitudes que hacen posible que muchos griten que este país es el
mejor del mundo.
Y así, en medio de festivales, fiestas patronales y carnavales, y claro
está, en medio de la barbarie que acosa a Buenaventura y los legítimos reclamos
de campesinos, afros e indígenas que exigen el cumplimiento de lo pactado con
el Gobierno de Santos en 2013 en materia de política agraria, el país avanza
como un orden social, político y cultural del que podemos esperar lo más
hermoso y sublime, pero también lo más abominable y execrable. Lo que no
sabemos con certeza es si ‘avanzamos’ en línea recta o en círculo vicioso. ¿ 0 virtuoso?
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