YO DIGO SÍ A LA PAZ

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lunes, 17 de marzo de 2014

COLOMBIA, EN PERSPECTIVA SISTÉMICA

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo

Nuevamente campesinos, indígenas y afrocolombianos se movilizan para exigirle al Gobierno de Santos que cumpla con lo pactado en 2013, cuando el Paro Nacional Agrario puso en evidencia para unos, lo que históricamente ha caracterizado a los Gobiernos: la negación del campo como posibilidad para que campesinos, indígenas y afros desarrollen sus actividades productivas, así como sus proyectos y planes de vida colectivos. 

De otro lado, la prensa medianamente informa sobre lo que recién llama su atención de Buenaventura, pero que sucede de tiempo atrás: el escalamiento de la violencia urbana y el colapso del Estado local. En el cubrimiento periodístico de estos hechos, la prensa, de manera consciente, no señala responsabilidades y declara como responsables al modelo económico neoliberal y la debilidad del Estado, provocada, asegurada y sostenida por una élite empresarial y política históricamente enquistada en él, para asegurar que funcione de acuerdo con sus intereses  de clase.

Esos dos hechos se suman a las complejidades de un país como Colombia que deviene en crisis institucionales, en intentos por solucionarlas, y ejercicios por paliar sus efectos negativos, en medio de una guerra interna que jamás alcanzó la dimensión nacional, a pesar de que podemos encontrar teatros de operaciones en los cuatro puntos cardinales.

Pongamos en perspectiva sistémica estos dos hechos. Inicialmente, hagamos referencia al conflicto armado interno. La guerra interna ha servido para limitar derechos y libertades, en un ejercicio de poder y dominación en el que participan todos los actores armados, incluyendo, por supuesto, a las propias fuerzas armadas. La guerra interna ha devenido como consecuencia de un sistema político excluyente y cerrado a aquellas opciones que buscaron y buscan aún transformar el propio orden social, económico, cultural  y político sobre el que se sostienen las estructuras del Estado. De esta forma, la pobreza, económica y cultural, campea por todo el territorio nacional, factor que hace que el narcotráfico aparezca como una forma de sobrevivir en medio de la precariedad de oportunidades.

Hay que insistir en que el Estado como tal no conserva para sí los monopolios de la renta, de la justicia y de la fuerza, circunstancias que impiden que tenga control total sobre el territorio nacional (fronteras internas), al tiempo que exhibe relativa legitimidad en zonas rurales y urbanas cuyo control se disputan actores políticos y armados ilegales, asociados de diversas maneras con las dinámicas del complejo conflicto armado interno y el tráfico de drogas y armas. Así entonces, hay que decir que ese orden social, político, económico y cultural no se consolida desde la perspectiva de la euro modernidad.

A pesar de esfuerzos constitucionales para superar la guerra y conseguir la paz (Carta Política de 1991), y de avanzar hacia la consolidación de una sociedad moderna, ésta deviene en difusos procesos civilizatorios dada la aparición de episodios de barbarie que hacen ver como fallidos dichos procesos de consolidación de lo humano. En la actualidad, y con la aparente necesidad de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente para refrendar los acuerdos de paz,  el país vuelve a creer en un proceso de negociación, esta vez entre el Gobierno de Santos y una cúpula de las Farc envejecida y con un sorpresivo talante liberal, desde la perspectiva económica.

Sigamos con esa perspectiva sistémica y ahora hagamos referencia al centralismo bogotano  y sus implicaciones identitarias en un país de regiones diversas. Desde Bogotá y otras capitales, el resto de la Nación asiste a prácticas de no reconocimiento identitario en el contexto de una sociedad pluriétnica y multicultural que sobrevive en medio de una biodiversidad natural sobre la que se posan los más diversos intereses, nacionales y extranjeros, no siempre con criterios de sostenibilidad socio ambiental a la hora de proyectar actividades de explotación, por ejemplo, en minería y aprovechamiento forestal.

Con todo lo anterior, y en una especie de círculo vicioso, los problemas y las soluciones a los problemas que exhibe Colombia como país, pasan, se producen y dependen de la lógica del centralismo bogotano, aupado, contradictoriamente, desde regiones en donde otras élites mantienen  y ayudan a la élite capitalina a mantener las estructuras  del orden establecido, en medio de constantes crisis que no alcanzan para derrumbarlas.

A pesar de esas prácticas de no reconocimiento e invisibilización identitarias, en la lógica del centralismo bogotano y la ideología conservadora, con el concurso de poderes regionales, el país no reconoce conflictos étnicos, a pesar de que claramente subsisten procesos de exclusión cultural, social, política y económica de indígenas, afrocolombianos y campesinos, a los que se suman las prácticas de exclusión a mujeres y miembros de otras comunidades, especialmente urbanas, como la comunidad LGTBI y de otras nuevas identidades, como tribus urbanas que buscan reconocimiento social.

Ahora establezcamos relaciones sistémicas con el modelo económico neoliberal, el consumo y el modelo económico extractivo. El país se viene insertando cada vez más a las lógicas del consumo y a las de  una economía de servicio, en un proceso globalizador y globalizante. Pero con todo y ello, lo cierto es que el país sigue dependiendo económicamente de la extracción de materias primas, que se produce sin mayores consideraciones ambientales, a pesar de la existencia de marcos jurídicos que supuestamente están para proteger la diversidad cultural y la biodiversidad natural.

Es claro que hay ciudades modernizadas y que incluso, hay ciudadanos anclados (e hincados) perfectamente a los discursos de la globalización corporativa, circunstancia esta que no impide que sus miradas de ciudadanos del mundo promuevan o aseguren el no reconocimiento de identidades locales y las cosmovisiones de comunidades y grupos humanos asentadas en ciudades y en el sector rural. 

Con todo y lo anterior, Colombia da tumbos en sus procesos de consolidación como nación y como Estado. Su gente se dice feliz, en medio de adversidades y fenómenos que millones de colombianos prefieren no atender, entender o aceptar. La indiferencia, la desconfianza y el rechazo, son actitudes que hacen posible que muchos griten que este país es el mejor del mundo.

Y así, en medio de festivales, fiestas patronales y carnavales, y claro está, en medio de la barbarie que acosa a Buenaventura y los legítimos reclamos de campesinos, afros e indígenas que exigen el cumplimiento de lo pactado con el Gobierno de Santos en 2013 en materia de política agraria, el país avanza como un orden social, político y cultural del que podemos esperar lo más hermoso y sublime, pero también lo más abominable y execrable. Lo que no sabemos con certeza es si ‘avanzamos’ en línea recta o en círculo vicioso. ¿ 0 virtuoso?

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