Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Introducción
Han pasado ya más de 10 años de la firma
del Pacto de Ralito, momento histórico en el que los paramilitares, apoyados y
aupados por sectores de la clase dirigente, empresarial y política de Colombia,
buscaron refundar la patria, a la luz de un proyecto de país que nos regresara
a las aciagas noches del estado de sitio, a un Estado confesional y a una
sociedad sometida a los intereses de unas reducidas élites.
Para Colombia, el conflicto armado
interno deja innumerables consecuencias, a todo nivel, que bien pudieron
facilitar el surgimiento y entronización del paramilitarismo en lo más profundo
de los valores sociales colectivos de un país escindido, que se mantiene a
pesar de la precariedad de su Estado.
Propongo tres consecuencias que pueden
servir de criterios para explicar por qué el paramilitarismo en Colombia, lejos
de estar acabado por la entrega y extradición de sus principales cabecillas,
sigue siendo un fenómeno cultural, político, social y económico vigente, en
parte por la permanencia de las guerrillas, pero también, por los objetivos
alcanzados en y por los diversos ámbitos en los que el fenómeno se
operacionalizó.
Baja
institucionalidad,
representada en el imaginario de ineficacia construido alrededor del pobre
accionar de la justicia, que tiene un carácter histórico y exalta la debilidad
y la incapacidad del Estado de imponerse frente a grupos sociales con conductas
anómicas y frente a grupos armados ilegales que desde hace tiempo desconocen su
autoridad y lo enfrentan militarmente.
Tradición
violenta aceptada socialmente, que induce a pensar que los amplios y disímiles fenómenos de violencia
que aún se dan en Colombia, están soportados en la ‘naturaleza violenta’[1]
del colombiano, asociada, además, a un problema fenotípico aupado por la
incapacidad de las instituciones estatales y la falta de una sociedad civil
estructurada, con una agenda pública común, capaz de exigirle al Estado cumplir
con principios y valores modernos.
Conductas
societales normatizadas y normalizadas. Desde allí se concibe y se explica que el actuar de
la autodefensa, como práctica social complementada o asociada a la posibilidad
de hacer justicia por mano propia, el ciudadano colombiano la reconoce o la ha
internalizado como norma, lo que a su vez, permite volver ley socialmente aceptada todas aquellas prácticas y procedimientos
que, alejados del contexto y las condiciones propias de un Estado social de
derecho, se convierten en hechos perfectamente normales de acuerdo con las precarias
condiciones en las que sobreviven el Estado y la sociedad colombianas en su
conjunto.
Lo anterior también puede considerarse como la
plataforma en la que se montó, actuó y permanece aún el paramilitarismo, la
empresa criminal más grande de la historia reciente de Colombia.
El paramilitarismo en Colombia sigue siendo, a pesar
de magníficos y completos estudios e investigaciones académicas[2],
un fenómeno aún sin describir en su totalidad, dado no sólo por su complejidad,
y las actuaciones militares de los hombres en armas, sino porque él mismo
desencadenó factores y decisiones que lo convirtieron, en menos de 30 años, en
una maraña de prácticas sociales, económicas, culturales y políticas que lo
hacen inasible para amplios sectores de la sociedad[3],
pero en especial para las acríticas audiencias colombianas influenciadas por un
periodismo acucioso, pero temeroso de develar las finas relaciones que los
paramilitares tejieron con específicos agentes y actores sociales dentro y
fuera del Estado.
Se han develado algunos de los objetivos estratégicos
trazados por los líderes militares y políticos del paramilitarismo y, por
quienes, desde los partidos políticos tradicionales, y desde grandes empresas
nacionales y multinacionales, hicieron posible la entronización de dicho
fenómeno en varias capas de la sociedad colombiana:
“Con el fenómeno paramilitar, así como con los
ya aceptados patrullajes y acciones conjuntas con el ejército nacional de
Colombia y, en general, la connivencia en varios sectores societales con el
grupo armado ilegal[4],
lo que se viene consolidando es un proyecto político neoconservador que guarda
estrecha relación con las actividades económicas y los presupuestos ideológicos
tanto de las cabezas visibles de la organización paramilitar, como de agentes
económicos legales que representan, por ejemplo, a sectores poderosos de la
agroindustria, ganaderos, comerciantes y a importantes latifundistas
regionales.
En
el fenómeno paramilitar confluyen y se consolidan múltiples formas de violencia
política y social, así como prácticas de intolerancia ideológica asociadas a la
imperiosa necesidad de eliminar contrarios, costumbre que, hace tiempo, sirvió
a élites políticas y económicas interesadas en tomarse el control del Estado,
para mantener y extender sus proyectos económicos, estableciendo alianzas con
grupos al margen de la ley.
Hoy,
el paramilitarismo puede entenderse como la plataforma que empezó a consolidar,
en algunas regiones del país, una falsa e ilegítima cultura política
obligatoria para una porción de población, que se veía atrapada en el
inevitable deber de obedecer y participar en los movimientos políticos sobre
los cuales élites políticas y económicas edificaron y consolidaron, en la Presidencia y en otras
instituciones del Estado, proyectos neoconservadores acordes con las tendencias
globalizadoras generadas e impuestas por el gran capital transnacional.
Justamente,
en dichas tendencias globalizantes, aparece el consumo, entre otros principios
económicos orientadores, como una práctica sociocultural y económica, que sirve
para explicar la indisposición -inicial- contra aquellos proyectos políticos
-de la izquierda, asociada o no a los grupos armados ilegales que operan en
Colombia- que propongan el desmonte o la modificación de dichas condiciones y
principios donde es claro que a mayor Mercado, menor Estado, visión que está en
contravía del ideario de izquierda, especialmente el que dicen agenciar
sindicatos, partidos y movimientos políticos, y hasta las mismas guerrillas
colombianas[5]”.
Dentro del anterior escenario político, se expone el
seguimiento a editoriales y columnas de opinión publicadas en los diarios EL
TIEMPO a partir de enero de 2002. El propósito de seguir y registrar los textos
de opinión hallados en dicho periodo es el de describir las posturas
evidenciadas en dichos artículos de opinión e intentar descubrir tendencias y
afinidades ideológicas entre los columnistas y los medios (editoriales), y el
paramilitarismo.
El reconocimiento mediático del poder de penetración
de los actores armados en la política colombiana, que se exhibe por ejemplo en
escenarios electorales, permite develar la cooptación que el fenómeno
paramilitar logró no sólo de entidades del Estado, sino la penetración de su
ideario político en sectores de poder económico, social y político dentro de la
sociedad civil colombiana, fragmentada, dividida y polarizada ideológicamente.
La complejidad de lo sucedido con la penetración del
paramilitarismo en las entrañas del Estado fue develada inicialmente por investigadores
y académicos, versiones y estudios que posteriormente fueron recogidas por la
gran prensa, sin que ello signifique que las mismas empresas mediáticas hayan
asumido un papel definitivo en el develamiento de la profunda y efectiva
penetración paramilitar en la sociedad colombiana.
El año 2002 fue determinante para Colombia porque la derecha
se radicalizó[6] y como
consecuencia de ello, el país se polarizó. Ello se vivió con profunda
convicción y exaltación en amplios sectores societales, gracias a la llegada al
poder presidencial de Uribe Vélez y a la penetración del paramilitarismo en el
Congreso nacional, con un porcentaje que incluso puede superar el 35%,
reconocido así por el propio Salvatore Mancuso, líder de las llamadas
Autodefensas Unidas de Colombia, AUC.
Ante la penetración y la aceptación social y política
del paramilitarismo, los medios masivos apenas si se atrevían a decirlo a
través de los editoriales. Llamar la atención acerca de los alcances del
fenómeno paramilitar a través de editoriales representaba la abdicación
generalizada de una sociedad -y del periodismo-
que en amplios sectores veía con buenos ojos el actuar político y
militar de los paramilitares, así éste no estuviera encaminado de manera
exclusiva a enfrentar militarmente a las guerrillas tal y como lo anunciaba el
positivo imaginario colectivo sobre el cual se legitimó en Colombia el
paramilitarismo.
Al ser el paramilitarismo un fenómeno político,
económico, cultural, militar y social que actúa de la mano del gran capital, es
decir, que no se opone a su reproducción, las empresas mediáticas rápidamente
entendieron que los llamados paramilitares y su proyecto político jamás serían
un riesgo para el negocio de la información y en general, para el ejercicio del
periodismo[7].
Situación contraria si el fenómeno creciente fuera el
de las guerrillas, abiertamente opuesto a la circulación del capital y a la
reproducción del capitalismo. Muy seguramente estuviéramos frente a un discurso
de abierta confrontación ideológica, contrario al discurso de aprobación, de
consentimiento y de simple registro como hecho político que se logra entrever
en las posturas editoriales y en las de los columnistas en medios como EL
TIEMPO.
La aceptación del fenómeno paramilitar y su efectiva
penetración[8] en el
Estado, así como en esferas y en actores de poder de la sociedad civil, así
como en amplios sectores poblacionales de la sociedad, no sólo se debe al cansancio generado por las
acciones de una guerrilla lumpenizada
y con visos cada vez más de ser un cartel de la droga, sino al lenguaje
periodístico-noticioso y al que usaron desde el 2002, columnistas y
editoriales.
Unos y otros, de manera sutil, caracterizaron una y
otra vez el paramilitarismo como un fenómeno menos grave que el de la guerrilla; las actividades y las acciones
militares de los grupos de autodefensa confederados en las llamadas
Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, se justificaron en el cansancio de las
autoridades y de los colombianos, por las arremetidas de las guerrillas, que
derivó en acciones legítimas de un fenómeno que representaba la defensa de
civiles, de empresarios y ganaderos y de la gente
buena de Colombia, de allí que se
catalogara como un fenómeno menos
malo, menos grave.
Así se confirma en el discurso del columnista
D’Artagnan, en su habitual espacio de opinión en el diario EL TIEMPO. En la
columna intitulada Aspirante con
‘estrella’ (sic), Roberto Posada García-Peña, señala lo siguiente:
“…Uribe
ha sido – si se quiere – aún más jefe de oposición que los demás candidatos.
Esto, desde luego, ha sido bueno y malo. Bueno,
porque los colombianos están desesperados con las arremetidas de la guerrilla
-secuestros y extorsiones-, casi más que con las de los paramilitares…”[9].
Más adelante, el columnista insiste en valorar
positivamente la existencia, presencia y acción de los paramilitares:
“El
de Álvaro Uribe Vélez es un caso realmente excepcional… Sin duda, Uribe ha sido
tan hábil como metódico en su carrera hacia el poder… Pero además de poseer una
buena opinión – ni se diga entre altos círculos económicos y financieros-… No
obstante, Uribe ha logrado ir penetrando
en ciertas zonas de la Costa Atlántica, desde hace rato ‘mamadas’ con la
guerrilla y en algunas partes –inclusive- identificadas con los paramilitares. Sin embargo, como ya se dijo, los ‘paras’
son, pese a todo, menos impopulares que los ‘farcos’ y los ‘elenos’…
independientemente de la interpretación moral, y legal, que quiera
dárseles a tales simpatías y antipatías”[10].
Hay que señalar que los columnistas recogen hechos y
evidencias de un complejo contexto social y político, pero también es posible
pensar que ellos mismos sirven, de manera consciente o inconsciente, al
posicionamiento de verdades y para el caso que nos ocupa, del positivo imaginario
que en torno al paramilitarismo lograron inocular en las audiencias (lectores),
no sólo los propios líderes militares de las AUC, sino el ejercicio de opinión
y el propio informativo de la gran prensa nacional, así como el actuar
equivocado de unas Farc[11]
que perdieron su rumbo como organización subversiva con pretensiones
libertarias.
Estamos ante una evidencia social y políticamente
preocupante: aceptamos en Colombia las vías de hecho y la ilegalidad, para
enfrentar a aquellos grupos armados ilegales a los cuales el Estado colombiano,
históricamente, no ha logrado reducir o aniquilar. Se trata de la validación y
la legitimación de la justicia privada como práctica social y política, como
respuesta de la sociedad civil, ante la precariedad de un Estado que no guarda
para sí el monopolio de las armas.
Duncan
explica así el asunto de la debilidad y la precariedad del Estado: “…En un país como Colombia, donde la construcción de un
aparato coercitivo estatal ha sido un proceso lento en el que históricamente
las élites nacionales y regionales, por falta de recursos o por simple
indiferencia y comodidad, han preferido delegar las tareas de seguridad en
muchas regiones a grupos de seguridad privada o han formado ellas mismas
ejércitos locales, la desmovilización de las milicias paramilitares es una
condición indispensable para la consolidación del Estado de derecho”[12].
Lo señalado por Duncan cobraría vigencia empezando el
2002, lo que luego se convertiría en una verdad electoral y políticamente
inconveniente para Uribe: la costa Atlántica aceptaba el paramilitarismo y fue
la zona que apoyó a Uribe en la aventura de llegar al Solio de Bolívar. Y ello
se confirma con el juzgamiento de un grupo importante de senadores investigados
y condenados por la Corte Suprema de Justicia por sus vínculos con los grupos
paramilitares, además del respaldo electoral dado al entonces candidato a la
Presidencia, Álvaro Uribe Vélez.
Editoriales y columnas de
opinión en el Diario EL TIEMPO
Pero iniciemos el seguimiento reseñando las columnas
y editoriales publicadas en el diario EL TIEMPO[13],
entre enero de 2002 y enero de 2003.
Las tribunas de opinión sirven también para que los
columnistas, especialmente aquellos que por su origen familiar y por la
actividad periodística tienen acceso a información privilegiada, señalen a
políticos por la participación en hechos y situaciones, así como en la comisión
de delitos.
El periodista Daniel Samper Pizano, hermano de
Ernesto Samper Pizano (Presidente de Colombia, 1994-1998) recoge un señalamiento
que pasó desapercibido como muchos otros que se hacen en este tipo de espacios.
Dice en su habitual columna de EL TIEMPO, que:
“…veo
con inquietud que hay una campaña para colocar al ministro Juan Manuel Santos
como posible vicepresidente de Horacio
Serpa. Santos, de cuya inteligencia,
rectitud y honestidad no tengo duda, es lamentablemente, doctor, en
deslealtades. Según reciente revelación del jefe paramilitar Carlos Castaño, no
vaciló en buscar apoyos en sectores armados, esmeralderos y otros resortes para
montar un esquema que pretendía derribar
al presidente constitucional de 1997, y subir él a la primera magistratura”[14].
La respuesta de Juan Manuel Santos no se hizo esperar
y el 17 de enero, ocho días después, EL TIEMPO edita la réplica del entonces
ministro. En la misma edición se publica la contra réplica del afamado
columnista. Lo cierto es que, más allá del cruce de cartas, del aún oscuro
episodio de la conspiración para tumbar al presidente Samper Pizano, se produjo
la muerte de Álvaro Gómez Hurtado, quien, según los mismos señalamientos,
participó en el complot, aupado por el entonces embajador de los Estados Unidos
en Colombia, Miles Frechette, con el apoyo de un sector del ejército de la
época.
Se registra esta columna por el significado que tiene
el señalamiento hecho por el periodista Samper Pizano, más no porque aporte a
la consecución del objetivo trazado para este seguimiento mediático. Prosigo,
entonces, con la descripción del ambiente ideológico y político que se vivía en
2002.
El complejo y crispado escenario de paz y
preelectoral vivido en 2002, daba cuenta de hechos como los diálogos fallidos
que se dieron entre la dirigencia del Eln[15]
y el gobierno de Pastrana.
Pero más allá del asunto del proceso de
conversaciones adelantado entre las partes, es importante recoger lo consignado
en una noticia del jueves 31 de enero de 2002, en la sección Política, titulada
Dos
caras de la cumbre en Cuba (sic), con el antetítulo Paz/Sabas Pretel y ‘Ramiro Vargas’ hablan de
lo que esperan de proceso con el ELN (sic). El señalado subversivo aludió
al proyecto de derechización que se abría en Colombia, con la llegada de Uribe
al Solio de Bolívar.
En el texto noticioso se lee:
“Yo
creo que en Colombia hay proyecto de ultraderecha andando. Estamos (el Eln) en
las zonas donde el paramilitarismo está obligando a la gente a votar por Álvaro
Uribe. Lo estamos diciendo con conocimiento de causa”[16].
Estamos, pues, ante una evidencia más de que los
paramilitares sí influyeron en el escenario político-electoral de 2002, cuyo
beneficiado directo fue Uribe Vélez, quien alcanzó la Presidencia y gobernó de
la mano de un Congreso penetrado por la acción política de las llamadas
Autodefensas Unidas de Colombia.
El reconocimiento de la precariedad del Estado
colombiano y de las abrumadoras condiciones de inequidad que se expresan a lo
largo y ancho del territorio colombiano, en un editorial del influyente diario
EL TIEMPO, sirve de prueba fáctica de que algo no anda bien para el llamado
establecimiento, en materia de legitimidad.
Entre tanto, el 08 de febrero de 2002, en varios
espacios de opinión, incluyendo el editorial de EL TIEMPO del mismo día,
intitulado La otra pata de la mesa (sic), el tema en la agenda mediática
era la internacionalización del conflicto armado. Las referencias al fenómeno
paramilitar escaseaban como quiera que los columnistas se concentraban en el
objetivo trazado por Pastrana al suscribir el proceso de diálogo con las Farc:
sacar el conflicto interno y poner a la comunidad internacional a hablar de él.
La profesora e investigadora del IEPRI[17],
Socorro Ramírez, al referirse al fenómeno paramilitar, señaló que:
“Los
paramilitares, que han conseguido apoyos en redes delictivas globales, parecen
también ir descubriendo que tribunales especiales o la Corte Penal
Internacional puede llamarlos a juicio y que su mala reputación hace muy
difícil el cambio de su estatus”[18].
Darse o no la pela es la cuestión (sic) es el título del editorial de EL
TIEMPO, del martes 05 de febrero de 2002.
En el texto de opinión se señala lo siguiente:
“Por
otro lado, es evidente que en muchos sitios de Colombia grupos armados de derecha e izquierda remplazan al Estado.
El establecimiento ha sido incapaz de impedirlo y ha permitido, por ejemplo,
que finqueros paguen ‘vacunas’ u organicen ‘autodefensas’ para no hacerlo… El
establecimiento, con negociación o sin ella, está en mora de ‘darse la pela’,
hacer el inventario de cuántas veces le ha puesto conejo al país y emprender,
con firmeza y sin más demoras, una agenda
de profundas transformaciones que este país está pidiendo a gritos”[19].
Aparece en la edición del seis de febrero de 2002 la
columna de Malcom Deas[20],
Mirándolos
a la cara (sic) en la que el reconocido historiador legitima, valida y
de alguna manera defiende - y no creo que haya ingenuidad en su discurso-, la
existencia y la actividad paramilitar por el sólo hecho de que es la guerrilla
la que insiste en la existencia de aquellos, de su ilegalidad, y que además,
ello es suficiente para no hacer la paz, pues no habría garantías para sus
dirigentes, si no se desmontan de forma definitiva las estructuras
paramilitares.
Los grupos paramilitares no nacen exclusivamente como
respuesta a los excesos y a las acciones cotidianas, en lo militar, de las guerrillas.
No. Sobre ese imaginario se legitimó su existencia, pero ya hay suficientes
evidencias[21] que
señalan que el paramilitarismo es más que un fenómeno contrainsurgente y que,
por el contrario, sirvió a los intereses de grupos de poder que buscaron, por
ejemplo, expoliar y expulsar de sus tierras y territorios a campesinos, negros
e indígenas, para poner en marcha proyectos agroindustriales o dar inicio a
actividades de explotación maderera y minera, en especial oro y carbón, entre
otras materias primas.
De allí que se puede señalar que “…la revolución paramilitar es más que una manifestación de la derecha
armada, o un simple apéndice a la salvaguarda del establecimiento. Sostiene un
profundo discurso de transformación cultural, un retorno a ese ‘sentido común
civilizatorio’ de la sociedad, de matices muy similares a aquellos postulados (en
el sentido más riguroso
historiográfico del término) por el fascismo” [22].
El paramilitarismo, como fuerza militar, sirvió a los
intereses de una derecha que entendió la oportunidad histórica de diseñar y
ejecutar un proyecto neoconservador en lo político, en lo social y en lo
cultural, soportado en un modelo económico extractivo y liberal, cuyos enemigos
a vencer eran sindicalistas, librepensadores, militantes, campesinos,
afrocolombianos e indígenas y simpatizantes de la izquierda democrática,
académicos y cuanto crítico del Estado y de diversos gobiernos.
De ahí que la cooptación del Estado y la penetración
del paramilitarismo en el Congreso y en otras instancias estatales sea el
correlato de ese proyecto neoconservador, que al contar con el apoyo del gran capital nacional e incluso, del
internacional, fue determinante para garantizar la llegada de Uribe Vélez a la
Presidencia y la extensión de su mandato cuando grupos de poder nacional
apoyaron la segunda aventura reeleccionista, lo que hubiese representado un
tercer periodo del señalado Presidente.
Por ello, la postura de Malcom Deas no sólo
desconcierta, sino que confirma que en las tribunas de opinión del diario EL
TIEMPO, que abiertamente apoyó las dos administraciones de Uribe Vélez, se
movilizó opinión positiva hacia e fenómeno paramilitar. Es decir, se dio, sin
duda, un ejercicio de una fina para-doxa.
Señala el historiador Deas que:
“Pensar
que el paramilitarismo se acabe en corto tiempo es iluso y quien más debe
reconocerlo es la guerrilla. Es cierto
que con el auge del paramilitarismo, las Farc y el Eln esgrimen una falta de
garantías. Igualmente, cierta es la
hipocresía con que sus voceros insisten en que el Estado no hace los
suficientes esfuerzos en contra de los ‘paras’. La queja surrealista de la
guerrilla de que éstos son ilegales es reveladora de la mentalidad de la
izquierda violenta y es útil a sus propios fines… Hice alusión al lugar prominente que
tienen los ‘paras’ en la estrategia propagandística de la guerrilla. Esa
prominencia tiene más efectos en el exterior que dentro del sufrido país. Es el
factor que más desprestigia al Gobierno por el énfasis que se hace en los casos
de colaboración y por la manifiesta incapacidad
oficial de controlar el fenómeno. Justa o injustamente, es lo que más
limita la solidaridad con el país”[23].
En la misma
edición del 06 de febrero de 2002 EL TIEMPO presenta la editorial La
hora de los paras (sic), dedicada al fenómeno paramilitar. Para la
época, hacían su presentación ‘formal’ ante la sociedad colombiana sus
principales líderes, a través de entrevistas televisadas a Carlos Castaño Gil
en canales privados y en libros[24]
como el que publicó el entonces líder paramilitar, con la ayuda del periodista
Mauricio Aranguren Molina, en el que, entre otros asuntos, reconocía las
responsabilidad en los asesinatos de Pizarro Leóngomez, Bernardo Jaramillo Ossa
y Jesús María Valle, entre otros. Dicha autobiografía se publicó en 2001.
En el editorial se describe el fenómeno, pero no se
señalan responsables visibles de su nacimiento, crecimiento y penetración. El
texto de opinión de EL TIEMPO apela a ‘universales’ que periodísticamente
sirven para señalar culpables de delitos, sin nombrarlos, sin identificarlos,
dando, eso sí, la sensación de que si se hace la identificación o el respectivo
señalamiento. Frases como “a él lo mató
el narcotráfico, o lo mató la violencia, o el Estado”, sirven para ocultar
las identidades de los asesinos, bien como estratagema informativa, o porque
política y jurídicamente es imposible individualizar responsables.
En el texto de opinión del diario bogotano se señala
lo siguiente:
“Sin
entrar en el debate de su cuestionable origen,
es un hecho que aparecieron en las narices del establecimiento y hoy cuentan
con base social. Algunos empresarios, ganaderos y hacendados -por obligación o
vocación- les pagan por su protección y hay sectores en zonas que controlan con
métodos draconianos y ciertas capas medias urbanas, que no ocultan una
peligrosa admiración por estos nuevos <>, en parte como
reacción a los excesos de la guerrilla ”[25].
En el texto editorial, EL TIEMPO asume una postura
frente a un hecho político y periodísticamente importante, y se espera que
entregue argumentos, y que, además, intente un análisis del hecho que provoca
el editorial. Acá el dato preciso pierde valor, bien porque no se tiene o
porque es recomendable ocultarlo a través del uso de esos ‘universales’ que no
sólo hacen posible la aparición de una contradicción natural entre la tarea
informativa y la tarea de opinar (pensar, para el caso del periódico), sino que
sirvió y sirve aún para minimizar el impacto, social, económico y político del
señalado apoyo que dieron empresarios e industriales, entre otros, a los grupos
paramilitares.
El uso de este tipo de ‘universales’[26]
resulta cómodo para una sociedad, como la colombiana, que se acostumbró a la
inoperancia del sistema de justicia, a la precariedad del Estado y a la
ineficacia de los organismos judiciales encargados de hallar la verdad en casos
de homicidios, masacres y genocidios, perpetrados por los tres actores armados
que participan militarmente del conflicto armado interno, pero en especial, a
las atrocidades cometidas por los paramilitares.
Es decir, el lenguaje juega un papel clave en el
ocultamiento y el develamiento de la verdad de lo acontecido alrededor de
hechos punibles, en los que están comprometidas las Farc, las AUC y por
supuesto, las Fuerzas Militares de Colombia. Frases como lo mató la violencia, el narcotráfico, o detrás del paramilitarismo hay
empresarios y otros sectores de la sociedad civil, atrapan, amarran y
contienen la verdad, y logran aplazar su llegada; esos mismos ‘universales’ petrifican
el hecho en el tiempo, aunque en el devenir mismo de los actores y del contexto
de la guerra interna, la verdad sigue sin auscultarse, pues las frases, como
actos de habla, guardan la intención clara de ocultar mostrando[27],
es decir, de indicar culpables, pero sin individualizar responsables.
Estamos ante el uso ‘oscuro’ del lenguaje, bien por
la impotencia de periodistas, medios, audiencias y familiares de los ciudadanos
asesinados por los actores armados, o por el claro interés, de unos y otros, de
ocultar mostrando, ante el miedo por
las finas alianzas que para el caso que nos ocupa en este documento,
establecieron las Autodefensas Unidas de Colombia con empresarios, industriales
y políticos en aras de penetrar en el Estado y de conseguir sus objetivos
militares, económicos, políticos y sociales.
El jueves 07 de febrero de 2002 se edita la columna
del profesor Jorge Orlando Melo, titulada ¿A quién representan? (sic), en la
que alude al concepto de sociedad civil y a las concepciones que de ella, en la
práctica, parecen tener los grupos armados ilegales que participan del
conflicto armado interno, y que les permite a cada una de las fuerzas
enfrentadas, autoproclamarse como “representantes” de la sociedad civil.
Al respecto, Melo sostiene que:
“En
contraste con un Estado corrupto, violento y clientelista, la sociedad civil es
presentada como ejemplo de transparencia, justicia y voluntad de paz. Poco
importa que en Colombia esa sociedad civil esté muy armada, que muchos de sus
miembros respaldan la guerrilla o a los
paramilitares, o que casi toda la corrupción estatal se haga con miembros de la sociedad civil que buscan eludir la ley
o hacer fortuna con el Estado… Desde
hace 40 años la guerrilla, que cree que el pueblo no conoce sus intereses,
suplanta los movimientos sociales: substituyó las luchas populares y de pasó,
destruyó toda posibilidad de partidos políticos de izquierda y generó una reacción que endureció al
país y llevó al remplazo, todavía más
grave, de la fuerza legal y la justicia estatal por grupos armados
apoyados por la sociedad civil del campo”[28].
Melo mira de manera crítica el papel que
ha venido jugando la sociedad civil en la construcción de un Estado precario y
corrupto, así como en el conflicto armado, en la medida en que desde diversos
sectores de esa llamada sociedad civil se apoyaron en el pasado y en el
presente, las acciones pretendidamente revolucionarias de las guerrillas y las
aparentemente contrainsurgentes, emprendidas por los paramilitares.
Hay que insistir en que si bien el
paramilitarismo es la expresión del cansancio que sectores de la sociedad civil
(empresarios, gremios) y la sociedad sentían frente a las acciones armadas de
las guerrillas, el objetivo no era sólo contrarrestarlas en el campo de batalla,
sino que en el fondo aparecieron otros elementos que fueron dándole a los
paramilitares ese carácter benéfico y
necesario que terminó justificando y legitimando su accionar político,
económico, militar y social.
Y dentro de esos elementos hay que destacar
que como ejército privado, los paramilitares jamás combatieron al Estado, no
exigían el desmonte del modelo económico neoliberal y menos aún, el del sistema
capitalista. Por el contrario, con el paramilitarismo se buscó defender el
Establecimiento y con él, los privilegios de reducidas familias y grupos de
poder en los que se concentra la riqueza[29]
y el poder en Colombia.
En un ya reseñado editorial de EL
TIEMPO, se amplían los objetivos políticos e ideológicos de los paramilitares:
“…Están
en casi la mitad de los municipios, en territorios de donde desplazaron a las
Farc y al Eln con la siniestra política de masacrar campesinos y sindicalistas,
acusándolos de ser
<> de la guerrilla. Ni hablar del barrido que han
hecho de la intelectualidad independiente …”[30].
Para el miércoles 13 de febrero de 2002 el diario EL
TIEMPO publica el editorial ¿Y de los nombres qué? (sic), en el
que describe un hecho político histórico y trágico para la democracia
colombiana: la penetración de dineros del narcotráfico, candidaturas apoyadas
por guerrilleros y paramilitares y por supuesto, las consabidas prácticas
clientelares y los eternos delitos electorales (trashumancia, constreñimiento
al electorado y compra de votos, entre otros).
Asegura EL TIEMPO que:
“Basta
con viajar a una región y conversar en una tienda con la gente lugareña para
enterarse sin esfuerzo de quién es el candidato de los ‘paras’, o el señor cuya
campaña derrocha riqueza de dudosa procedencia. Ello sin hablar de nombres que el país asocia al
clientelismo, la corrupción o el proceso 8.000, muchos de los cuales han
adherido a esta o aquella candidatura
presidencial y hacen campaña sin el menor empacho. Lo cierto es que, en muchos
casos esos nombres son conocidos y son
vox pópuli en los círculos políticos”.
Para el 01 de marzo de 2002 aparece publicada la
columna de Carlos Alberto Montaner, bajo el título El arma que necesita Colombia
(sic), en la que señala lo siguiente:
“El
charco de sangre que ahoga a los colombianos mil asesinatos al año, tres mil
secuestros tiene varios afluentes:…En tercer lugar quedan los paramilitares.
Duros y sanguinarios, tienen a los narcoguerrilleros como a sus peores
enemigos, pero no vacilan en eliminar en eliminar a los sospechosos. Lo que los
diferencia de las narcoguerrillas es que carecen de proyecto político. No
quieren tomar el poder para instalar una
sociedad parida por la utopía marxista”[31].
Se equivoca el columnista. Los
paramilitares sí tenían un proyecto político con el cual buscaban profundizar
los modelos económico y político, a todas luces inequitativos y excluyentes. El
haber penetrado el Congreso de la República tenía la clara intención de usar
dicha corporación para la formulación de proyectos de ley, por ejemplo, de uso
de la tierra, con los cuales lograr beneficios para sus proyectos de
agroindustria como los de la palma africana.
En la edición del sábado 02 de marzo de 2002 se
encuentra el editorial Las medidas de emergencia (sic) en
el que se alude a los paramilitares como una rueda suelta, que en el escenario
de la guerra interna colombiana, giraba sin control.
En el texto se señala que,
“La
sociedad debe estar vigilante para
evitar que el Estado se deslice por esa vía y más bien haga lo que esté a su
alcance con el fin de impedir que los paramilitares se embarquen por cuenta
suya en los oficios ‘sucios’ de la guerra”[32].
Alude el periódico bogotano a un hecho
con el que se identificaba y se justificaba
el accionar de los paramilitares, en especial cuando se trataba de
operar en connivencia con miembros del ejército nacional: ¿quién hace el
trabajo sucio? La respuesta era evidente: los paramilitares. El miedo a las
investigaciones de la Procuraduría General de la Nación, en parte, motivó la
búsqueda de estas fuerzas paralelas, para enfrentar no sólo a las guerrillas,
sino a todos aquellos grupos humanos opositores al régimen político,
circunstancia ésta que los acercaba ideológicamente con las guerrillas, de allí
la necesidad de eliminarlos.
En el editorial ‘Cambiamos o nos cambian’
(sic), del martes 12 de marzo de 2002 se alude al fenómeno multifactorial de la
siguiente manera:
“Salvo
algunos indicios alentadores y unas preocupantes declaraciones de
paramilitares, el resultado de las elecciones
del domingo pone de una vez más de presente la imperiosa necesidad de una drástica reforma de la manera de hacer política en Colombia. Y el nuevo
congreso no da la impresión de ser el instrumento idóneo para ello… Es notable y muy grave por sus
implicaciones, el parte de victoria del jefe paramilitar Salvatore Mancuso,
según el cual la meta original de lograr en el Congreso 35% de candidatos de las <> de las
autodefensas habría sido <>>. Sería
interesante conocer la lista, pues de confirmarse, este sería el gran hecho
político de la elección del 10 de marzo y una patada al tablero que pondría a
muchos en aprietos. Con buena parte del electorado partidaria de la guerra
a secas y un tercio del parlamento eventualmente favorable a los ‘paras’, el futuro
del país pintaría color de hormiga…”[33].
Nótese el tono y la postura editorial asumida en lo
expresado en las frases subrayadas. Estamos ante un evidente reduccionismo de
un fenómeno complejo y en particular de un hecho que significó la cooptación
del Congreso, entre otras instituciones del Estado colombiano, por parte del
paramilitarismo.
EL TIEMPO reduce un hecho político, la penetración y
cooptación del 35% del Congreso, a un asunto mediático, a un hecho noticioso, a
un mero escándalo. Estamos, nuevamente, ante un ejercicio propio de la para-doxa, que poco a poco hizo carrera
en las tribunas de opinión aquí reseñadas.
No dimensiona el editorial lo que significa que un
porcentaje importante del Legislativo esté en manos del paramilitarismo o esté
allí para salvaguardar los intereses de los paramilitares y de quienes apoyan,
desde la sociedad civil, las acciones económicas, sociales y culturales de un
complejo actor armado.
Y por esa vía, el editorial de EL TIEMPO minimiza los
impactos de un fenómeno militar, político, económico y sociocultural, que nació
y creció con el apoyo de sectores productivos (ganaderos, cañicultores y
propietarios de proyectos agroindustriales, entre otros) y lo más grave, con la
anuencia de amplios sectores de organismos de seguridad y de la fuerza pública.
Con la derechización del país y de la opinión pública
hubo dos efectos claros: el primero, la entronización del fenómeno paramilitar
y su legitimación en sectores societales; y el segundo, que poderosas y
diversas élites conservadoras de Colombia no sólo llevaron a Uribe Vélez a la
Presidencia, sino que validaron su discurso guerrerista, estigmatizador, polarizador y por ende, la persecución a
aquellos detractores y críticos de un régimen que violentó la institucionalidad
y sometió principios democráticos a los máximos intereses del Estado,
representados casi de manera exclusiva en la persona del entonces presidente
Uribe Vélez. Al final, esas mismas élites lo convirtieron en una figura
irremplazable, de allí que se lograra cambiar la Constitución para beneficiarlo
a él y a su proyecto político de derecha.
De esta forma describía el escenario político
colombiano el columnista D’Artagnan, en su columna titulada ¡Viva la derechización! (sic),
publicada el 13 de marzo de 2002.
“Hay
motivos- incluso argumentos- para explicar la derechización del país. Unos se
requeteconocen, como el hecho de que las Farc, además de seguir haciendo de las
suyas, amenazan con intensificar el conflicto, desde el punto de vista militar.
Lo que más sorprende, sin embargo, es que a la gente ya no sólo no le da
pena ser <>, sino
que incluso algunos sectores – y no pocos – son cada vez más indisimuladamente
complacientes con aquellas fuerzas, aun al margen de la ley, que verdaderamente
representan la extrema derecha… La verdad verdadera es que los colombianos- buena parte, no
todos- consideran de algún modo que los
paramilitares son un grupo terrorista un poco (o un mucho) <>
que los guerrilleros de las Farc. ¡Esto puede resultar aterrador, pero es
así! Y las razones habría que atribuirlas, básicamente, a dos hechos: uno,
mientras las Farc son juzgadas internacionalmente como terroristas, como
narcoguerrilla y, por si fuera poco,
como comunistas, los ‘paras’ en cambio no se meten con el gran capital
ni mucho menos son marxistas. Y hay otro hecho: la estrategia de los ‘paracos’
de alguna manera reciente ha sido más hábil e inteligente que la de los
‘farcos’. Aquellos, en efecto, han dejado de ejecutar sus escandalosas
masacres y ahora son más
selectivos. Sólo que sus asesinatos –ya
individualizados- no aparecen
registrados en los medios. En
tanto que las Farc siguen con sus arremetidas contra pueblos y comunidades,
apelando a los famosos cilindros y minas
quiebrapatas, es decir, sus acciones violentas continúan siendo más sonoras.
Para mal. Por eso aquí ya no pasa nada cuando alguien como Juan Camilo Restrepo
advierte -preocupado- que los paramilitares han crecido en un 70 por ciento en los últimos años
(mientras que las Farc en un 37 por ciento)… ”[34].
La lectura que hace el columnista Roberto Posada
García-Peña (qepd) es el reconocimiento de lo que significaba, significó y
significa aún para muchos colombianos el paramilitarismo. Las cercanías, los
afectos extendidos hacia este fenómeno y las redes de cooperación tejidas en
torno a garantizar el aplacamiento de las guerrillas, tuvieron su máxima
expresión social y política en los dos mandatos de Uribe Vélez.
Columnistas y editoriales se limitaban a registrar los
hechos y las evidencias de la penetración paramilitar en la sociedad, en la
economía y en general en el Estado colombianos, pero no se atrevían a exponer
el significativo daño que el fenómeno paramilitar le hizo a una sociedad que se
ha formado bajo la sombra de un Estado precario, en lo moral y en lo
institucional. Una forma sutil de hacer para-doxa.
Sobre este último asunto alude el editorial de EL
TIEMPO del domingo 17 de marzo de 2002, intitulado La verdadera crisis
(sic). En un complejo y enrarecido escenario electoral, en el editorial se
señala que:
“La
campaña actual debe constituirse en un gran debate sobre la manera de hacer
política, y sin duda quienes muestren -
con sus actos tanto como con sus
propuestas – los argumentos más sólidos, van a ganar puntos en la competencia.
Lo importante es que el sucesor de Andrés Pastrana llegue con un mandato claro
y contundente, que le permita actuar por encima de tantos intereses creados. Sobre
todo cuando las sombras que se ciernen sobre el Congreso se oscurecen aún más
ante las versiones de que el paramilitarismo
puso en marcha una habilidosa estrategia para influir en su composición.
Denuncias que deberían estudiarse a fondo, y precisarse en su magnitud, pero
que de cualquier manera son un aporte adicional
al desprestigio de los partidos,
del Poder Legislativo y de la política misma. Y existen demasiadas experiencias, en países
cercanos a Colombia, que demuestran que la falta de legitimidad de las
instituciones - es decir, la crisis de
credibilidad y acatamiento – es un campo fértil para el autoritarismo
desbordado”[35].
El escenario electoral de 2002 se hizo aún más
complejo cuando desde sectores críticos del Establecimiento veían como un
peligro el ascenso vertiginoso en las encuestas de opinión del entonces
candidato Álvaro Uribe Vélez. Su discurso guerrerista y su carácter
confrontador empezaban a calar en las conciencias de millones de colombianos
que, cansados del ineficaz discurso de la paz que promulgó Pastrana por más de
tres años, veían que un proyecto de mano fuerte, de derecha, podría servir para
sacar adelante al país, para solucionar el problema más importante: la
existencia de las guerrillas.
Al tiempo en el que la campaña de Uribe Vélez tomaba
fuerza electoral, voces críticas del ex gobernador de Antioquia intentaban
llamar la atención de los colombianos al señalarlo como el candidato afecto de
los paramilitares.
Pero la timidez de periodistas, columnistas y
editorialistas colombianos frente a esta histórica insinuación, contrastaba con
las posturas confrontadoras y críticas asumidas por periodistas de diarios
extranjeros, que aseguraban que Uribe era el candidato de los grupos
paramilitares[36].
Insisto en que en los espacios de opinión se abordaba
el tema de la penetración paramilitar en el Legislativo, pero ello no alcanzaba
para movilizar al país en torno a un necesario y esperado rechazo hacia un
fenómeno cuyos impactos negativos en la sociedad y en el Estado colombianos aún
no hemos evaluado y dimensionado su magnitud.
Igualmente, se recogían las insinuaciones que
señalaban que Uribe era el candidato cercano a los paramilitares y se esperaba
de él un rechazo no sólo a dicha versión, sino a aquellos congresistas que
habían sido elegidos con la ayuda de los jefes paramilitares. Lo primero se
logró, pues Uribe, con su fuerte carácter y habilidad discursiva evadió
preguntas y situaciones en las que su nombre, el de su hermano Santiago Uribe[37]
y el de su propio padre, Alberto Uribe Sierra, salían a relucir a propósito de
actividades de narcotráfico y paramilitarismo.
Y respecto a lo segundo, Uribe jamás rechazó apoyo
alguno de los congresistas directamente relacionados con el paramilitarismo. Su
pragmatismo político fue de tal dimensión que le dijo a la bancada uribista,
cuando se desató el escándalo de la parapolítica, “mientras los meten a la cárcel, voten los proyectos del gobierno”
(sic).
En Elegir y revocar (sic), el
columnista Francisco Santos[38]
hace referencia del Congreso que por esos días los colombianos elegirían. En el
texto, el periodista señala:
“Lamento
ser aguafiestas del paseo, pero lo cierto es que el Congreso que vamos a elegir
va a ser aún peor que el ahora tenemos. Va a ser, con algunas excepciones, un
Congreso al servicio de los caciques políticos tradicionales, de los ‘narcos’ y
de los paramilitares… Pero tener un Congreso como este no cuestiona la
legitimidad de la democracia colombiana…Otra cosa es que en el ansia reformista
se nos olvidó de que vivimos en Colombia, y el deseo de acabar con los partidos
tradicionales llevó a algo aún peor, la atomización de la política, que deja
Congresos como el que termina y como el que llega, que esperamos que Uribe
revoque tras una reforma política profunda”[39].
Santos recoge, como otros, lo que ya el país por esta
época reconocía sin mayores asombros: la penetración del paramilitarismo en la
política nacional y en el legislativo. Llama la atención, eso sí, la esperanza
que el columnista guarda de que Uribe, al llegar a la presidencia, que daba por
descontada el propio Santos, revocara el mandato del recién elegido Congreso.
Como está ya registrado en la historia, Uribe no sólo no revocó el Congreso
elegido en 2002, sino que legisló con ese 35% de congresistas, puestos en sus
curules por la presión amada ejercida por los líderes de las AUC, a lo largo y
ancho del país, en especial en municipios, pueblos y veredas de la costa
Atlántica.
Regresemos a algunos días de este registro. En la
edición impresa de EL TIEMPO, del 01 de marzo de 2002, se publicó la columna de
Armando Benedetti Jimeno, Uribe y lo paramilitar (sic).
Nuevamente en un espacio de opinión mediático se habla del fenómeno paramilitar
en Colombia y se reconoce la penetración en las instituciones del Estado y en
general en la sociedad colombiana, a través de una especie de mea culpa que el columnista expone, sin
que entre en el ejercicio de entregar razones objetivas.
En el texto de opinión Benedetti señala lo siguiente:
“Lo
paramilitar no es nuevo en Colombia. El siglo XIX y sus incontables guerras
entre ejércitos no regulares es un siglo
paramilitar…Todos hemos sido permisivos, antes o ahora con el fenómeno. Por comodidad, por la falsa
ajenidad de la guerra, por lucro indebido, o porque la guerrilla hacía lo
mismo. en medio de las lógicas perversas del conflicto nos fue pareciendo
normal que los guardianes, celadores, vigilantes, guardaespaldas y todo ese
formidable ejército de la seguridad
privada hicieran tránsito hacia el crimen. Como era de esperarse, las diversas
formas de organización militar terminaron entrecruzadas. Los nexos entre
miembros de las fuerzas de seguridad del Estado y las autodefensas se
prodigaron… No obstante todo eso, el tema paramilitar, por un miedo
comprensible y el desenfado con el cual los colombianos escapamos de lo
insoportable, estaba reducido a los ámbitos de la academia. Un tópico, apenas
un tópico, subterráneo, susurrante, de exilio. Pero desde unas semanas lo
paramilitar amenaza con copar el debate presidencial. No porque súbitamente los
candidatos hayan iniciado una reflexión seria sobre el asunto, sino por unos
incidentes de Uribe con la revista Newsweek y las referencias vedadas que sus
adversarios hacen de ese incidente, a la manera de una insinuación inaudible.
Tal vez llegó la hora de preguntarse en público: ¿Es Uribe afecto a lo
paramilitar? O al revés: ¿Es Uribe preferido por los paramilitares? Digásmolo
claramente: Uribe no es paramilitar. Al menos yo no lo creo, como tampoco
creo que tenga ninguna clase de vínculos con estas organizaciones. Creo,
además, que las explicaciones de Uribe al respecto, casi tan esquemáticas como
los interrogantes y las alusiones, son, por eso, suficientes… Si Uribe es el
Presidente, como lo señalan las encuestas, conviene hacer transparencia sobre
unas consejas callejeras capaces de adquirir peligrosa entidad. Así lo reclaman
la vapuleada imagen internacional del país, su fragilidad institucional, su
viabilidad como país y la legitimidad del eventual gobierno de Uribe”[40].
Rescatable
que el columnista exponga el tema del paramilitarismo en un escenario electoral
como el que se vivió en 2002, en el que la apuesta por la guerra, constituía el
camino que remplazaría la opción de la paz negociada, que cayó en desgracia
ante la opinión pública nacional, por cuenta del fallido proceso de paz llevado
a cabo entre el Gobierno de Pastrana y las Farc.
Dicho
contexto electoral era previo al unanimismo[41]
ideológico, político y mediático que luego se consolidaría en las dos
administraciones de Uribe Vélez, con el concurso de los medios masivos, y por
supuesto, de las tribunas de opinión de diarios como ELTIEMPO y como EL ESPECTADOR.
Defensores
y detractores de Uribe Vélez aparecían en los espacios de opinión, bien para
hacer eco de los señalamientos que lo involucraban con el paramilitarismo, o
por el contrario, para defender su obra y trayectoria política.
En la
misma orilla ideológica de Benedetti y con la misma postura de defender a
Uribe, Juan Lozano, en su columna Por el juego limpio (sic), señala en
la bajada o sumario[42], que “colgarles la lápida de amigos de los ‘paras’ a todos los uribistas es
tan irresponsable y peligroso como lo sería acusar de proguerrilleros a
serpistas y luchistas”.
“…El amplio favoritismo de Álvaro Uribe a
nivel nacional no se debe a la promoción
de las Auc. Que nadie se engañe ni se deje engañar. Se debe a la
proyección de sus condiciones personales, a su discurso reformador, y se debe,
claro está, a los abusos que se cometieron en la zona de despeje, a los
desafueros que se escudaron en el proceso de paz con las Farc a la sangrienta
ofensiva desatada tras la ruptura del proceso. Sostener lo contrario equivale a
manchar de dudas injustas la libre decisión de millones de colombianos buenos
que, alejados de cualquier presión de las autodefensas, han optado desde ya
por acompañar la candidatura de Uribe”[43].
El
martes 09 de marzo de 2002 se registra la editorial No a las trincheras
(sic). En dicho texto, EL TIEMPO expone el complejo ambiente electoral que se
vivía por aquella época, ante las presiones que los paramilitares ejercían
sobre los votantes, en la búsqueda de llevar a la presidencia al candidato que
mejor representaba los intereses económicos y políticos de un fenómeno que,
como el paramilitarismo, que ya penetraba varias esferas de la sociedad
colombiana y del Estado.
En la
columna editorial se lee lo siguiente:
“Horacio Serpa denunció ayer ante la
Fiscalía la <> de los grupos
armados y el narcotráfico en el debate electoral y afirmó que los paramilitares presionan a la
gente para que vote por Álvaro Uribe . La campaña de Serpa, además, afirma
que los paramilitares le impiden a su candidato visitar algunas regiones del país y solo dejan pegar
carteles de un candidato”[44].
En
la tribuna de D’Artagnan, titulada Al oído de Pacho (sic) el columnista alude al manejo, al parecer
equivocado, de las relaciones con la prensa internacional, que la campaña de
Uribe venía haciendo.
En
sus propias palabras, señala lo siguiente:
“Qué torpe
ha sido la campaña de Uribe en relación con este tipo de manejos, pues,
aun en la circunstancia de que este fuera elegido Presidente, esos
corresponsales no van a cesar en hacerle
la vida imposible a su eventual gobierno, cuestionándolo, con perturbadoras
consecuencias no apenas perjudiciales para el gobernante, sino para el país”[45].
En
cuanto a la muerte del locutor Juan Carlos Gómez Díez, asesinado por
paramilitares, el columnista bogotano señala:
“…No porque la campaña del candidato - y mucho
menos Uribe - sean los responsables de este homicidio. No. Sino justamente por
las versiones que existen en el sentido
de que hay sectores paramilitares que apoyan a Uribe y, para determinados
núcleos de la opinión, este no ha sido lo suficientemente contundente en
condenar tales manifestaciones”[46].
Sobre
la última idea subrayada, hay que decir que esa misma sensación se extendió, lo
que poco a poco fue acercando a Uribe, por lo menos ideológicamente, al actuar
criminal de los paramilitares.
En
un crispado y polarizado ambiente electoral, las tribunas de opinión de EL
TIEMPO exhibían elementos de dicha coyuntura, sin que ello diera para
enfrentamientos entre columnistas. Pero sí quedaban en claro las simpatías que
varios columnistas del diario bogotano sentían por el entonces candidato Álvaro
Uribe Vélez y se soslayo, esos mismos columnistas, terminaron exhibiendo una
actitud cercana a la para-doxa.
Lucy
Nieto de Samper expuso, con claridad y con algo de ingenuidad, sus simpatías
por Uribe, eso sí, sin llegar a convertirse en lisonjera de quien ostentaría el
poder por ocho años.
Dice
la columnista, en su texto intitulado Entre indiferentes y precavidos (sic),
que:
“Ante tantos desastres, la protesta de la
ciudadanía no ha sido muy enérgica. La reacción nacional ha sido débil… Así,
sin mayores reacciones, prosiguen las campañas por TV y en recintos cerrados.
Pero en vez de apaciguar los ánimos, algunos candidatos insisten en atizar el
fuego y en tergiversar lo que dicen sus contendores. Y es Uribe, el ganador, el
que está entre ojos. Serpa lo signó como predilecto de los ‘paras’. También le
atribuyen declaraciones que no ha hecho o tergiversan sus propuestas. Por decir
que a los violentos hay que enfrentarlos con autoridad y decisión, lo acusan de
instigador de una guerra total. Esa es un política falsa y equivocada, muy
peligrosa en este ambiente cargado de violencia”[47].
En la columna Paramentarismo (sic), de Carlos
Lemos Simmonds, del 25 de marzo de 2002, se lee lo siguiente:
“…Es
evidente que al mejor estilo fascista, con un pie en la guerra y el otro en la
legalidad, los paramilitares se preparan para el asalto al poder. El
Parlamento será su zona de distensión. Desde ahí comenzarán su operación
envolvente hacia el poder judicial y hacia el ejecutivo, en cuya elección
buscarán influir, como lo hicieron las Farc con Pastrana cuatro años atráS…Las
soluciones que se proponen para neutralizar el riesgo son de una candorosa
severidad. En el debate entre los candidatos se sugirió la revocatoria del
Congreso como fórmula para cerrarle el paso a su paramilitarización”[48].
Más evidencias para una adormecida,
ahistórica, manipulable y manipulada opinión pública de que el fenómeno
paramilitar llegó hasta las entrañas del Estado, que aceptaba, sin mayores
prevenciones, lo que ya las encuestas daban como un seguro resultado electoral:
la llegada de Uribe Vélez al poder.
El
reconocido uribista y defensor de la obra de Uribe Vélez, Alfredo Rangel Suárez
dice en su columna del 26 de marzo de 2002, titulada Terrorismo electoral (sic),
que:
“…el amedrentamiento armado contra los
electores no se puede meter en el mismo saco que los incontables atentados
contra la vida del candidato virtualmente ganador de las elecciones… Por ello,
importa de manera crítica quién será el próximo Jefe del Estado. Esto no
significa, claro está, de ninguna
manera, que el apoyo que los ‘paras’ le dan a Uribe lo convierta en su
vocero ni que el veto de los ‘paras’ contra Serpa y el de las Farc contra
Uribe, conviertan a Serpa en representante de la guerrilla. Más bien, por el
contrario, y paradójicamente, podríamos decir que Uribe es víctima del apoyo de
los paramilitares”[49].
Por
la época en la que Rangel Suárez salía a defender a Uribe, los imaginarios
colectivos e individuales reproducían la idea de que efectivamente el país
asistía a unas elecciones claves, en la medida en que si el ganador era Uribe
Vélez, con dicha opción política se produciría un quiebre histórico, en
especial en lo que concernía al orden público.
Con ese
quiebre[50]
se pretendía cambiar radicalmente el país, porque se reconocía, antes, durante
y después del escenario electoral de 2002, que en Colombia no se han dado rupturas capaces
de generar cambios sustanciales en las formas ‘aceptadas’ de hacer política, y
en aquellas que tradicionalmente han impedido que la acción estatal alcance y le dé la legitimidad al
establecimiento y al régimen político.
La sensación de estancamiento
y de involución por la presencia otoñal de unas guerrillas[51] con la aparente
falta de un proyecto político, alimentó por décadas expresiones políticas propias
de una democracia débil y de una nación fragmentada: altos índices de
abstención en los eventos electorales[52],
polarización política, clientelismo y empobrecimiento de la discusión pública
de asuntos públicos, dada la efectiva mediación informativa-noticiosa de unos
medios de comunicación articulados más a los intereses económicos
corporativos, que a la función vigilante
de la cosa pública y a los intereses de las audiencias.
Ante un ‘permanente
cambiar para que todo siga igual’, como máxima expresión de dicho
estancamiento y ante el estruendoso fracaso de los diálogos de paz entre las
Farc y el Gobierno de Pastrana (1998- 2002),
los colombianos asistían a un evento electoral para buscar el líder
político capaz de romper con un mal histórico que Daniel Pécaut señaló en su
momento como “… la eterna compañía del
Frente Nacional”[53].
Por supuesto que ese líder
era Álvaro Uribe Vélez, quien con todo y señalamientos tanto por el apoyo
recibido por los paramilitares, como por su ‘simpatía’ ideológica con el
paramilitarismo, logró llegar al poder con abrumadora ventaja sobre su
inmediato competidor, y luego, ante un manejo efectivo de los medios masivos de
comunicación y de la llamada opinión pública, modificó la Constitución para su
beneficio y así mantenerse en el poder por cuatro años más, a través de la
reelección inmediata. Por ese camino, y
ante la insepulta presencia del bipartidismo[54],
Uribe Vélez recuperaría y refundaría la univocidad y el talante excluyente y
cooptante del viejo Frente Nacional, sostenido ahora en una especie de
capitalismo de camarilla[55], así como en la
fantasía creada en los ochos años de gobierno, alrededor de la idea de un
Estado de opinión, como estadio superior del Estado social de derecho.
No era poco,
entonces, lo que se jugaba el país en 2002 y ello debía reflejarse en los
espacios de opinión de un diario con pretensiones de ser nacional, como EL TIEMPO.
De ello dio cuenta
Pedro Medellín Torres, quien en su texto de opinión titulado Rodando
cuesta abajo (sic) describe el enrarecido y violento escenario
electoral de 2002 y se queja de que la intemperancia política haya llegado a
los espacios de opinión mediáticos.
En la columna de
Medellín Torres se lee:
“El cruce de acusaciones entre los candidatos
presidenciales y la ligereza de sus cuestionamientos han minado la ilusión de
tener un gobernante con la ponderación, capacidad y el margen de maniobra suficiente para enfrentar y resolver la crisis del país. En un escenario en que la degradación de las instituciones políticas obligó a los
electores a buscar un líder antes que un proyecto político, los votantes no
sólo han sido sometidos al vértigo de
los señalamientos y las dudas entre los candidatos, sino a la angustia de ver cómo se cuestiona la institucionalidad
en la que ellos mismos están basando sus
propuestas… Las tensiones se han
irradiado hacia las campañas. Los columnistas – amigos y enemigos- han
servido de desaguadero privilegiado para
esparcir el mismo el encono a la sociedad. Basta ver la intolerancia de los
uribistas para señalar a los serpistas y a los noemicistas…”[56].
La
periodista y columnista Salud Hernández-Mora en su habitual espacio en EL
TIEMPO, titula su columna del 26 de mayo[57]
de 2002[58],
Crímenes
disfrazados de errores (sic). En ella defiende con decisión a las
fuerzas armadas de Colombia.
De
esta manera lo hace la columnista:
“Las Fuerzas Armadas pueden ser ineficaces,
pero no asesinas. Desde luego que aún existen casos de connivencia con las
Auc, pero no como política sino como respuesta precisamente a esa ineficacia y
ausencia de Estado. Muchos soldados y oficiales medios piensan como
buena parte de sus compatriotas: siquiera existen las Auc para frenar a la
guerrilla. Así de sencillo y así de triste”[59].
La
idea que subrayo del texto de opinión de la columnista Salud Hernández-Mora
tiene dos partes. En la primera, la columnista, de alguna manera, justifica el
contubernio existente entre militares y paramilitares y lo hace, apoyada en la
situación de precariedad del Estado colombiano. En la segunda parte, la
columnista hace referencia a una idea que hizo carrera en los imaginarios
colectivos e individuales de la opinión pública nacional, lo que terminó
legitimando el accionar militar y político de las Autodefensas Unidas de
Colombia.
Convertida
esa idea en imaginario colectivo, sirvió a un claro propósito: ocultar los
reales objetivos, consecuencias y objetivos del paramilitarismo como fenómeno
social, económico, cultural y político. Si bien fuerzas armadas y AUC combatían
juntos a los frentes guerrilleros, ello no significa que realmente los
paramilitares sirvieran exclusivamente para cumplir la tarea de frenar el
avance de la guerrilla. Más bien, con la violencia armada ejercida por los
paramilitares, lo que se aseguró fue el desplazamiento de millones de
colombianos y el aniquilamiento sistemático de centenares de colombianos, así
como la apropiación de extensos territorios para poner en marcha proyectos
agroindustriales; y con las actividades de penetración política puestas en
marcha por los líderes paramilitares, se logró la cooptación del Estado.
De
esta forma, la columnista de origen español y nacionalizada colombiana,
coadyuvó, con su pluma, a diseminar una idea[60]
equívoca, pero estratégica, que al final sirvió para que los líderes paramilitares,
en contubernio con agentes del Estado y con el apoyo político-mediático de la para doxa, lograran ocultar la real
dimensión y los alcances del fenómeno paramilitar.
Ya
he hecho referencia a la importancia y al valor que tienen los editoriales de
los diarios. No hay porqué insistir en ello. Pero hay oportunidades en los que
los lectores se encuentran con editoriales desafortunados como quiera que traen
un mensaje macartizante hacia
ciudadanos que asumen posturas previamente descalificadas.
Es
el caso del editorial de ELTIEMPO del 26 de mayo de 2002, intitulado El
delito de la indiferencia (sic), en el que el diario bogotano califica
la indiferencia electoral y política como delito. Olvida el editorialista que
la indiferencia puede resultar de una postura consciente de un grupo de
ciudadanos, cansado de promesas electorales y de un ejercicio perverso de la
política, circunstancias estas desarrolladas a menudo en el contexto
colombiano, en especial en el contexto electoral de 2002, en el que actores
armados ilegales, guerrillas y paramilitares, presionaban a los electores para
votar en un sentido o en otro.
“Si hay algún país del mundo donde votar sea
un inenarrable privilegio, es el nuestro. Ha sido demasiado difícil y costoso llegar a esta elección como para quedarse de
brazos cruzados. La indiferencia ante una prueba democrática como la de hoy
es poco menos que un delito de lesa
patria. Y en la crítica situación que vive el país, cada voto tiene una
trascendencia que nos supera a cada uno
de los electores por separado. Es todo un programa”[61].
En
la columna titulada Los nuevos fundamentalismos (sic), Oscar Collazos alude a la
fuerte polarización que se vivía en el escenario electoral de 2002, que se
soportaba, de muchas maneras, en los sucesos del 11/9 en los Estados Unidos de
Norteamérica. Y es claro que Uribe, al
llegar a la Presidencia, apeló a los nuevos elementos de la doctrina de
seguridad nacional de los Estados Unidos, surgidos posterior a los ataques del
11 de septiembre, para exacerbar la polarización e insistir en el miedo
societal, para imponer su discurso guerrerista y abiertamente intolerante[62].
Al
respecto, el columnista señala:
“…
Aquí también se ha estado inventando un
<>. <> es quien disiente. Aquí
también se ha empezado a inventar una <>. Se está con el Estado
o se está contra él, ha empezado ha decirse en un intento por impedir la reflexión y el disentimiento…
Se ha llegado a señalar como <> a quienes
han exigido que los primeros en respetar esos derechos sean los agentes del
Estado …”[63].
En
la página 1-15 de EL TIEMPO, en su edición del 22 de julio de 2002, se edita la
columna del politólogo Eduardo Pizarro Leongómez, titulada Autodefensas y Rondas Campesinas (sic).
En ella, el columnista explica el arraigo sociocultural de las Rondas
Campesinas peruanas y a partir de ese elemento, hace la distinción de los
grupos contrainsurgentes que nacieron en los conflictos de América Central y
por supuesto, de los grupos de autodefensa surgidos en Colombia. El ejercicio
analítico de Pizarro se da en un momento en el que Carlos Castaño anunciaba su
dimisión al cargo de jefe político de las AUC.
El
columnista reconoce, de esta manera, las diferencias planteadas entre las
apuestas contrainsurgentes:
“…Las rondas campesinas eran una
institución con fuertes raíces
culturales y autocontrol comunitario. Desde tiempos inmemoriales, las
comunidades incaicas utilizaban las rondas como un instrumento de
autoprotección de las comunidades… En Colombia, la experiencia de constituir
grupos privados en apoyo a las acciones
contrainsurgentes del Estado no ha sido positiva. Desde las guerrillas de paz
(<>) en la época de la violencia a las
Cooperativas de Seguridad Rural en años
recientes, la experiencia ha sido un grave error, pues a diferencia del Perú,
no hay raíces culturales ni autocontrol comunitario. Son Frankenstein que, una
vez creados, nadie sabe cómo devolverlos al laboratorio ”[64].
La
actitud colaborativa que en lo consecutivo el gobierno de Uribe Vélez le
exigiría a los civiles, dio pie para que dos columnistas dedicaran sus espacios
al espinoso asunto. Tanto Andrés Villamizar, como Ana Teresa Bernal, aludieron
a la propuesta de Uribe Vélez de conformar grupos de civiles que apoyaran las
labores de las fuerzas armadas. Desde orillas ideológicas disímiles, Villamizar
y Bernal, en tiempos editoriales distintos, expusieron sus argumentos, el
primero para legitimar y apoyar la iniciativa presidencial, y la segunda, para
rechazarla de plano.
Incluyo
apartes de las dos columnas publicadas en EL TIEMPO porque la propuesta
gubernamental no sólo involucra a los civiles en el conflicto, sino que paramilitarizaba los valores ciudadanos,
en la medida en que la autodefensa se estaba convirtiendo en un máximo valor
civil con el que, además de naturalizar
la debilidad del Estado en materia de asegurar la vida de sus asociados, pone
en crisis la solidaridad y la cohesión social comunitaria, a través de una
población civil que se vigila así misma y que duda entre sí, en especial
alrededor de aquellas posturas y actitudes proclives a criticar la incapacidad
del Estado y en general, la de las autoridades para controlar el crimen y
someter a los grupos armados ilegales.
Propuestas
como la de crear una red de informantes (conocidas como red de sapos) de la que
hicieran parte ciudadanos y estudiantes universitarios, así como la de reclutar
soldados campesinos de medio tiempo, daban cuenta de la entronización de los
valores del paramilitarismo, a través de la cooptación de civiles para que
defendieran la causa estatal, pero en particular, la de Uribe Vélez, sustentada
en la decisión personal de atacar a las Farc, para vengar la muerte de su
padre.
En
¿Armar
a los civiles? (sic), el columnista Andrés Villamizar señala lo
siguiente:
“El presidente electo, Álvaro Uribe Vélez, ha
manifestado su decisión de organizar a un <>
para que colaboren con los organismos de seguridad y suministren cualquier
información que sirva para evitar secuestros, pescas milagrosas o atentados
terroristas. Los detalles de esta propuesta aún no han sido definidos, pero una
cosa está clara: el denunciar actividades sospechosas es una obligación de
todos los ciudadanos de bien. El millón de civiles sería apenas el
núcleo central de la colaboración civil con la Fuerza Pública…Es necesario darles
a los ciudadanos de bien herramientas para que puedan defenderse y, de
paso, contribuyan a salvar el orden democrático de las garras de los grupos
terroristas tanto de izquierda como de derecha. Olvidémonos de que algún
ciudadano puede permanecer <> en esta lucha ”[65].
Estamos
ante un discurso y una postura pro autodefensa y proto paramilitar que no sólo
anula la condición civil, sino que macartiza
a quienes por razones políticas o ideológicas se abstienen de participar de
actividades de inteligencia o de vigilancia, cuyo objetivo es apoyar a las
instituciones del Estado. Además, armar civiles viola el derecho internacional
humanitario, lo que sin duda abocaría al Estado colombiano a acumular más
sanciones morales, políticas y económicas por cuenta de la violación de los
derechos humanos, a través del involucramiento de civiles en el conflicto
armado interno.
Olvida
el columnista lo que sucedió con varias Convivir, creadas en el gobierno de
César Gaviria Trujillo, en especial dos de las que creó Uribe Vélez en su
condición de gobernador de Antioquia, que terminaron apoyando labores
criminales de los paramilitares.
Mientras
tanto, desde una orilla distinta, Ana Teresa Bernal, en el texto Por
la vía de la vida (sic), sostiene que:
“Nuestro
papel no es empuñar las armas, pues nos estaríamos convirtiendo en parte del
conflicto. Por eso le pedimos al presidente Uribe que no nos arme, puesto que
en las democracias reales el único actor que tiene derecho a poseer el
monopolio de las armas es el Estado. Un
principio elemental que se enseña en cualquier facultad de derecho y de política. Al estar armados, los derechos
no nos protegen, porque nos estaríamos convirtiendo en parte del conflicto…”[66].
Para
el mes de diciembre de 2002 el país político y mediático se ocupaba del
escenario de paz que abrió Uribe con las AUC, y que implicaba la revisión del
marco jurídico (Ley 418 de 1997) en la perspectiva de asegurar las condiciones
para una negociación con los paramilitares, partiendo del no reconocimiento de su
estatus político[67].
EL TIEMPO, en su editorial del 01 de diciembre
de 2002 se preguntaba, desde el título, ¿Diálogo con los ‘paras’? (sic). Ya
en el texto, EL TIEMPO señala lo siguiente:
“El reconocimiento del presidente Uribe de
los contactos con las autodefensas fue recibido con un innegable compás de
espera. El hecho, que en otras circunstancias políticas habría sido muy
controvertido, se hace más digerible por los altos niveles de aceptación que
tiene un gobierno en plena luna de miel, por el protagonismo de la Iglesia,
una de las instituciones de mayor credibilidad y por una aún tímida comprensión
del fenómeno por parte de algunos actores internacionales… En esa misma
dirección apuntan los avances del Congreso en la aprobación de la prórroga de la
ley 418… y la omisión del estatus político como requisito previo a una
negociación. Una exigencia que en el caso de los ‘paras’ resultado demasiado
polémica por su tenebrosa historia de prácticas atroces y porque sus crímenes
difícilmente califican como delitos políticos. Pero es útil quitar de en medio
este formalismo que desconoce el evidente crecimiento político de las
autodefensas- reconocido incluso por sectores de izquierda- y su vinculación
en muchos casos con entidades legales que los representan en las esferas
públicas”.
Dos
asuntos hay que mirar en este editorial. El primero, que EL TIEMPO avala, desde
su postura editorial, los acercamientos entre el Gobierno de Uribe y los
paramilitares, con miras a un diálogo de paz. Y lo hace, entre otros elementos,
destacando la luna de miel y los
altos niveles de aceptación de dicho gobierno, que finalmente sirvieron para
consolidar el unanimismo mediático, ideológico y político con el gobernó Uribe
a Colombia desde 2002, hasta el 2010.
Y
el segundo asunto, tiene que ver con la discusión de si a los paramilitares se
les debía reconocer o no estatus político. El reconocimiento de dicho carácter
se torna espinoso no sólo por lo que EL TIEMPO señala en términos de la
comisión de delitos de lesa humanidad (prácticas genocidas, masacres y
desplazamiento forzoso, entre otros), o por la vinculación con entidades
legales, sino porque detrás del aparato criminal de las AUC estaban actores de
la sociedad civil y de la sociedad en
general (empresarios, gremios económicos, élites regionales, grupos de interés
y partidos políticos, entre otros), así como actores políticos y económicos
internacionales, interesados en mantener el orden social y político en
Colombia, a pesar de su evidente ilegitimidad y precariedad.
Llama
la atención que EL TIEMPO se cuida de nombrar o señalar entidades comprometidas
con la causa paramilitar. Apela a lo que en líneas atrás señalé como ‘universales’. Habla el editorial de ‘entidades legales’. ¿Cuáles son esas
entidades legales que los representan en esferas públicas? ¿No las sabía a
estas alturas el diario bogotano, o estaba ocultando información? ¿Por qué la
cautela?
Termina
este registro y análisis de editoriales y columnas de opinión que abordaran el
tema del paramilitarismo, en las que fuera posible, con mediana claridad, qué
pensaban, editorialistas y columnistas, de dicho fenómeno, con el texto de Juan
Camilo Restrepo, titulado ‘Tierras sin hombres y hombres sin tierras’
(sic). De la columna destaco lo siguiente:
“…
El tema de los paramilitares está
profundamente vinculado a este problema (agrario). En los tiempos recientes, el
mayor proceso de desalojo indebido de los campesinos es obra de la acción
intimidatoria y delictuosa de los paramilitares. Muchísima de la tierra productiva
que se acaparado en el país es el resultado de la coacción despiadada que han
impuesto las autodefensas durante la última década. Han actuado como verdaderos
señores de horca y cuchillo en muchas comarcas. De allí sale no sólo una de las
principales razones de los dos millones de desplazados que tiene Colombia, sino
de la gigantesca concentración indebida de tierras que se ha consolidado en el
país”[68]. En los
días consecutivos y en los primeros meses de 2003, el tema central de la prensa
escrita sería el proceso de paz con los paramilitares.
Conclusiones
En
específicas tribunas de opinión de los diarios bogotanos se promovió, apoyó,
legitimó, validó, justificó, se promovió y por momentos se intentó reducir la
dimensión de un fenómeno multifactorial, que se viabilizó a través de unas
estructuras armadas convertidas con el tiempo en una empresa criminal de gran
calado.
Hubo, entonces, una especie de para-opinión que coadyuvó a que el paramilitarismo, como fenómeno
sistémico y complejo, se entronizara en los discursos de consumidores asiduos
de la prensa, que no vieron riesgos, ni problemas en los discursos proclives a
un actor armado ilegal al que se endilgan masacres y la comisión de otros
delitos contra la humanidad.
Una para-opinión[69]
acorde con unos principios y valores resultantes del actuar débil de un Estado
que ha sido incapaz de erigirse como un actor capaz de garantizar la paz, la
vida y la honra de sus asociados.
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Sofsky, Wolfang. Tratado sobre la violencia. Madrid:
Abad Editores, Serie Lecturas de Filosofía, 2006.
[1]
Al hablar de ‘naturaleza violenta’, así, entre comillas, no pretendo sugerir un
apague y vámonos o considerar que
nuestra sociedad no vislumbra un futuro, en la medida en que los individuos
estarían condenados a repetir cíclicamente las dinámicas de violencia. Por el
contrario, como creo que hay caminos para superar estos hechos y estadios de
violencia, con este ejercicio de reflexión intento aportar elementos para
comprender y buscar soluciones alternas a las dinámicas del conflicto que,
históricamente, ha permeado a la sociedad colombiana. De igual manera, rechazo
la tesis de que exista una naturaleza violenta exclusiva de los colombianos.
Nota del autor.
[2]
Los trabajos reflexivos y las investigaciones realizadas por la Corporación
Nuevo Arco Iris son claves para quienes deseen avanzar en la comprensión de un
fenómeno multifactorial del que aún hay mucho de develar y comprender. Algunos
títulos: La economía de los paramilitares, redes de corrupción, negocios y
política; Y refundaron la patria…, de cómo mafiosos y políticos reconfiguraron
el Estado colombiano. Nota del autor.
[3]
Dentro de las prácticas económicas y políticas de penetración y cooptación del
Estado, que involucran a políticos regionales y al actuar legislativo del
Congreso, se describe el caso de Enilse López. Mauricio Romero, Ángela Olaya y
Hernán Pedraza, en el capítulo Privatización, paramilitares y políticos: el
robo de los recursos de la salud en la costa Caribe, señalan lo siguiente:
“otro ejemplo de cambios normativos en el Congreso relativos al sector salud y
al beneficio de sectores ilegales y
vinculados con los grupos paramilitares y el narcotráfico es el de la
financiación de la salud. Esto sucedió con la ley 643 del 2001 y el decreto
1350 de 2003, los cuales permitieron otorgar
en concesión juegos de azar, monopolio del Estado, a empresarios
privados para su explotación…”
[4]
En la relación entre paramilitares y miembros del ejército nacional se destacan
investigaciones y señalamientos de los cabecillas de las AUC, en contra de
altos oficiales del ejército, como Farouk Yanine Díaz (QEPD), Rito Alejo del
Río (condenado, recientemente, en primera instancia, a 25 años de prisión, por
la muerte de un campesino en asocio con paramilitares), Iván Ramírez Quintero,
Jaime Humberto Uscátegui y Martín Orlando Carreño, entre otros. En el diario El
Especador.com aparece el titular AUC y Militares, en colaboración permanente:
Procuraduría (sic). En la nota periodística se lee: “Uniformados de
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