Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Si bien el Proceso de Paz de La
Habana viene ganando cada vez más apoyo del grueso de la sociedad colombiana,
hay sectores sociales y de poder político, económico y militar que se oponen a
su continuidad, al sentido mismo de las negociaciones y por supuesto, rechazan
que el Estado, la sociedad y el mercado deberán sufrir transformaciones y
ajustes para garantizar la implementación de los puntos que harán parte del Acuerdo
final.
Los contradictores y enemigos del
Proceso de Paz suelen sostener sus posturas y críticas en un naturalizado poder del Estado, que hace
y posibilita que este tipo de orden social y político y, de dominación, devenga
investido como si se tratara de una deidad
que debe respetarse y adorarse a pesar de sus visos de ilegitimidad, como
es el caso del Estado colombiano.
Incapaces de discernir sobre el
origen del Estado como estructura de sometimiento y dominación, el colombiano
promedio no acepta la posibilidad y el derecho que le asiste a cualquier
ciudadano o comunidad de levantarse en contra de ese Estado, cuando se
considere que este avasalla y somete a grupos humanos, muchas veces porque la
operación estatal está en manos de agentes
como las élites política, económica y militar que le han cooptado y
capturado para profundizar los privilegios a unas pocas familias.
La historia del Estado[1]
colombiano se debate entre los extremos de una natural legitimidad y las apuestas de aquellos grupos guerrilleros
que en los años 60 consideraron posible, además de legítimo, hacerse con el
poder para transformar el Estado, de
acuerdo con las doctrinas y los proyectos políticos que cada grupo subversivo
defendía y promovía.
Mientras tanto, millones de
colombianos, sentados en una espesa actitud de resignación e indiferencia,
decidieron acompañar sin mayor crítica esa natural
legitimidad del Estado colombiano. Señalo entonces, que sobre esta
circunstancia cientos de miles de colombianos jamás comprendieron y comprenderán
lo que significó y significa aún en términos ético-políticos y de una civilidad
y ciudadanía comprometidas, el haber tomado la decisión de levantarse en contra
del orden establecido. Quizás sea tiempo
para reconocer que los mecanismos de dominación simbólica (industria cultural y
medios de comunicación), han sido eficientes para consolidar la indiferencia y
la resignación de amplios grupos poblacionales.
Nos educan para aceptar las
condiciones pre establecidas bajo las cuales el Estado, la sociedad y el
mercado funcionan. Formados así, el sentido amplio de la ciudadanía se pierde o
se hace inalcanzable. La formación en ciudadanía se reduce a "portarse
bien" y a cumplir las normas. Muy pocas veces nos forman para controvertir
al poder y en este caso, al Estado. Y no se trata de un ferviente y obtuso
llamado a la anarquía, simplemente, que todo poder debe ser confrontado, en
especial, aquel que se soporta en la mezquindad y en el claro objetivo de
someter la voluntad de los demás, para controlarlos.
De allí que quede tan fácil para
esos colombianos descalificar la lucha armada, al tiempo que se valida el
accionar de un Estado que históricamente estuvo y está aún al servicio de una
minoría que usa su poder coercitivo para disimular su inmensa debilidad para
convertirse en un orden justo, viable y moralmente superior a sus asociados. Que
el Estado colombiano no haya copado todo el territorio con su autoridad, es
suficiente hecho para contrastar su poder y relativizar su naturalizada legitimidad, ganada por las acciones hegemónicas de
los medios de comunicación y de otras instituciones sociales, así como por el
ejercicio coercitivo y represivo de sus Fuerzas Armadas.
Y no se trata de validar las
acciones armadas y olvidar los enormes daños y efectos negativos que este largo
y degradado conflicto ha producido en la naturaleza y en la sociedad. De lo que se trata, por el
contrario, es de comprender las circunstancias contextuales que se vivían en
los años 60 y los siguientes años, en el marco de la Guerra Fría. De igual
manera, debemos siempre estar “dispuestos” a asumir y aceptar las condiciones
de dominación del Estado, sin que ello sea óbice para criticar las decisiones
que los Gobiernos toman, no siempre pensadas para beneficiar a las grandes
mayorías y/o cumplir con los mandatos constitucionales.
Si, debemos procurar vivir en condiciones
de certidumbre y tranquilidad, pero ello no significa que asumamos actitudes
propias de súbditos que nos lleven a
aceptar sin mayor resistencia lo que unos pocos o una sola persona decidió,
porque deviene investida como “Rey”, como Presidente y jefe de Estado.
Por lo anterior, como ciudadanos
tenemos la obligación de confrontar toda manifestación privada o estatal de
poder, en especial cuando en esos ejercicios de poder, instituciones privadas y
públicas se desconocen derechos y se restringen libertades ciudadanas.
Y si llegado el caso de que el
Proceso de Paz de La Habana termine con la firma del fin del conflicto y se
garantice la vida y la participación política de los miembros de las Farc,
todos debemos estar prestos como ciudadanos a vigilar no solo el cumplimiento
de lo acordado, sino a ser veeduría de las acciones y decisiones políticas que
los ex combatientes tomarán como funcionarios públicos.
Si el día de mañana, miembros de
las Farc llegan a hacer parte del Estado en calidad de gobernantes locales, regionales e
incluso, como Presidentes, debemos como ciudadanos ejercer control político y
social de sus gestiones y asumir posturas críticas encaminadas a seguir
confrontando la autoridad del Estado. Tendrán que demostrar que están
preparados para hacer las transformaciones por las que lucharon en armas, pero
especialmente deberán garantizar que el Estado por fin sea ese orden justo
capaz de copar el territorio y guiar los destinos de una Nación poco
cohesionada y que deviene atomizada, justamente, por la histórica debilidad del
Estado.
Considero que todos deberíamos
leer el libro Del deber de la desobediencia civil, de David Henry Thoreau. Mientras lo
hacen aquellos que no han leído esta obra, les dejo esta cita:
“La gran masa de los hombres sirve al Estado, no como hombres
primordialmente sino como máquinas; con su cuerpo. Son ejército permanente y
milicia establecida, carceleros y guardias. En la mayoría de casos no existe
ejercicio alguno libre, sea del propio juicio o del sentido moral, sino relegamiento
al nivel del leño, de la tierra o de las piedras…”[2]
Imagen tomada de legitimidade; https://www.google.com.co/search?q=estado+y+su+legitimidad,+colombia&espv=2&biw=1024&bih=636&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=0ahUKEwiNmfK78LrKAhXJqx4KHXFICLIQ_AUIBygC#imgrc=eWp_W_ljBF76DM%3A
[2] Página 17. Versión digital.
Editorialpi.com
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