Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
De darse la firma del fin del
conflicto armado en La Habana, el país aspira a que las guerrillas hagan
política sin armas. Igual decisión deben tomar aquellas fuerzas y sectores de
poder que han usado las armas para hacer política, defender a dentelladas el
actual régimen de poder y por ese camino, perseguir y someter a quienes osaron pedir
o exigir que la democracia debería ampliarse y se arriesgaron, también, demandar
la consolidación del Estado Social de Derecho.
Con el escándalo
político-mediático originado por la presencia armada de las Farc en El Conejo
(Fonseca, La Guajira), bien vale la pena insistir en la discusión alrededor del
uso de las armas, dada la presencia de guerrilleros armados en un acto público,
con claras connotaciones políticas.
Ya dije en una anterior columna[1] que
se sobredimensionó el hecho. En esta oportunidad insistiré en varias
circunstancias que pueden servir, o por lo menos para atenuar el escándalo y si
se prefiere, profundizar la discusión política y conceptual que es en lo que deberíamos estar concentrados, sin que ello suponga presionar el rompimiento
del Proceso de Paz de La Habana. Para muchos, parece que resulta más fácil y
quizás beneficioso exigir la ruptura de los diálogos de paz, que discutir, por
ejemplo, la tesis planteada en esta columna.
En primer lugar, quienes estaban
armados no eran los comandantes de las Farc que viajaron desde La Habana para
el desarrollo de su actividad pedagógica con las bases farianas. Así entonces,
quienes hicieron política fueron guerrilleros desarmados en tránsito de
convertirse, nuevamente, en civiles. Bien puede entenderse que los guerrilleros
armados hacían parte de su esquema de seguridad, sin que ello pretenda
desconocer que hacen parte de la misma organización armada ilegal. Eso
entonces, en estricto sentido no se puede calificar como proselitismo armado.
Previa a la publicación de esta
columna, sostuve una interesante y productiva discusión con un colega, quien me
preguntó: ¿Acaso no son de la misma organización? ¿De quién reciben órdenes los
que estaban armados?
Atino a responderle así: los
guerrilleros que custodiaban a los comandantes hacen parte de las Farc. No se
trata de escoltas y claro que reciben
órdenes de los miembros de la cúpula, pero hay una enorme diferencia entre un
guerrillero desarmado y vestido de civil que hace política y otro que,
uniformado y con fusil en mano, se sube a una tarima a discutir asuntos
públicos. La diferencia no se puede ocultar y soslayar. Los guerrilleros
armados custodiaban a sus líderes vestidos de civil. Ese elemento es clave.
Si a esa acción política y
discursiva se le bautiza como “proselitismo armado”, ¿cómo podemos llamar
cuando en actos públicos, y no necesariamente en contextos electorales, llegan funcionarios
estatales en ejercicio y candidatos a la presidencia, gobernaciones o
alcaldías, custodiados por miembros armados de la Fuerza Pública?
Quienes cumplen las funciones de
escoltas, con el firme propósito de salvaguardar la vida de esos políticos,
hacen parte del Estado y en particular de sus fuerzas de seguridad. ¿Por qué
entonces no podemos llamar proselitismo armado a quien a pesar de los problemas
de legitimidad del Estado, se sube a una tarima a defender un orden político y
económico que solo le sirve a unos pocos?
Nuevamente mi interlocutor
interpela y señala: “La combinación de
armas y política (formas de lucha) es propia de organizaciones insurgentes. No
me convence la comparación, en tanto no asumo que sean comparables. La
diferencia también radica en estar escoltado, frente a un respaldo armado de la
acción política. Son organizaciones político – militares que han ejercido la
oposición política clandestina y armada”.
Atino a decirle que esa lectura
está instalada de tiempo atrás en el discurso[2] que
da sentido y defiende la naturaleza[3] del
Estado, en tanto que aparece como un orden y forma de dominación de
incontrastable legitimidad y autoridad moral.
El Estado es una forma de
dominación y de represión legal naturalizada
que se nos presenta como resultado de un consenso y hasta de un pacto social
previamente establecido. Pero todos sabemos que no hay tal.
Todos sabemos que el Estado
colombiano deviene capturado y
sometido a los intereses mezquinos de una burguesía y unas élites, lo que de
inmediato genera que la legitimidad de las instituciones estatales sufran un
enorme resquebrajamiento, lo que termina habilitando la combinación de las formas de lucha de las organizaciones ilegales que intentan transformarlo.
Dirán que el símil resulta
inaceptable por cuanto las Farc están por fuera de la ley y que los funcionarios
y candidatos de los que hablo estarían dentro de la ley. En un país como el
nuestro, la frontera entre lo legal y lo ilegal deviene difusa, justamente
porque quienes históricamente han defendido el régimen de poder, desde la
legalidad y desde dentro de las entrañas del Estado (de su Estado), lo han
hecho apelando a la ilegalidad.
El ejemplo claro de ello es el
fenómeno paramilitar. Los paramilitares, siendo una agrupación armada ilegal,
actuaron con legitimidad social y política y en muchas ocasiones ejercieron el
poder político legal o por lo menos, uno “legalizado” por la fuerza[4] de
las circunstancias culturales y políticas emanadas de un Estado débil y
precario, al cual cooptaron, y de una sociedad acostumbrada a la violencia
política y reproductora de ese ethos
mafioso, responsable de hacer cada vez más difusa esa frontera entre lo
legal e ilegal.
Otro elemento que brota de los
“escandalosos” hechos acaecidos en La Guajira se expresa en frases recogidas
por la prensa: “las Farc llegaron armadas
y sometieron a una comunidad a escuchar sus arengas”. No creo que los
miembros de la Delegación de Paz de las Farc hayan llegado a un pueblo que no
los conoce. El evento estaba preparado. De allí, entonces que el acto político
lo que mostraría es que en las ciudades capitales las Farc no gozan de
prestigio y respeto, y por el contrario,
cuentan con un enorme odio aupado por los medios masivos y claro, el que
generan sus propios errores, pero en
veredas y corregimientos la situación puede resultar diferente.
Varias vestiduras se rasgaron,
entre ellas las del Procurador Ordóñez y el ex candidato presidencial por el
Centro Democrático, Óscar Iván Zuluaga, entre otras figuras políticas. Los dos
políticos calificaron el hecho como un “un desafío y una afrenta contra la
institucionalidad”. ¿Cuál institucionalidad[5]? ¿La
derivada de las maniobras oscuras del Procurador para reelegirse? ¿O la que
provino de las atornilladas en los cargos del General Palomino y el entonces
Defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora, a pesar de los señalamientos por
corrupción?
Hablan de las instituciones del
Estado y de la institucionalidad derivada del actuar de este, en las relaciones
con el mercado y la sociedad, como si aquellas hallan estado al margen de actos
de corrupción y de las acciones adelantadas por políticos profesionales, clase
dirigente, política y empresarial para hacerse con el Estado, con todo y sus
instituciones, con el firme propósito de someterlo a sus mezquinos intereses
particulares. Bourdieu señala que “El Estado no es un aparato orientado
hacia el bien común, es un aparato de contención, de mantenimiento del orden
público pero en provecho de los dominantes”[6] (p.16).
Les preocupa que la
institucionalidad resulte afectada por el proselitismo armado de las Farc, mas
no les angustia que esa institucionalidad derivada del actuar del Estado[7]
devenga contaminada y sometida a las lógicas de las redes de corrupción y del
parecer perenne fenómeno paramilitar.
Sí, estamos claros que debemos
proscribir “la violencia como método de acción política”[8] Y a
eso se aspira en La Habana. Entonces, en lo que deben concentrarse los
negociadores es en acelerar la firma del Acuerdo final. Quizás sin el conflicto
armado logremos que el Estado emane una institucionalidad distinta, que sirva
para ampliar la democracia y por ese camino, desmontar un grave problema del
país: la corrupción. Y es así, porque deviene histórica y profundamente anclada
a la cultura política y ciudadana.
Termino con esta cita:
“La firma e implementación del Acuerdo Final contribuirá a la ampliación
y profundización de la democracia en cuanto implicará la dejación de las armas
y la proscripción de la violencia como método de acción política para todos los
colombianos, a fin de transitar a un escenario en el que impere la democracia,
con garantías plenas para quienes participen en política y de esa manera abrirá
nuevos espacios para la participación”[9].
Imagen tomada de elheraldo.co
[2] Y
está también instalado en el discurso académico que va de la mano o pareciera
ir de la mano de la defensa a ultranza del Estado como tipo de orden simbólico
y como abstracción, como aquel de expresión particular, es decir, el Estado
colombiano.
[4] Muy seguramente sucedió lo mismo con
las guerrillas, que en muchos territorios fungieron como “Estado”, dadas las precarias
condiciones en las que opera el Estado colombiano en alejados territorios que
en los “radares” de las élites bogotana
y de otras regiones desarrolladas no aparecen.
[5]
Véase: http://laotratribuna1.blogspot.com.co/2015/08/disquisiciones-sobre-la.html
y http://laotratribuna1.blogspot.com.co/2015/09/disquisiciones-sobre-la.html
[6]
Bourdieu, Pierre. Sobre el Estado. Anagrama, 2014.
[8] Segundo Informe conjunto
de la Mesa de conversaciones de paz entre el Gobierno de la República de
Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia- Ejército del Pueblo
(Farc-EP), sobre el punto 2 de la agenda del Acuerdo general de La Habana,
“Participación Política” (Página 10).
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