Por Germán Ayala Osorio, comunicador social
y politólogo. EL PUEBLO
La institucionalidad recoge los elementos y factores culturales que
rodean los ejercicios de la función pública (operación del Estado) y los de la
función particular (operación privada de actores de la sociedad civil en el
Mercado). Ejercicios estos, cuyos resultados se expresan en condiciones y
circunstancias que garantizan, de un lado, la legitimidad del Estado y, del
otro, coadyuvan o no a la consolidación de una idea más o menos universal de lo
público (lo que nos interesa a todos).
Con un Estado débil y precario como el colombiano, que opera bajo la
influencia de un ethos mafioso que
disímiles élites de poder, burguesía y el grueso de la sociedad comparten, la
institucionalidad deviene igualmente endeble y deleznable por la acción
simbólica y práctica de ese ethos mafioso
y por supuesto, por el sentido negativo y empobrecido que de lo Público tienen
los colombianos, en el momento, por ejemplo, de exigir sus derechos, discutir
asuntos de interés general, o reflexionar en torno a otros que comprometen las
relaciones entre el Estado y la sociedad.
En particular, la institucionalidad ambiental en Colombia deviene
fragmentada, debilitada y hasta capturada por prácticas clientelistas. Baste
con mirar cómo vienen operando las CAR, para confirmar que dichas prácticas
clientelistas son una realidad.
A pesar de los grandes esfuerzos y avances con la promulgación y
aprobación de la Ley 99 de 1993 y la creación del Sistema Nacional Ambiental
(SINA), es evidente que las instituciones ambientales y la institucionalidad
derivada de las acciones y decisiones tomadas por el Ministerio del Medio
Ambiente y Desarrollo Sostenible, las consignadas en el Plan Nacional de
Desarrollo del Gobierno de Santos, las adoptadas por las CAR y la ANLA, y las
de otras carteras ministeriales, apenas si logran controlar las acciones
depredadoras de la minería legal e ilegal,
la propia de los ganaderos, así como las desarrolladas por palmicultores,
azucareros y urbanizadores. Todos, de diversas maneras, vienen impactando
negativamente territorios biodiversos y ecosistemas frágiles como humedales y
zonas de subpáramo y páramo.
Poco se gana en términos de conservación y aprovechamiento racional de
ecosistemas naturales, si no existen instituciones ambientales fuertes y
comprometidas con el cuidado de zonas de páramo, a donde la minería legal y
ilegal insiste en operar, a pesar de las medidas adoptadas recientemente por la
Corte Constitucional que prohibió actividades mineras en zonas de páramo,
autorizadas en el Plan Nacional de Desarrollo del Presidente Santos.
La presión política y económica que ejercen actores de la sociedad civil,
con la anuencia de las empresas mediáticas, para que se permita, por ejemplo,
la exploración y explotación minera en ecosistemas de páramo y para el caso de
Bogotá, para que se autorice la intervención con fines urbanizadores de la
reserva Thomas van der Hammen, originan una sinuosa institucionalidad ambiental
derivada de las problemáticas relaciones que específicos Gobiernos, en nombre
del Estado, establecen con sectores de una sociedad civil que poco interés
muestran en conservar y mitigar impactos ambientales de actividades antrópicas
como la minería y los proyectos urbanísticos que suelen beneficiar a unos
pocos.
Por supuesto que la institucionalidad estatal y las institucionalidades
privadas derivadas de las acciones de actores de la sociedad civil que
interactúan entre sí y con el Estado, son fruto de las correlaciones de fuerza
y de los factores de poder que actúan dentro del Estado, fuera de él, o que
simplemente hacen viable jurídica y políticamente un orden constitucional e
institucional.
Pero así como la institucionalidad estatal como la particular resultan
de un trasfondo cultural complejo y determinante, de igual manera guardan
estrecha relación con las formas en las que el poder se manifiesta, dispone y
determina las relaciones del Estado con una sociedad civil, que para el caso
colombiano, exhibe una histórica confusión entre lo público y lo privado, a lo que se suma una casi nula
conciencia ambiental.
Lo anterior ha permitido consolidar actividades para-estatales que van
deformando la idea de Estado moderno y sometiendo su funcionamiento a las
lógicas de particulares que han logrado penetrar el Estado para cooptarlo y capturarlo, en beneficio de las instituciones privadas, con el
consecuente debilitamiento de la institucionalidad estatal y la depredación
ambiental.
La
operación del Estado colombiano, en las circunstancias descritas, da vida de
forma cotidiana a un Estado paralelo, que
es maniobrado por grupos de poder, legales e ilegales, que de disímiles maneras
debilitan no solo el sentido de lo Público y de lo público-estatal, sino la confianza
que los ciudadanos de forma natural
depositan en el Estado para sentirse seguros y en espera de que este los guíe
moralmente y atienda sus demandas sentidas a través de efectivas, eficaces,
eficientes y consensuadas políticas públicas.
Para el caso
del derecho a un ambiente sano, consagrado constitucionalmente, es evidente que
por encima de las instituciones y la institucionalidad ambientales gravitan
poderosos empresarios y agentes de poder de una sociedad civil que solo piensa
en depredar y violentar los límites de resiliencia de frágiles ecosistemas. La
exploración y explotación de hidrocarburos en zonas de especial valor ambiental
y la insistencia del alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa de urbanizar la
reserva van del Hammen, son claras expresiones de una débil y sinuosa
institucionalidad ambiental. Mientras ello sucede, el grueso de la sociedad
pasa la vida preocupada por satisfacer necesidades básicas, mientras unos pocos
depredan ecosistemas y ponen en riesgo la calidad de vida de las futuras
generaciones.
Imagen tomada de Semana.com
Imagen tomada de Semana.com
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