Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Es claro que para implementar el
contenido del Acuerdo Final que firmarán el Gobierno y las Farc, se requerirá de
fuertes ajustes institucionales. Pero hay un reto de mayor calado: exigirle al Estado que por fin se haga al
esquivo monopolio de las armas.
Se trata, ni más ni menos, de un
enorme desafío político representado en parte en la urgente necesidad de
proscribir las armas del ejercicio de la política lo que conllevará enormes
esfuerzos institucionales, pero también humanos. En concreto: una profunda y
sustancial transformación cultural, lo que implica el redireccionamiento de los
procesos educativos de cara a recomponer los procesos civilizatorios que
devienen truncados por las múltiples expresiones de violencia, la histórica
debilidad del Estado, la connivencia de
la clase política y empresarial con el crimen y los escasos referentes éticos y
morales con los que la sociedad se ha relacionado con el Estado y el
Mercado.
El fin del conflicto armado
exigirá que en adelante el Estado, con la presión de una sociedad comprometida con la defensa de la
vida, por fin obtenga para sí el monopolio de las armas. Y para lograrlo, resulta
inaplazable desmontar las estructuras mafiosas que existan al interior de la Policía
y las Fuerzas Militares, responsables de la comercialización ilegal de armas
con las que se producen homicidios y atracos en ciudades capitales. Armas que
en el mediano plazo puedan servir para atentar contra los líderes del
Movimiento Bolivariano por la Nueva Colombia[1] y en
general, para continuar con las amenazas y asesinatos contra defensores de
derechos humanos y del medio ambiente, sindicalistas, académicos, dirigentes y
militantes de izquierda, entre otros.
De igual manera, se requiere con urgencia que el Estado ejerza efectivo control de las empresas de seguridad. Allí puede estarse dando un fenómeno parecido al que se da dentro de las Fuerzas Armadas. Incluso, en escenarios de posconflicto, de transformación social y cultural y con una efectiva presencia del Estado, estas empresas deberían de desaparecer o por lo menos, no seguir creciendo como opción de seguridad para los ciudadanos.
Es claro que las instituciones represivas y coercitivas del Estado deben estar libres de cualquier vínculo con actores ilegales, redes de narcotráfico, oficinas de cobro y bandas criminales. La experiencia que el país vivió con el DAS[2], penetrado por el Paramilitarismo durante la administración de Uribe Vélez, debe servir de ejemplo para expulsar de los organismos de seguridad del Estado a aquellos funcionarios que mantengan relaciones con grupos al margen de la ley y/o que tengan simpatías ideológicas con grupos de extrema derecha.
Es claro que las instituciones represivas y coercitivas del Estado deben estar libres de cualquier vínculo con actores ilegales, redes de narcotráfico, oficinas de cobro y bandas criminales. La experiencia que el país vivió con el DAS[2], penetrado por el Paramilitarismo durante la administración de Uribe Vélez, debe servir de ejemplo para expulsar de los organismos de seguridad del Estado a aquellos funcionarios que mantengan relaciones con grupos al margen de la ley y/o que tengan simpatías ideológicas con grupos de extrema derecha.
El reto mayúsculo de sacar las
armas de la Política pasa por la consolidación de una sociedad pacífica, que
confíe en la justicia y que sancione moralmente -y que denuncie- a aquellos grupos societales privilegiados,
los llamados “ciudadanos de bien”, que usan las redes de sicarios para saldar
cuentas, dirimir conflictos, desavenencias, diferencias y para conseguir objetivos económicos.
Si los ciudadanos no incluyen la
defensa de la vida dentro de su ethos
cultural, quedará muy difícil presionar a las instituciones estatales, con
todo y sus funcionarios, para que proscriban el uso de las armas, pero sobre todo,
para ellos y todos desterremos del lenguaje y de las prácticas sociales, todo aquello que señale
y abra la posibilidad de tomar la justicia por mano propia.
Hay que decirlo con vehemencia:
los sicarios que crecen en zonas vulnerables de las ciudades capitales, son
fruto de ciudadanos que no solo desconfían del aparato estatal de justicia,
sino que ellos mismos representan la descomposición moral de una sociedad que
creció bajo los principios de un ethos
mafioso y criminal arraigado en la clase dirigente. En las élites de poder.
Mientras sigan siendo porosos los límites entre lo legal y lo ilegal, será muy
difícil avanzar en la transformación del Estado en lo que corresponde a hacerse
con el monopolio legítimo de la violencia.
Adenda: muy bien por el Consejo de Estado al anular la sanción que
el ladino Procurador Ordóñez Maldonado profirió en contra de la entonces
senadora, Piedad Córdoba. Pero el echar para atrás los fallos del Procurador
General de la Nación no nos puede distraer del gran desafío ético y político
que tiene dicha corporación: anular la espuria reelección de Alejandro Ordóñez
Maldonado. Estamos esperando que los magistrados fallen en derecho. Queda poco
tiempo para limpiar el ya mancillado nombre del Consejo de Estado. Véase http://laotratribuna1.blogspot.com.co/2016/07/del-ahogado-el-sombrero.html
Imagen tomada de Vanguardia.com
[1] Harán parte de este partido los
miembros de las Farc que se desmovilicen y decidan hacer política sin armas.
Este movimiento fue lanzado en la clandestinidad por esa guerrilla. Es posible
que Marcha Patriótica recoja el pensamiento de esa agrupación insurgente que
está ad portas de firmar el fin del conflicto con el Gobierno de Juan Manuel
Santos Calderón (2010- 2018).
[2] Departamento Administrativo de
Seguridad – DAS-. Esta institución fue remplazada por la Agencia Nacional de
Inteligencia (ANI), durante el Gobierno de Juan Manuel Santos.
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