YO DIGO SÍ A LA PAZ

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viernes, 14 de marzo de 2008

La esclavitud del odio

Por David Rosales

Es indigna la posición de muchos medios de comunicación oficiales ante el actual conflicto diplomático que enfrenta a Colombia con Ecuador y Venezuela. Pero en el espectro de la infamia y la cobardía, la postura de la revista Semana, una publicación que siempre se vanagloria de su carácter liberal, tiene un puesto tristemente privilegiado.

Con un cubrimiento digital actualizado hora a hora por las novedades en las discusiones de la OEA y las declaraciones de los presidentes inmersos en el conflicto, Semana es un ejemplo del talante pusilánime y oportunista que muy a menudo transforma el periodismo en un oficio sin heroísmo ni dignidad. Ese mismo talante que lució su director, Alejandro Santos, acorralado entre la indefensión y la pasividad, en su debate con el presidente Álvaro Uribe a raíz de un informe sobre el poder del paramilitarismo en Colombia. Santos muestra al hablar y al escribir una anemia emocional e ideológica que algunos consideraran ataraxia o estoicismo. Pero, ya lo dice un proverbio chino, hay un límite tras el cual la paciencia deja de ser una virtud. Y ese límite lo cruzó Uribe cuando tachó a la revista dirigida por Santos de ser una publicación dolosa y mediocre.

Santos tampoco se ha pronunciado ante los insultos que Uribe profirió contra Daniel Coronell, periodista vinculado a su publicación, descalificaciones que también afectan a Semana, pues si hay alguna veracidad en la iracundia del presidente, la revista emplea a calumniadores dentro de sus filas.

Pero es menester dejar a un lado ese hecho para entrar al análisis del nuevo desacierto histórico de Semana. En un editorial, publicado Online el 4 de marzo de 2008, la revista abraza un espíritu nacionalista y concluye que, gracias a la crisis diplomática, el apoyo de los colombianos al presidente Álvaro Uribe no es mayoritario, sino absoluto.

Cito la conclusión del editorial: “Dentro de la gravedad de los acontecimientos que se están viviendo, que nadie sabe qué desenlace van a tener, se debe destacar la altura y la prudencia con que el presidente Uribe y el gobierno en general han manejado la situación. Las provocaciones de Chávez tienen la evidente intención de producir una reacción de Colombia que desemboque en un incidente. La cabeza fría del gobierno ha evitado que este caiga en la tentación de responder a estas provocaciones. Álvaro Uribe contaba, antes de este episodio, con el apoyo de más del 80 por ciento de sus compatriotas. En la actual coyuntura, el respaldo a su liderazgo es prácticamente unánime”.

El editorial de Semana asume que la posición de Colombia en la tensión con los países vecinos es justificable, porque “tiene suficientes argumentos a favor de la acción militar contra el campamento de las Farc en donde se encontraba ‘Raúl Reyes’”. La crisis, según la revista, se ha producido porque “porque Ecuador y Venezuela han logrado vender efectivamente el concepto de que la penetración de las Fuerzas Armadas colombianas dos kilómetros dentro del territorio ecuatoriano es una violación a su soberanía”.

Entre otras citas de la revista, se lee: “Colombia en defensa de su seguridad nacional tenía argumentos para actuar en la forma como lo hizo”. En cuanto a las acusaciones contra los presidentes de Ecuador y Venezuela, la revista también las avala así: “Todo lo que el gobierno colombiano reveló de los computadores de ‘Reyes’ es real”. Lo anterior se refiere a pruebas de nexos entre los gobiernos de Ecuador y Venezuela hallados en el computador del subversivo dado de baja por el Ejercito Nacional.

Semana es una revista que se auto-promociona bajo el argumento de ser liberal y profunda en su ejercicio del periodismo. Profunda en cuanto está sujeta a la prisa de los diarios, y tiene la posibilidad de agrupar y conectar información para elaborar panoramas informativos sobre distintos fenómenos de la realidad nacional. Sin embargo, en la práctica esa hondura de su labor periodística puede ser más reputación que realidad, si se analiza el editorial desde una perspectiva histórica.

“Colombia tiene la razón”. Este tipo de afirmaciones sobre el bien y el mal, lo correcto e incorrecto, lo verdadero y lo falso, pertenecen al mundo de la filosofía, de la cavilación moral, y no al periodismo. Incluso, en el periodismo de opinión, se ofrece un contraste de hechos y pensamientos que al estar unidos por un argumento, intentan conducir al lector hacia una visión particular de los problemas políticos o sociales de su entorno, pero nunca a una afirmación total sobre lo verdadero o lo falso, o sobre el bien y el mal. Semana está en su derecho de asumir una posición en el conflicto, pero al hacerlo, debe presentar los motivos de su elección con una rigurosidad mayor.

El único motivo que esboza la revista es el carácter terrorista y la repugnancia nacional contra el terror de las FARC. Cita los cilindros bomba, el atentado contra el club el Nogal y otras infamias en las que la anacrónica y brutal agrupación guerrillera es bastante diestra. Pero Semana, al igual que una triste y notoria mayoría de colombianos, ignoran que el debate ya no puede pensarse en términos nacionales. La lucha contra las FARC compete sólo a la nación, aunque este punto no es claro para muchos habitantes del país. Una inmensa mayoría de colombianos a quienes enervan los alaridos pseudo-bolivarianos de Chávez, no se indignan ante la ingerencia norteamericana que en su lucha contra el cartel de Medellín entrenó y contrató a varios paramilitares antioqueños. (A propósito, léase el libro Killing Pablo, de Mark Bowden, o el artículo de Semana ‘Pacto con el Diablo’ disponible en http://www.semana.com/wf_InfoArticulo.aspx?IdArt=109450).

Al margen queda el debate sobre la naturaleza del conflicto y las ingerencias foráneas. Ese no es un argumento sólido para sostener que la postura del oficialismo colombiano sea correcta y para convocar, en torno a ella, el apoyo no sólo circunstancial sino ideológico de los habitantes del país. Lo que se discute en la OEA es la internacionalización del conflicto. La diplomacia consiste en callar las verdades y revelar las perogrulladas como si fuesen trascendentales. En ese sentido, la tensión diplomática entre Colombia, Ecuador y Venezuela es la manifestación histórica de un secreto a voces: la guerra en Colombia es un conflicto internacional. Toda guerra, en el mundo contemporáneo, en la aldea global para usar el lugar común más abstruso del periodismo, es un acontecimiento planetario. Las dos partes en estos infiernos armados son siempre apoyadas o condenadas por el poder de una nación extranjera. Lo fueron las FARC desde su nacimiento, inspiradas en el triunfo de Fidel Castro contra la dictadura de Batista en Cuba y apoyadas por ese Stalin antillano, cuyas manos hoy temblorosas están manchadas con la sangre y las lágrimas de la mejor generación de escritores cubanos en desacuerdo con su despotismo. Lo ha sido siempre el Estado de Colombia, aplaudido y recompensado por John F. Kennedy y todos los presidentes de la potencia norteamericana.

Sin embargo, la perogrullada de la internacionalización de la guerra colombiana rompió una de las reglas fundamentales: la del respeto a la soberanía de otro país. Esa es la esencia del debate en la OEA. La reacción del gobierno colombiano fue menos inteligente: para desviar las reprensiones del mundo, Álvaro Uribe, sus ministros y defensores deciden mostrar pruebas en las que la internacionalización del infierno colombiano se hace más evidente. Resulta que Rafael Correa y Hugo Chávez, según esos elementos de sospecha, serían colaboradores de las FARC.

La postura del gobierno colombiano es errada, torpe y sus consecuencias pueden ser sufridas por sus habitantes, porque entre más internacionalizada se muestre la carnicería del país mayores serán las presiones de los fanatismos ideológicos y de los imperios económicos. Fundamentalismos y emporios para los cuales los sistemas políticos y mercantiles están por encima de la vida, la dignidad y la felicidad de los pueblos. Una reacción inteligente del gobierno hubiera sido concentrarse en los motivos por los cuales debió irremediablemente intervenir una parte del territorio ecuatoriano y no soplar más sobre la hoguera de las ingerencias extrañas en su drama.

Semana y los otros medios de comunicación que desde hace mucho vendieron la integridad de su ejercicio informativo al régimen de Uribe, no pudieron sobreponerse al fervor nacionalista que enerva a muchos colombianos. No pudo por temor despertar la iracundia de ese ochenta por ciento que, gracias a la sevicia de las FARC y al conservadurismo ultramontano y genético del país, se muestra tolerante con otros fenómenos que debería combatir con la misma indignación de su repudio hacia el bárbaro anacronismo de la subversión. Fenómenos como la manipulación del poder judicial y legislativo para perpetuar a un caudillo en el poder, y el pacto diabólico que muchos guardias políticos del uribismo firmaron con el paramilitarismo. Un pacto que manchó las manos de cincuenta congresistas es decir, uno de cada cinco de los perversamente llamados “padres de la patria”.

Lo más trágico del asunto es la simpatía o tolerancia, en un porcentaje importante de ese ochenta por ciento, ante las acciones de los paramilitares. El fenómeno ya no del unanimismo, sino del absolutismo que proclama Semana, es una cumbre en esa montaña tenebrosa del conservadurismo perpetuo. La guerra contra la insurgencia pierde cada vez más sus proporciones de razón, hasta tal punto que una revista de pretendida mesura y liberalidad intelectual justifica la ingerencia en países vecinos bajo argumentos similares a los que han animado muchas guerras preventivas: paranoia y antipatía hacia un gobierno ajeno.

Hasta el momento ninguno de los medios de comunicación hegemónicos del país hace un llamado a la paz y a reconciliación con las naciones vecinas. Semana y una gran mayoría de publicaciones y programas informativos, en radio y televisión, explotan el aborrecimiento hacia Hugo Chávez y alientan naciente desprecio contra Rafael Correa para alimentar el monstruo del un nacionalismo en Colombia. Ese nacionalismo, lamentable y oscuro como todos, está forjado con eslabones de odio. Fundido en ese odio nacionalista está también el odio hacia las minorías políticas, azuzado desde un Gobierno que liga toda voz independiente y contradictoria con el terrorismo y la subversión.

Es tanto el peso de esos rencorosos grilletes que, de hacerse una encuesta, un porcentaje representativo de colombianos estaría dispuesto a bañar en sangre el continente para defender su “patria”. Es de mal gusto terminar un ensayo con vaticinios apocalípticos, pero si los medios y el gobierno continúan obstinados en su nacionalismo militarista, sin una publicación independiente que invite a la población a anteponer la paz sobre el patriotismo y el caudillismo, estaría de vuelta el despotismo oscurantista de la Latinoamérica decimonónica.

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