Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
En medio de la polarización Santos-Uribe aparecen temas, asuntos y opciones de poder, que exhiben, por un lado, la crisis de la política doméstica, la labilidad del Estado y la necesidad de nuevas formas de pensar lo público y de un actuar político alejado de los intereses de una clase empresarial y política, que de manera decisiva han permitido concebir y mantener un Estado precario y débil, a la medida de sus intereses.
Del asunto indígena, por ejemplo, hay que decir que subsiste allí un embrión de paz, de acción colectiva profundamente coherente con las aspiraciones de millones de colombianos, pero especialmente, con principios ambientales y culturales que hoy se ven atropellados por políticas públicas como la política de defensa y seguridad democrática y las locomotoras mineras.
Es urgente recoger de la fuerza beligerante de los Nasa la dignidad de su lucha, la constancia de sus aspiraciones, la resistencia y el actuar democrático de sus movilizaciones y acciones políticas, para pensar un nuevo movimiento político de amplio espectro, que sume a la lucha de los indígenas, la de los afros, de los campesinos y de millones de ciudadanos que viven en entornos urbanos y la de todos aquellos sectores políticos y sociales que no comparten el tipo de Estado que tanto Santos como Uribe defienden en sus discursos.
En ese camino, hay que celebrar la aparición del movimiento ciudadano Pedimos la palabra, con la salvedad de que sus fundadores deben no sólo estructurar una propuesta inclusiva y amplia, sino democrática en términos de cooptar, de seducir y atraer posibles militantes, en un ejercicio político itinerante que les permita escuchar a la academia regional, a los propios indígenas, a los afrocolombianos, a los campesinos. Es decir, pensar en una opción política de mediano y largo plazo que haga pedagogía política en escuelas y universidades, en los campos y ciudades, para ir, paso a paso, poco a poco, erosionando la nefasta polarización ideológica y política en la que nos induce a participar sectores de derecha que buscan ocultar el modelo de país hacia el que nos llevan, con evidentes matices, los dos líderes políticos sobre los que se sostiene la confrontación.
La Universidad, como actor político de la sociedad civil, tiene la obligación de sumarse a estas nuevas posibilidades de hacer política y de pensar lo público-estatal. Los docentes e investigadores de Universidades Públicas y Privadas tienen el deber ético de levantar sus voces y de pasar a la acción política, en aras de contribuir, desde el saber y la discusión conceptual, a repensar a Colombia.
Y en esa tarea, los medios alternativos pueden jugar un papel clave en la medida en que al alejarse de las lógicas periodísticas y políticas de los grandes medios masivos, sirvan para sostener ideas divergentes, alejadas de dicotomías que políticamente resultan inconvenientes para un país con una débil institucionalidad democrática y con un Estado cuya labilidad viene asegurándose, justamente, desde esas instancias de poder que hoy pretenden reducir la discusión pública de asuntos públicos, a un pasado y a un presente que han hecho poco para que Colombia recorra los caminos de la paz, de la reconciliación y del aseguramiento de unos mínimos de bienestar para las grandes mayorías.
La nueva plataforma de Uribe y del Uribismo
El lanzamiento de la nueva plataforma ideológica y política del hoy ex presidente Álvaro Uribe Vélez[1] y de quienes siguen y dan sentido a ese cúmulo de ideas de derecha, no sólo es la confirmación de una aspiración política y electoral de sectores godos y emergentes que habitan Bogotá y otros centros urbanos del país que apoyan esa aún precaria corriente ideológica llamada uribismo, sino la expresión clara de un distanciamiento político entre el actual Presidente de Colombia, Juan Manuel Santos Calderón y su mentor, Álvaro Uribe Vélez.
El Puro Centro Democrático nace de la nostalgia de poder de quienes apoyaron[2] el gobierno de Uribe Vélez y que sueñan con reinstalar un régimen político que, en franca contradicción con la Carta Política de 1991 y del nuevo país que emergió de ese camino de paz que se trazó la sociedad en aquel momento, modifique el Estado social de derecho, para llevarlo a un estadio superior, llamado Estado de Opinión, en el que el pueblo, manipulado por el clientelismo y cooptado con recursos de Familias en Acción[3], apenas si alcanza a comprender las circunstancias en las que sobrevive la sociedad colombiana en general.
Por cuenta de una acción mediática interesada en reproducir el ambiente de polarización política e ideológica vivida entre 2002 y 2010, el país, nuevamente, entra en un escenario de confrontación, en el que la búsqueda de la paz, la ampliación y profundización de la democracia y del Estado social de derecho están proscritos, en tanto su presencia en programas y en el discurso político, genera miedos para aquellos representantes de sectores de poder interesados en mantener la guerra, así como las circunstancias objetivas que legitimaron el levantamiento armado en los años 60.
La precaria discusión pública de asuntos públicos en Colombia facilita este tipo de escenarios, en buena medida porque subsiste una opinión pública centralizada y fruto del ejercicio periodístico de dos noticieros privados y de una prensa radial y escrita que actúan políticamente, de acuerdo con los intereses de los conglomerados económicos que sostienen su operación.
No hay sólidos canales de generación de opinión pública que puedan hacer contraste a la información tendenciosa y amañada que entregan empresas mediáticas, que cada vez más fungen como aparatos ideológicos de nichos empresariales que decididamente y de tiempo atrás, inciden electoralmente para mantener en el poder a aquellos que se comprometan, desde la Presidencia y el Congreso, entre otras instituciones estatales, a mantener sus privilegios y ventajas.
Al no existir canales divergentes de generación de opinión pública, los ciudadanos terminan por aceptar y participar de la polarización ideológica y política, desde vacíos conceptuales y de lecturas acríticas y ahistóricas, que los hacen presa fácil de los bandos enfrentados, el santismo y el uribismo.
De esta forma, los ciudadanos se van cerrando a la posibilidad de pensar, revisar, escuchar y aceptar otras posibilidades, otros caminos por los cuales buscar, realmente, solucionar los problemas del país.
El trasfondo ético y político de la confrontación Santos- Uribe
El tema reviste importancia política no tanto por lo que significó y significará el probado distanciamiento entre los dos políticos, sino por el trasfondo ético y político del evidente cambio en la forma como hoy el actual Presidente Santos entiende la política y lo político, y como asume los asuntos de gobierno y de Estado.
Pero en dicho distanciamiento hay que evidenciar la crisis de la política y de lo político. La primera se ha descentrado del actuar y de los valores de los ciudadanos confundidos por las imágenes y los discursos de unos medios que reducen el asunto a una pelea, a un asunto de diferencias personales y de egos. Además, la política ha sido acorralada por la economía y por el afán de riqueza y de poder de los políticos profesionales que, apoyados por sectores empresariales, militan en insepultos partidos políticos, vetustas estructuras diseñadas no para discutir asuntos públicos y repensar, incluso, el modelo de Estado y de sociedad, sino para exigir cuotas burocráticas y mantener privilegios de clase de reducidas élites.
En cuanto a lo político, producto de las relaciones sociales y humanas, cada vez más está permeado por los problemas que genera reconocer al Otro, como interlocutor válido, sin que medie en esa relación respetuosa y horizontal, las diferencias ideológicas y menos, los orígenes de clase. Hay, de fondo, un asunto étnico con el que la política y lo político han fundado el actuar del Estado, así como el de los políticos y de los sectores de poder. Ser blanco (o por lo menos, negarse a la posibilidad de ser mestizo), tener dinero y poder (no importa si es legal o ilegal) y trabajar para mantener, desde diversas formas y sectores, el Establecimiento, son elementos que facilitan la acción política y la entrada a reducidos grupos sociales en donde se suelen definir aspiraciones políticas.
Tanto Santos como Uribe han sido víctimas de la crisis de la política y de lo político y han coadyuvado, de muchas maneras, a profundizarlas, en un proceso en el que cada el ex presidente criminalizó la política y estigmatizó a sus opositores, detractores y críticos; por su parte, Juan Manuel Santos, a pesar de sus intenciones de reivindicar la política y de recuperar en algo la moral del Estado, golpeada durante ocho años, se rodeó de los políticos y de los partidos que acompañaron a Uribe, en una suerte de pragmatismo político que viene profundizando la crisis de la política, cuya expresión máxima es la llamada Unidad Nacional.
A pesar de lo anterior, periodistas, columnistas y hasta los políticos del partido de la U que mantienen sus intereses y relaciones personales y políticas con uno y con otro, reducen ese trasfondo a un problema de carácter y hablan, incluso, de una traición por parte de Santos hacia Uribe. La idea de la traición tiene un arraigo fuerte en las formas tradicionales como se efectúan las transacciones en la política doméstica, sostenidas en las componendas, en tapar, en no denunciar y con un gran miedo de sacudir la cobija con la que uno y otro se arroparon durante el tiempo en el que Santos sirvió en el largo gobierno de Uribe Vélez. Santos es pragmático. Aprovechó las condiciones generadas por el embrujo uribista, para ocultar su falta de carisma y liderazgo y venderse como exponente de un uribismo que mediáticamente fue señalado como la corriente política que salvaría a Colombia. Juan Manuel Santos, no muy convencido de ello, se guareció bajo esa gran sombrilla.
Pero vamos al trasfondo ético y político que está detrás del distanciamiento entre uno y otro. Santos, político de derecha e hijo de una rancia élite bogotana, al tomar distancia de Uribe Vélez, manda un mensaje claro al país, a los colombianos, a las élites regionales, pero en especial, a esos proyectos emergentes que como Uribe, surgieron y surgen todavía de relaciones y de actuaciones poco claras con grupos al margen de la ley, o con fenómenos como el paramilitarismo e incluso, con el mismo narcotráfico, sobre los cuales hay, por lo menos, simpatías ideológicas o tratamientos éticos acomodaticios.
Santos, como miembro de una élite que posa de pulcra frente a expresiones y fenómenos ilegales como los señalados, sabe que desmontando y develando lo ocurrido durante los ocho años de la funesta administración de Uribe, recupera la credibilidad perdida de un sector de poder tradicional, que siempre vio con sospecha el nacimiento y el crecimiento exponencial de un fenómeno emergente, con un carácter montaraz, impulsivo, irrespetuoso de la institucionalidad, con altos grados de informalidad y proclive a transar con fuerzas legales e ilegales. Con Uribe en la sombra y en el descrédito, los proyectos emergentes que se incuban hoy en varias regiones del país, deberán entender que la tradición, en adelante, deberá ser respetada y consultada para fines como el de alcanzar el poder presidencial.
Además, Santos cree que puede devolverle al Estado la legitimidad perdida y la decencia a la política, lo que le permite presentarse como un estadista. Muchas de sus políticas van encaminadas a eso, a generar en los ciudadanos confianza frente al Estado. Con la devolución de tierras, Santos busca pasar a la historia como un mandatario capaz de tocar intereses mafiosos e ilegales, eso sí, sin tocar los de los grandes terratenientes que lógicamente han estado asociados a las élites tradicionales regionales, con las cuales él se identifica plenamente.
[1] En su momento, creó el Movimiento Político, Primero Colombia, avalado con firmas. Empresa micro electoral que luego feneció una vez alcanzó el poder presidencial.
[2] Grandes empresarios, ganaderos, miembros de los partidos liberal y conservador, fuerzas militares y con el apoyo económico, político e ideológico de las AUC.
[3] Hoy tiene el carácter de Ley, lo que convierte ese programa de asistencia social y económica, en una política de Estado. Dicho programa hacía parte del Plan Colombia, política pública de carácter transnacional, aplicada en Colombia entre 1998 y 2010, y aprobada en el Congreso de los Estados Unidos de Norteamérica.
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