Por
Germán Ayala Osorio. Columna CIER en EL PUEBLO, http://elpueblo.com.co/paz-guerra-y-cooptacion-del-estado/
Se
conmemoró por estos días un año del inicio del proceso de paz entre la cúpula
de las Farc y el Gobierno de Juan Manuel Santos Calderón. Medios y algunos
analistas hicieron recuentos de las ‘crisis’, o de las dañinas coyunturas
mediáticas presentadas hasta el momento. Otros, insistieron en lo valioso que resulta haber avanzado en dos
puntos de la agenda, dada la complejidad del conflicto y el enrarecido ambiente
político-mediático que sectores de derecha y de ultraderecha han logrado
generar en torno a los diálogos de paz en La Habana, Cuba.
Pero
más allá de señalar si es positivo o negativo que de una agenda pactada de seis
puntos, tan sólo se hayan abordado dos, lo que hay que revisar es el lugar que
hoy ocupan la guerra y la paz en la sociedad y en el Estado colombianos.
Sobre
la paz y la guerra recaen ansias, ambiciones, afanes y viejos anhelos, fruto de
una sociedad polarizada, de una débil sociedad civil, que también acusa una
división entre una urbana, que vive relativamente cómoda en ciudades
convertidas en centros de poder económico y político y, una rural, más cercana
a los problemas del campo, a las razones mismas del conflicto armado interno y
víctima de una centralización administrativa que impide que el Estado llegue a
todos los rincones del país.
Sobre
esa sociedad civil urbana recae la responsabilidad de un Estado privatizado, construido al amaño de los
intereses de una reducida élite de poder que desde contadas organizaciones,
maneja los hilos de un Estado que es fuerte cuando tiene que controlar, vigilar y castigar a quienes se oponen a
su accionar y, débil cuando se le exige que no amplíe los privilegios de unas
cuantas familias y sectores de poder. Y no se desconoce aquí el hecho de que el
Estado es fruto de una correlación de
fuerzas. Por el contrario, se señala que en esa correlación de fuerzas
sobresale históricamente el dominio de una élite poco interesada en consolidar
el Estado, siguiendo mandatos constitucionales, en especial, aquellos que hoy
señalan la necesidad y la obligación ética y moral de construir una Nación
respetuosa de su diversidad cultural y capaz de respetar los límites de
resiliencia de los ecosistemas que hacen parte de su biodiversidad.
En
ese contexto, la guerra interna colombiana no sólo deja millones de desplazados
(un poco más del 10% del total de la población del país, según el Informe Basta
Ya!), muertos y heridos, sino que ha entronizado en los ciudadanos la idea de
que hay dos bandos: uno bueno, del que
hacen parte los gobiernos, el Estado y la sociedad, desde donde se defiende la
institucionalidad estatal; y uno malo, en donde aparecen mezclados de manera
inconveniente las guerrillas, los pensadores y los simpatizantes de izquierda, que
persisten en atacar y criticar un orden social y político que sobrevive más por
la fuerza de la historia y la tradición, que por su legitimidad.
Esa
mirada moralizante ha hecho posible que millones de colombianos sigan hoy
creyendo que los únicos enemigos de la sociedad y del Estado son quienes
persisten en el levantamiento armado y en aquellos que insisten en ampliar y
profundizar la democracia y consolidar el Estado Social de Derecho.
Lo
cierto es que la histórica presencia de las guerrillas es apenas uno de los
problemas del país. Y quizás no el más importante y estructural en la medida en
que bastaría con firmar la paz con los grupos guerrilleros para arreglar,
definitivamente, los problemas de viabilidad del orden social establecido y de la
sociedad. Pero no es así. La historia reciente nos dice que se firmó la paz con
el M-19, se logró la desmovilización de otros grupos armados al margen de la
ley y se cambió la constitución. Con todo y ello, el país no logró avanzar en
la consolidación del Estado y en un proyecto de nación incluyente. Es decir, se
cambió, para que todo siguiera igual.
Así
entonces, los problemas de Colombia no gravitan exclusivamente alrededor de la
dicotomía Guerra-Paz, sino en torno a los niveles de cooptación del Estado,
bien por redes del narcotráfico, de la ideología paramilitar, o por las cada
vez más fuertes mallas del clientelismo político de las que hacen parte activa
los partidos y los movimientos políticos.
Es
sobre ese punto que se deberá trabajar en un posible escenario de posguerra, en
donde no sólo hay que poner fin al conflicto armado con las Farc y el ELN, sino
en la firma de un verdadero pacto de paz que incluya el desmonte de las redes
clientelares enquistadas en el Estado, la cesión de poder económico y político
de las élites que hoy concentran la riqueza y manejan a su antojo el
funcionamiento del Estado y una lucha frontal contra la corrupción. Dado este
histórico paso, actores políticos, sociales y económicos de la sociedad civil
urbana deberán superar la larga oposición construida entre lo urbano y lo
rural, sostenida en un profundo, aunque no reconocido conflicto cultural e
identitario en el que las cosmovisiones y proyectos de vida de campesinos,
afrocolombianos e indígenas sigan siendo considerados inviables y premodernos por
actores de la sociedad civil urbana,
Celebremos
y conmemoremos este primer año del proceso de paz, convencidos de que los
graves problemas del país no están exclusivamente en quienes se levantaron en
armas, sino en el tipo de orden social, económico y político que entre todos
hemos construido en Colombia. Ponerle fin al conflicto armado con las
guerrillas ha sido, es y será relativamente sencillo frente a los desafíos que
nos pone aceptar que vivimos dentro de un orden injusto y profundamente
ilegítimo. Por ello hay que insistir en la continuidad del proceso de paz, a
pesar de las presiones que aquellos que a toda costa defienden un orden y un
Establecimiento indignos de llamarse Estado. Pero también es importante
preguntarse por el lugar que hoy le damos los colombianos a la guerra.
1 comentario:
Uribito:
¡Buen día!
Te ví muy lúcido y lucido.
Luis F.
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