Por Germán Ayala Osorio. Columna CIER EL PUEBLO.
El Informe Conjunto de la Mesa de Conversaciones, que contiene los
acuerdos generales a los que han llegado los negociadores de las Farc y el
Gobierno de Santos, da pistas claras de los desafíos ambientales, políticos,
culturales y económicos y militares (seguridad) que demandará tratar de desincentivar
la siembra de cultivos de uso ilícito y por esa vía, remplazarlos por
alternativas de producción agrícola que sí contribuyan a la seguridad
alimentaria del país y al mejoramiento de las condiciones de vida de las
comunidades asentadas en el sector rural.
Al tiempo que se discute mantener la estrategia y los modos de lucha
antidrogas, el Estado colombiano deberá asumir la tarea de evaluar los impactos
ambientales, sociales y culturales que deja la siembra indiscriminada de
marihuana, coca y amapola, para luego proponer alternativas agrícolas a los
campesinos que hoy dedican sus parcelas y sus vidas, a la siembra de estos
perseguidos monocultivos.
Bien lo dice el Informe Conjunto, en relación con el primer punto sobre
la cuestión agraria, razón del inicio del conflicto armado interno: “la Reforma Rural Integral (RRI) debe ser el
inicio de transformaciones estructurales de la realidad rural y agraria de Colombia con equidad y
democracia, contribuyendo así a la no repetición del conflicto y a la construcción de una paz
estable y duradera”.
Dar cuenta de ese desafío no sólo pone en cuestión la fortaleza del
Estado y de su capacidad real para llegar a los territorios en los que por
largos años su presencia ha sido nula o, por el contrario, perjudicial, por el
tipo de políticas agrarias y de desarrollo agenciadas por sucesivos gobiernos
que tomaron decisiones desprovistas del conocimiento de las condiciones socio
ambientales y culturales en las que viven de tiempo atrás disímiles comunidades
campesinas, afrocolombianas o indígenas.
Así mismo, la Reforma Rural Integral (RRI) requerirá de una política
ambiental coherente, pero sobre todo, de unas instituciones fortalecidas
científica y técnicamente, desprovistas de las redes clientelares que hoy
impiden, por ejemplo, que las Corporaciones Autónomas Regionales (CAR) sirvan
como efectivos y eficientes instrumentos para diseñar planes de desarrollo
regionales que no sólo respeten condiciones ecológicas, protejan zonas frágiles
y biodiversas, sino los complejos contextos culturales en los que el Estado
pretende hacer presencia y ganar en legitimidad.
Asegurar la viabilidad de una economía
campesina, familiar y comunitaria demandará, además, la puesta en marcha de
acuerdos políticos con sectores y
actores económicos y políticos que de tiempo atrás, por acción directa u
omisión, han contribuido al empobrecimiento de la gente que sobrevive en el
campo. Por ejemplo, los ganaderos, latifundistas, ingenios azucareros y
especialmente, las empresas de explotación de minerales (oro, carbón, coltán) y
por supuesto, las madereras y las de exploración de petróleo. No será fácil que
estos sectores cedan territorios o abandonen sus intereses y programas
productivos, en especial en lo que tiene que ver con la producción de agro
combustibles y la incontrolada locomotora minera.
De allí que lo acordado hasta el momento en La Habana y en particular
lo consignado en el Informe Conjunto de la Mesa de Conversaciones, sea apenas
un insumo importante, pero no definitivo para la consecución de la paz y la
consolidación de escenarios de posconflicto. Será bien difícil mantener y
aplicar lo acordado en la Mesa de Diálogo, en regiones en donde históricamente
el Estado brilla por su ausencia y en donde las fuerzas políticas en alcaldías,
concejos y asambleas históricamente han estado cooptadas y presionadas por
fuerzas ilegales, que por ejemplo, apoyan y promueven la siembra de cultivos de
uso ilícito; o por el contrario, esas instituciones estatales han estado al
servicio de los intereses de poderosos élites y empresas privadas, poco o nada
interesadas en respetar los ecosistemas
naturales y mucho menos, las relaciones sociales y las prácticas culturales de
frágiles y valiosas comunidades ancestrales.
El reto es mayúsculo de cara a la Reforma Rural Integral (RRI) acordada
por las partes que conversan y negocian en La Habana. No sólo se requerirá de
un Estado fuerte, internamente cohesionado y de su presencia efectiva,
eficiente y eficaz, sino del concurso de sectores de poder de la sociedad civil
urbanizada y de los partidos políticos, que aún miran con desdén el campo,
porque están acostumbrados a presionar decisiones en los gobiernos locales y
regionales, para que, desde cómodas oficinas de planeación de ciudades como
Bogotá, Cali o Medellín, se tomen medidas y se ejecuten proyectos de desarrollo
que terminan dando la espalda a las necesidades del sector rural y de sus
habitantes.
No será nada fácil que lo acordado en la Mesa de Negociaciones se pueda
implementar y llevar a feliz término. En el Congreso que pronto elegiremos, sin
duda habrá fuerzas políticas que se opondrán a la refrendación de los acuerdos
de La Habana. Ese es el objetivo central que el ex presidente Uribe Vélez busca
con su lista al Congreso por el Centro Democrático (CD), apoyado en su
condición de ganadero y latifundista y en su interés de continuar con el
escalamiento del conflicto armado interno.
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