Por Germán Ayala Osorio, Comunicador
social y Politólogo
En
el pensamiento de los indígenas, de los afros y de los campesinos, y en las
comunidades de paz, hay esperanzas de un país mejor.[1]
Los procesos
civilizatorios en Colombia vienen fallando porque hay una débil identidad
nacional y el Estado no es referente de orden moral y cultural.[2]
El
legado del líder sudafricano Nelson Mandela no sólo resulta evocador, sino
provocador; es un legado que incita y concita. Nos hace pensar si es posible vivir juntos, tal como se lo preguntó
el sociólogo francés Alain Touraine, de cara a la diversidad de conflictos
contemporáneos. Pero también nos devuelve al dolor y al sinsentido, al tiempo
que sirve para consolidar una sentencia que con cada evento histórico se hace
menos discutible: que de la condición humana se puede esperar lo más sublime,
pero también lo más execrable.
Los
colegas que me han precedido, ya han hecho referencia a la lucha de Mandela contra
el Apartheid, a sus largos años de cautiverio, a su magnetismo, altura moral y
cualidades de persuasión que reconoce en él, el biógrafo Richard Stengel, entre
otros autores; así pues, no haré más referencias a sus innegables aportes a la
paz en la Sudáfrica que fue condenada a esa escalofriante y perversa segregación
racial, tampoco hay necesidad de reconocer su grandeza al perdonar a los
opresores y menos aún recordaré los episodios en donde su lucha, justa y
valerosa, le mereció el carácter de terrorista y comunista.
La
reflexión que deseo dejarles tiene que ver con las dificultades contextuales
que nos ofrece el Estado y la Nación colombiana, para recoger las banderas y el
legado de Mandela en el logro de la anhelada paz y así trazar los caminos de un
incierto posconflicto.
Esas
mismas condiciones contextuales son las que evitan, impiden y proscriben el
nacimiento, la lucha y la consolidación de dirigentes considerados blancos,
mestizos, afros o indígenas, capaces de liderar los cambios que este país necesita.
No
deseo desdibujar a Mandela como ícono, como símbolo de paz y de reconciliación,
pues aunque lo pretendiera, no lo conseguiría. Tan solo llamo la atención para que
su legado no se estropee, tratando de ajustarlo o de aplicarlo a las complejas
y disímiles condiciones de nuestro contexto social, económico, político y
cultural. Es y será un útil, digno y hermoso referente de paz, de dignidad y de
excelsa condición humana. Pero la lucha contextual y particular debe permitir
el nacimiento y/o la construcción de nuestros propios referentes morales y
éticos.
Ese
es o debería ser el reto a reconocer cuando evocamos el legado de Nelson
Mandela. ¿Tiene Colombia las condiciones de contexto social necesarias para
lograr la paz, tal como fue posible en Sudáfrica? Con todo y las dificultades
que ello conlleva, debemos asumir el desafío de sacudirnos de esos
comportamientos y de esas prácticas atávicas sobre las cuales se sostienen las
disímiles formas de discriminación social, política, económica, cultural, racial,
religiosa y de género.
Es
claro que a la política del Apartheid en Sudáfrica no le podemos oponer un tipo
de segregación similar, dado que en Colombia hay un tipo de discriminación
racial soterrada e hipócrita, incrustada y validada por una cultura dominante
que reconoce a regañadientes los derechos de los afrocolombianos.
En
Colombia, a pesar de los avances logrados en la Carta Constitucional de 1991 y
con la Ley 70 del 93, respecto a la no discriminación por razones de etnia, los
afrocolombianos siguen siendo mirados con recelo, con miedo y con cierta
animadversión cultural.
Baste
con escuchar los casos de clara discriminación racial en distintos bares del
país, en donde a los afrodescendientes se les ha impedido el ingreso a tales
establecimientos por su color de piel. O quizás baste con recordar los actos ilocutivos
de dos políticos colombianos. El primero, del concejal de Bogotá, Jorge Durán
Silva, quien afirmó “que el Concejo de
Bogotá se nos está volviendo una merienda de negros”; y el segundo, el del
diputado de Antioquia, Rodrigo Meza, quien en su momento expresó que “la plata que uno le mete al Chocó es como meterle perfume a un
bollo”.
Para quienes
consideren que se trata de casos aislados y de simples e infortunados
comentarios, les invito a que miren hacia el Pacífico colombiano, en particular
los problemas de violencia, estigmatización y segregación territorial que
soporta la población afro de Buenaventura, ni qué decir de Tumaco, Guapi, Bahía
Solano y Nuquí. En el caso de Buenaventura, el sueño de un Malecón al estilo de
puertos europeos, y la concentración de la riqueza en manos ‘blancas’ y
mestizas, terminan exacerbando choques culturales entre una cultura afro
incomprendida y violentada y un centralismo bogotano y sus derivados regionales
(Capitales de departamento, por ejemplo), desde donde se suelen tomar
decisiones inconsultas sobre el tipo de desarrollo que se quiere y se busca
para el Pacífico. O si desean ir más cerca, es suficiente con mirar las
condiciones de vida de cientos de miles de ciudadanos afrodescendientes que hoy
viven y sobreviven en la ciudad de Cali, urbe que usa y desecha la cultura
afro, de acuerdo con los intereses de iniciativas privadas.
Esta urbe y su gente
mestiza, ancladas en el Pacífico, suelen mirar con desdén a los
afrocolombianos, reconociéndolos casi de manera exclusiva en roles de
futbolista, servidumbre en residencias de ‘blancos’ y mestizos y por supuesto,
en los siempre recordados atracos en los que participan ciudadanos con ese
color de piel. Y el periodismo y en general la industria cultural, sí que ayudan
a la estigmatización, a la burla que encasilla y pulveriza culturalmente a los afrocolombianos.
Puede resultar
relativamente fácil enfrentar la decisión jurídico-política con la que se impone
una medida de segregación racial como a la que se opuso Mandela por allá en los
años 50 del siglo XX. Pero es y será muy difícil luchar contra una soterrada
discriminación racial, en un país como Colombia, con un Estado y una sociedad
premodernos, hechos a la medida de una élite política y dirigente que
rechaza públicamente cualquier acto de discriminación no sólo contra afros,
sino contra indígenas, pero que en privado hacen todo lo posible para excluir y
alejar a mujeres y hombres afros de cargos públicos y de las oportunidades de
ascenso social y económico.
Es importante
recordar en este punto lo sucedido con Paula Marcela Moreno Zapata, designada Ministra
de Cultura en el gobierno de Uribe Vélez. Dicho nombramiento obedeció a
presiones de la bancada demócrata y afrodescendiente del Congreso de los
Estados Unidos en el contexto de las desesperadas visitas del entonces
mandatario colombiano a Washington para buscar la aprobación del TLC, 'embolatado' hasta ese momento por las difíciles condiciones que afrontaba el
país en materia de respeto a los derechos humanos. No se trató de una decisión
presidencial soportada en un ejercicio juicioso de análisis de la hoja de vida
de la entonces funcionaria. No. Uribe cumplió casi con una orden.
Hay que señalar
entonces, que la democracia racial en Colombia es un mito. La población
afrocolombiana, palenquera y raizal sigue siendo víctima de prácticas,
discursos y manifestaciones claras de discriminación racial que de manera
subrepticia, escondida y sigilosa aparecen en un país como Colombia, que avanza
sin que haya aún consolidado un proyecto de Nación en el que de manera
respetuosa nos reconozcamos en las diferencias regionales y en las particulares
diferencias que devienen de las formas de vida de afros, campesinos, indígenas
y citadinos, de las creencias religiosas
o de las elecciones tendencias en materia política.
Evocar, añorar y
hasta esperar que el legado de Mandela nos sirva para superar los conflictos
étnicos no declarados que hay en Colombia, sin duda es un ejercicio bien
intencionado. Y hay que aplaudirlo. Pero antes, debemos reconocer no sólo las
graves dificultades en las que sobrevive el orden social, político, cultural y
económico colombiano, sino la subvaloración humana y cultural que aún se hace
de las comunidades afrocolombianas en sectores de poder público y privado,
especialmente cuando la idea tradicional de desarrollo (extractivo y
modernizador) agrede y desprecia los modos de vida, la cultura y los proyectos
de las comunidades afro que sobreviven a lo largo y ancho del Chocó
Biogeográfico y en otras zonas del país, bajo la figura política y jurídica de
la propiedad colectiva.
Las condiciones
contextuales que claramente evitan y obstaculizan el surgimiento de líderes afros en Colombia,
hacen improbable que tengamos un liderazgo que propicie cambios sustanciales en
esta Colombia biodiversa, administrada por unos pocos.
Y hay que señalar
que las formas organizativas de la población afrocolombiana tienen problemas.
Seguramente, problemas generados por asuntos internos y luchas intestinas, pero
también por efectos de la persecución paramilitar y de otros actores armados,
en el marco de un degradado conflicto armado.
La llegada al
Congreso de los mestizos María del Socorro Bustamante y Moisés Orozco, como
representantes de la población afro, no sólo confirma los problemas
organizativos y de cohesión política de las comunidades afrocolombianas, sino
la permisividad del mecanismo de proclamación electoral de quienes dicen
defender los derechos y representar los intereses de las comunidades
afrocolombianas, palenqueras y raizales. No puede ser que baste con auto
proclamarse afro, tal y como lo hicieron los ladinos y usurpadores personajes y
obtener el favor de unos votos clientelizados, para representar a una minoría
étnica, cuyas comunidades exhiben problemas de cohesión y de unidad cultural y
política.
De esta forma,
evocar a Mandela es recordar que el problema no está en el color de piel, sino
en la condición humana. Es allí en donde debemos posar nuestras preocupaciones.
Imagen tomada de lanación.com.ar
[1] Germán Ayala Osorio. www.laotratribuna1.blogspot.com
[2] Germán Ayala Osorio. www.laotratribuna1.blogspot.com
Nota: este texto fue redactado y leído en el foro-homenaje a Mandela, en el marco de Palabras Autónomas, en la Universidad Autónoma de Occidente. Jueves 24 de abril de 2014.
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