YO DIGO SÍ A LA PAZ

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lunes, 21 de abril de 2014

EL LEGADO DE MANDELA PARA PENSAR LA PAZ EN COLOMBIA

Por Germán Ayala Osorio,  Comunicador social y Politólogo


En el pensamiento de los indígenas, de los afros y de los campesinos, y en las comunidades de paz, hay esperanzas de un país mejor.[1]

Los procesos civilizatorios en Colombia vienen fallando porque hay una débil identidad nacional y el Estado no es referente de orden moral y cultural.[2]



El legado del líder sudafricano Nelson Mandela no sólo resulta evocador, sino provocador; es un legado que incita y concita. Nos hace pensar si es posible vivir juntos, tal como se lo preguntó el sociólogo francés Alain Touraine, de cara a la diversidad de conflictos contemporáneos. Pero también nos devuelve al dolor y al sinsentido, al tiempo que sirve para consolidar una sentencia que con cada evento histórico se hace menos discutible: que de la condición humana se puede esperar lo más sublime, pero también lo más execrable.

Los colegas que me han precedido, ya han hecho referencia a la lucha de Mandela contra el Apartheid, a sus largos años de cautiverio, a su magnetismo, altura moral y cualidades de persuasión que reconoce en él, el biógrafo Richard Stengel, entre otros autores; así pues, no haré más referencias a sus innegables aportes a la paz en la Sudáfrica que fue condenada a esa escalofriante y perversa segregación racial, tampoco hay necesidad de reconocer su grandeza al perdonar a los opresores y menos aún recordaré los episodios en donde su lucha, justa y valerosa, le mereció el carácter de terrorista y comunista. 

La reflexión que deseo dejarles tiene que ver con las dificultades contextuales que nos ofrece el Estado y la Nación colombiana, para recoger las banderas y el legado de Mandela en el logro de la anhelada paz y así trazar los caminos de un incierto posconflicto.

Esas mismas condiciones contextuales son las que evitan, impiden y proscriben el nacimiento, la lucha y la consolidación de dirigentes considerados blancos, mestizos, afros o indígenas, capaces de liderar los cambios que este país necesita.

No deseo desdibujar a Mandela como ícono, como símbolo de paz y de reconciliación, pues aunque lo pretendiera, no lo conseguiría. Tan solo llamo la atención para que su legado no se estropee, tratando de ajustarlo o de aplicarlo a las complejas y disímiles condiciones de nuestro contexto social, económico, político y cultural. Es y será un útil, digno y hermoso referente de paz, de dignidad y de excelsa condición humana. Pero la lucha contextual y particular debe permitir el nacimiento y/o la construcción de nuestros propios referentes morales y éticos.

Ese es o debería ser el reto a reconocer cuando evocamos el legado de Nelson Mandela. ¿Tiene Colombia las condiciones de contexto social necesarias para lograr la paz, tal como fue posible en Sudáfrica? Con todo y las dificultades que ello conlleva, debemos asumir el desafío de sacudirnos de esos comportamientos y de esas prácticas atávicas sobre las cuales se sostienen las disímiles formas de discriminación social, política, económica, cultural, racial, religiosa y de género.

Es claro que a la política del Apartheid en Sudáfrica no le podemos oponer un tipo de segregación similar, dado que en Colombia hay un tipo de discriminación racial soterrada e hipócrita, incrustada y validada por una cultura dominante que reconoce a regañadientes los derechos de los afrocolombianos.

En Colombia, a pesar de los avances logrados en la Carta Constitucional de 1991 y con la Ley 70 del 93, respecto a la no discriminación por razones de etnia, los afrocolombianos siguen siendo mirados con recelo, con miedo y con cierta animadversión cultural.

Baste con escuchar los casos de clara discriminación racial en distintos bares del país, en donde a los afrodescendientes se les ha impedido el ingreso a tales establecimientos por su color de piel. O quizás baste con recordar los actos ilocutivos de dos políticos colombianos. El primero, del concejal de Bogotá, Jorge Durán Silva, quien afirmó “que el Concejo de Bogotá se nos está volviendo una merienda de negros”; y el segundo, el del diputado de Antioquia, Rodrigo Meza, quien en su momento expresó que “la plata que uno le mete al Chocó es como meterle perfume a un bollo”.

Para quienes consideren que se trata de casos aislados y de simples e infortunados comentarios, les invito a que miren hacia el Pacífico colombiano, en particular los problemas de violencia, estigmatización y segregación territorial que soporta la población afro de Buenaventura, ni qué decir de Tumaco, Guapi, Bahía Solano y Nuquí. En el caso de Buenaventura, el sueño de un Malecón al estilo de puertos europeos, y la concentración de la riqueza en manos ‘blancas’ y mestizas, terminan exacerbando choques culturales entre una cultura afro incomprendida y violentada y un centralismo bogotano y sus derivados regionales (Capitales de departamento, por ejemplo), desde donde se suelen tomar decisiones inconsultas sobre el tipo de desarrollo que se quiere y se busca para el Pacífico. O si desean ir más cerca, es suficiente con mirar las condiciones de vida de cientos de miles de ciudadanos afrodescendientes que hoy viven y sobreviven en la ciudad de Cali, urbe que usa y desecha la cultura afro, de acuerdo con los intereses de iniciativas privadas.

Esta urbe y su gente mestiza, ancladas en el Pacífico, suelen mirar con desdén a los afrocolombianos, reconociéndolos casi de manera exclusiva en roles de futbolista, servidumbre en residencias de ‘blancos’ y mestizos y por supuesto, en los siempre recordados atracos en los que participan ciudadanos con ese color de piel. Y el periodismo y en general la industria cultural, sí que ayudan a la estigmatización, a la burla que encasilla y pulveriza culturalmente  a los afrocolombianos.

Puede resultar relativamente fácil enfrentar la decisión jurídico-política con la que se impone una medida de segregación racial como a la que se opuso Mandela por allá en los años 50 del siglo XX. Pero es y será muy difícil luchar contra una soterrada discriminación racial, en un país como Colombia, con un Estado y una sociedad premodernos, hechos a la medida de una élite política y dirigente que rechaza públicamente cualquier acto de discriminación no sólo contra afros, sino contra indígenas, pero que en privado hacen todo lo posible para excluir y alejar a mujeres y hombres afros de cargos públicos y de las oportunidades de ascenso social y económico.

Es importante recordar en este punto lo sucedido con Paula Marcela Moreno Zapata, designada Ministra de Cultura en el gobierno de Uribe Vélez. Dicho nombramiento obedeció a presiones de la bancada demócrata y afrodescendiente del Congreso de los Estados Unidos en el contexto de las desesperadas visitas del entonces mandatario colombiano a Washington para buscar la aprobación del TLC, 'embolatado' hasta ese momento por las difíciles condiciones que afrontaba el país en materia de respeto a los derechos humanos. No se trató de una decisión presidencial soportada en un ejercicio juicioso de análisis de la hoja de vida de la entonces funcionaria. No. Uribe cumplió casi con una orden.

Hay que señalar entonces, que la democracia racial en Colombia es un mito. La población afrocolombiana, palenquera y raizal sigue siendo víctima de prácticas, discursos y manifestaciones claras de discriminación racial que de manera subrepticia, escondida y sigilosa aparecen en un país como Colombia, que avanza sin que haya aún consolidado un proyecto de Nación en el que de manera respetuosa nos reconozcamos en las diferencias regionales y en las particulares diferencias que devienen de las formas de vida de afros, campesinos, indígenas y citadinos, de las  creencias religiosas o de las elecciones tendencias en materia política.

Evocar, añorar y hasta esperar que el legado de Mandela nos sirva para superar los conflictos étnicos no declarados que hay en Colombia, sin duda es un ejercicio bien intencionado. Y hay que aplaudirlo. Pero antes, debemos reconocer no sólo las graves dificultades en las que sobrevive el orden social, político, cultural y económico colombiano, sino la subvaloración humana y cultural que aún se hace de las comunidades afrocolombianas en sectores de poder público y privado, especialmente cuando la idea tradicional de desarrollo (extractivo y modernizador) agrede y desprecia los modos de vida, la cultura y los proyectos de las comunidades afro que sobreviven a lo largo y ancho del Chocó Biogeográfico y en otras zonas del país, bajo la figura política y jurídica de la propiedad colectiva.

Las condiciones contextuales que claramente evitan y obstaculizan  el surgimiento de líderes afros en Colombia, hacen improbable que tengamos un liderazgo que propicie cambios sustanciales en esta Colombia biodiversa, administrada por unos pocos.

Y hay que señalar que las formas organizativas de la población afrocolombiana tienen problemas. Seguramente, problemas generados por asuntos internos y luchas intestinas, pero también por efectos de la persecución paramilitar y de otros actores armados, en el marco de un degradado conflicto armado.

La llegada al Congreso de los mestizos María del Socorro Bustamante y Moisés Orozco, como representantes de la población afro, no sólo confirma los problemas organizativos y de cohesión política de las comunidades afrocolombianas, sino la permisividad del mecanismo de proclamación electoral de quienes dicen defender los derechos y representar los intereses de las comunidades afrocolombianas, palenqueras y raizales. No puede ser que baste con auto proclamarse afro, tal y como lo hicieron los ladinos y usurpadores personajes y obtener el favor de unos votos clientelizados, para representar a una minoría étnica, cuyas comunidades exhiben problemas de cohesión y de unidad cultural y política. 

De esta forma, evocar a Mandela es recordar que el problema no está en el color de piel, sino en la condición humana. Es allí en donde debemos posar nuestras preocupaciones.





Imagen tomada de lanación.com.ar


[1] Germán Ayala Osorio. www.laotratribuna1.blogspot.com

[2] Germán Ayala Osorio. www.laotratribuna1.blogspot.com

Nota: este texto fue redactado y leído en el foro-homenaje a Mandela, en el marco de Palabras Autónomas, en la Universidad Autónoma de Occidente. Jueves 24 de abril de 2014.

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